 
 
          Como en la historia de los mosqueteros, "veinte años 
            después" releo las crónicas que escribió 
            Jorge Teillier durante el año 1981 para el Suplemento 
            Gastronómico del diario "El Mercurio". Escuché 
            muchas de las anécdotas que él cuenta en esas crónicas 
            al calor de nuestras conversaciones de entonces y por eso, al reencontrarme 
            con ellas, siento que nuevamente compartimos una mesa; aunque que 
            ya no es en "La Unión Chica", el "Isla de Pascua" 
            o "El Cucú", sino en un bar más grande y generoso: 
            el de la memoria. 
          Veinte y tantos años atrás. Me parece ver a Jorge Teillier 
            llegar al bar, como emergiendo de la nada, con sus libros y revistas 
            bajo el brazo, atento a los saludos que le prodigan los parroquianos 
            con los que suele conversar. Luego de los saludos de rigor, de las 
            bromas que nunca faltan entre los amigos, lo veo sacar de entre sus 
            papeles, el original -escrito a máquina y con algunas correcciones 
            manuscritas en sus bordes- del último poema que ha escrito. 
            En otras ocasiones, lo que comparte es la traducción de algún 
            poeta francés o su comentario acerca un libro que ha leído 
            o que ha visto en una librería de viejo, y que recomienda comprar. 
          
          Una tarde, a fines del año 1980, época en que escribía 
            mis primeros cuentos y procuraba conocer a otros escritores con quienes 
            compartir mis inquietudes literarias, llegué al "Bar Unión" 
            o "La Unión Chica", ubicado en el barrio cívico 
            de Santiago, a un costado del majestuoso Club de La Unión. 
            Es un lugar con mesas de madera, jugadores de dominó y puerta 
            de vaivén, en el que algunos escritores se reunían en 
            torno a "la mesa de los poetas" como, con mezcla de humor 
            y fraternidad, la llamaban los mozos del lugar. 
          Junto a esa mesa encontré a Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, 
            Eduardo Molina, Iván Teillier, Carlos Olivárez, Roberto 
            Araya, Alvaro Ruiz, Juan Guzmán Paredes, Aristóteles 
            España, entre otros poetas y escritores con quienes pasé 
            a compartir la vieja mesa que nos acogía para conversar de 
            poesía, fútbol, pugilismo, revistas de cine; de los 
            chismes literarios de esos días, pobres y oscuros, como todo 
            lo que nos rodeaba más allá de la atmósfera del 
            bar. Aquella mesa fue el centro de nuestras reuniones, de un sinfín 
            de charlas interminables, registradas en una bitácora con tintes 
            humorísticos que Jorge Teillier custodiaba celosamente y que 
            después de su muerte se encontró en la biblioteca de 
            su casa en La Ligua. Durante toda la década de los años 
            ochenta y parte de la siguiente, el grupo de "los escritores 
            de La Unión Chica" nos reunimos casi a diario, buscando 
            la complicidad de los amigos, creando un espacio donde era posible 
            hablar de literatura, compartir los libros que uno y otro publicaba 
            o idear proyectos literarios, como lo fueron la antología "Nueva 
            York 11" que publicó la Editorial Galinost; o la revista 
            "La Gota Pura", que identificó a quienes ahí 
            nos juntábamos, y también, por qué no decirlo, 
            a muchos otros escritores que vivían en las provincias o lejos 
            de Chile. 
          Santiago se movía entre los límites del toque de queda 
            y por lo tanto las tertulias de la "Unión Chica" 
            siempre eran a la luz del día y pocas veces se prolongaban 
            hasta que la noche introducía su nariz por el vaivén 
            incansable de la puerta del bar. Era el tiempo de "la lluvia 
            ácida" que menciona Carlos Olivárez en su libro 
            "Combustión Interna", y para quienes éramos 
            aprendices de escritores, ese bar fue un punto de encuentro con imprescindibles 
            maestros; una singular e inolvidable escuela literaria y de vida. 
            De entre todos aquellos maestros, indudablemente era Jorge Teillier 
            el principal, por su maravillosa poesía y porque tenía 
            un modo sutil de enseñar, sin estridencias ni ostentaciones. 
            Era un maestro sin pretensión de catedrático y lo que 
            aprendíamos era lo que fluía espontáneamente 
            de sus diálogos, donde siempre había un momento para 
            desentrañar los misterios de esa poesía que, como señala 
            en uno de sus poemas: "debe ser una moneda cotidiana y debe estar 
            sobre todas las mesas, como el canto de la jarra de vino que ilumina 
            los caminos del domingo". 
          El poeta Rolando Cárdenas, querido e inseparable compañero 
            de Teillier, solía decir: "el bar es mi segunda casa". 
            Y con su sabiduría patagónica, no dejaba de tener razón. 
            La "Unión Chica" era algo más que un punto 
            de encuentro habitual. En él, los viajeros de otros países 
            y los que venían de las provincias, como Jorge Torres Ulloa 
            o Ramón Riquelme, ubicaban a Jorge Teillier y a otros escritores; 
            se recibían cartas de países remotos, recados telefónicos 
            y se celebraban los cumpleaños o las publicaciones de los que 
            ahí se reunían. Una aproximación a lo que era 
            el "Bar Unión" la da Jorge Teillier en su crónica 
            "Los bares metafísicos del poeta", donde además, 
            con el don profético de los auténticos poetas, vaticina: 
            "creo que jamás llegaré a los ochenta años 
            ni obtendré, por lo tanto, el Premio Nacional, deseo secreto 
            de todos los escritores chilenos...". Tal vez tenía conciencia 
            de su prematuro final, o sabía muy bien que alguien como él, 
            alejado del poder, jamás tendría ese reconocimiento. 
            Pero eso es un capítulo más de una larga historia de 
            olvidos en nuestra literatura. Lo importante es que hoy la poesía 
            de Teillier está más viva que nunca y nos sigue iluminando, 
            mientras nos recuerda: "Lo que escribo no es para ti, ni para 
            mí, ni para los iniciados. Es para la niña que nadie 
            saca a bailar, es para los hermanos que afrontan la borrachera y a 
            quienes desdeñan los que se creen santos, profetas o poderosos". 
          
          Fue en esa época cuando Jorge Teillier nos contó que 
            escribía una serie de artículos sobre comida y literatura 
            para el Suplemento Gastronómico de "El Mercurio", 
            respondiendo a la solicitud de Enrique Lafourcade. Probablemente fue 
            su primer trabajo remunerado después de su exoneración 
            de la Universidad de Chile, donde -durante cerca de dos décadas- 
            trabajó en el "Boletín de la Universidad de Chile", 
            publicando textos tan significativos como "Los poetas de los 
            lares" que, con el tiempo, devino en texto obligado para el análisis 
            de algunos de los poetas de su generación, como: Efraín 
            Barquero, Alberto Rubio, Carlos de Rokha y Rolando Cárdenas. 
            Su colaboración para el Suplemento Gastronómico también 
            se extendió a la recopilación de poemas de autores chilenos 
            y a la traducción de textos de Francis Ponge, Arthur Rimbaud, 
            James Laughlin y Charles Baudelaire, publicados en la sección 
            "La Lira Gastronómica". 
          Sus artículos, que comenzaron a publicarse el año 1981, 
            tienen el indiscutible sello poético y nostálgico que 
            caracteriza a los escritos de Teillier, unido a su prodigiosa memoria 
            y su amplio conocimiento de la literatura de todos los confines. Al 
            leerlos, reconocemos en ellos anécdotas que vinculan las comidas 
            y bebidas al mundo de la literatura, al espacio mágico de su 
            infancia provinciana, y a ciertas expresiones culinarias a las que 
            él se acercó en sus andanzas por los bares santiaguinos 
            o en sus viajes por España, Perú y Panamá. De 
            éstos países, a los que se refiere en varias de sus 
            crónicas, eran el Perú y Panamá los que evocaba 
            con más cariño. El primero lo asociaba a su admiración 
            por la poesía peruana -Javier Heraud, César Moro, Antonio 
            Cisneros- y a los recuerdos de su hija Carolina que vivía y 
            vive aún en Lima, compartiendo la suerte de su madre, Sibila 
            Arredondo, presa desde hace muchos años en las cárceles 
            peruanas. En cuanto a Panamá, y además de las cosas 
            que evoca en su crónica "El Gallo Pinto", solía 
            mencionar al cuatro veces campeón mundial de boxeo, Roberto 
            "Mano de Piedra" Duran, con quien compartió una tarde 
            de cervezas en el hotel donde ambos alojaban. 
          Que estas crónicas estén marcadas por múltiples 
            referencias literarias no es de extrañar. Su quehacer cotidiano 
            -al igual que su poesía- estaba permanentemente conectado con 
            el mundo de sus escritores y sus lecturas predilectas. El Jorge Teillier 
            que conocí no se relacionaba con la comida a la manera pantagruélica 
            de Pablo De Rokha y otros poetas manducadores, sino que prevalecía 
            en él esa actitud de niño flaco y mañoso que 
            sufría con las comidas que su madre preparaba en Lautaro. "Mis 
            primeros recuerdos sobre comidas no son muy placenteros, pues están 
            relacionados con la obligación de sentarse a la mesa a las 
            horas establecidas" - nos dice en su crónica "Un 
            niño come en La Frontera", y en la que también 
            se encarga de recordarnos que, al igual que otros niños flacos, 
            sospechosos de ser tuberculosos "éramos llevados a la 
            estación del pueblo para aspirar el humo de las locomotoras". 
            Esta distancia hacia la comida era evidente en las reuniones que ocasionalmente 
            organizamos en nuestras casas y también en el "Bar Unión", 
            donde no más de un par de veces lo vi compartir los callos 
            a la madrileña o el puchero a la española, "especialidades 
            de la casa" que dan fama a ese lugar. 
          Algunas de las crónicas incluidas en este libro recrean los 
            itinerarios de Jorge Teillier por los bares, restaurantes y cafés 
            de Santiago: "Las Lanzas" y "Los Cisnes" de su 
            etapa como estudiante en el Pedagógico, o los desaparecidos 
            "Sao Paulo", "Monterrey", "Restaurante París", 
            "Roxy" o "El Comercial", de su primera época 
            bohemia en Santiago. No es el recorrido del aficionado a la buena 
            mesa que va en busca de sus platillos preferidos, sino que el del 
            poeta que explora sus posibles materiales; que observa los ambientes 
            "llenos de humo y ruidos como grandes navíos", mientras 
            en su memoria detonan los recuerdos, las referencias literarias, tan 
            importantes como vastas, que lo acompañaban. Es el peregrinar 
            del poeta preocupado por el paisaje humano que sale a su paso y por 
            las anécdotas que le cuentan los amigos con quienes conversa 
            en un bar de Diez de Julio, Vitacura o del centro de Santiago. 
          Y si de recuerdos literarios se trata, uno de los más profundos 
            y vívido, es el que hace de Pablo De Rokha durante una visita 
            del poeta de Licantén a la casa de los padres de Teillier, 
            en Lautaro. La generosidad sureña parece poca frente a la voracidad 
            del invitado frente a "un ganso con ajo y arvejitas nuevas" 
            y una sandía entera. La crónica tiene un remache especialmente 
            emotivo al recordar Teillier su última visita al poeta, "herido 
            de muerte" después de haberse "comido y bebido todo 
            Chile". Cabe apuntar que en casi todas sus crónicas, Teillier 
            esboza recuerdos sobre poetas y escritores, como Marino Muñoz 
            Lagos, Teófilo Cid, Juan Cameron, Luis Oyarzún, Gabriel 
            Barra, Guillermo Atías, entre otros. Viñetas afectivas, 
            ingeniosas; estampas de una época en que, mucho más 
            que hoy, el quehacer de los escritores estaba asociado a la solidaridad 
            de una buena mesa. 
          En otras de sus crónicas, Teillier se traslada al mundo de 
            su infancia, al lar provinciano que nutrió buena parte de su 
            poesía. En ellas está el aliento de sus grandes poemas 
            y evocan la casa paterna, la cocina sureña -como una "madre 
            generosa" que preside las reuniones familiares; la inefable emulsión 
            de Scott, y tantos otros detalles que recrean ese ambiente particular, 
            mágico, que constituye una cocina del sur, impregnada por el 
            aroma de la leña que arde en el fogón y el del pan recién 
            horneado. Tampoco está ausente el homenaje a "La Isla 
            del Tesoro" de Stevenson, una de sus lecturas favoritas de la 
            infancia, que menciona a propósito de las costumbres culinarias 
            de los piratas y el afamado ponche que bebían antes y después 
            de sus arduas jornadas de trabajo. 
          Muchas de las cosas que cuenta Jorge Teillier en sus crónicas, 
            contienen reflexiones y anécdotas recurrentes en sus conversaciones. 
            Leí algunas de ellas en sus versiones originales, y una en 
            particular: "Magallanes o el buen comer" nació al 
            correr de una de nuestras charlas sabatinas. Una tarde, reunidos en 
            el "Red Bar" de la Alameda, Teillier manifiesta su inquietud 
            sobre el tema de su próxima crónica. ¿Por qué 
            no escribes sobre la comida en Punta Arenas?, le pregunté, 
            y uní a la interrogación algunos recuerdos sobre las 
            comidas de mi infancia: los asados de cordero, el jam de ruibarbo, 
            el sabroso pejerrey magallánico. Teillier anotó dos 
            o tres cosas en unas servilletas de papel, y más tarde, reelaboró 
            la información para convertirla en la crónica que se 
            incluye en este volumen. 
          Sin duda, es valioso y necesario el rescate de estas crónicas. 
            Ellas nos permiten conocer otra faceta del poeta lúdico y sensible 
            que fue Jorge Teillier, y aquilatar su generosa relación con 
            los escritores y parroquianos que conoció en sus andanzas. 
            Recuerdos de infancia, de lecturas y viajes; estampas de escritores, 
            evocaciones de algunas horas junto al mesón de un bar. Leer 
            estas crónicas es otra oportunidad de sentarse a la mesa con 
            Jorge Teillier, para beber una copa de vino y luego dejar que la charla 
            fluya por los cauces siempre insospechados de la memoria. 
          Santiago, 12 de julio de 2002.