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“No fue el helado viento”: últimas palabras de Jorge Teillier

Rodrigo Cordero Cortés
Universidad Complutense de Madrid
Anales de Literatura Hispanoamericana. 2010, vol. 39




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En 1996, por iniciativa de los estudiantes de licenciatura en literatura de ese entonces, algunos de los poetas chilenos más destacados visitaron el Campus Oriente de la Universidad Católica para participar en un ciclo de lecturas seguido por una ronda de preguntas por parte del auditorio. Entre ellos estuvieron Óscar Hahn, Armando Uribe, y Jorge Teillier.

No recuerdo a ciencia cierta si hubo otros poetas invitados –no sé, por ejemplo, si Gonzalo Rojas formó parte de esa iniciativa o de otra– o si este fue su orden exacto. Tampoco recuerdo por qué Nicanor Parra no llegó a asistir. Pero, en cambio, sí recuerdo con completa nitidez algunas particularidades con ocasión de la lectura de Jorge Teillier: que fue sin duda alguna la primera del ciclo, que resultó ser la más multitudinaria (hubo personas sentadas en los pasillos y asomadas por las ventanas) pese a que todas lo fueron, y que ninguno de los que estuvimos ahí podía imaginar que once días después de ese 11 de abril el poeta moriría en un hospital de Viña del Mar. Recuerdo también que ese día, después de haber pasado a buscar a Jorge Teillier a su casa en Santiago, llegamos con casi una hora de antelación al lugar de la lectura y que, sin saber muy bien qué hacer, pasamos ese tiempo en la biblioteca de la Universidad, entre los anaqueles, elucubrando fantasías acerca de la posibilidad de que los lectores dejasen mensajes cifrados a sus posibles amantes entre las páginas de los libros.

Así, pues, aunque no pueda asegurarlo completamente, es muy probable que este sea el último registro de una aparición pública de Jorge Teillier. Y, de ser así, resulta evidente que su principal interés radica entonces en su valor documental, en su carácter único e irrepetible. Pero, además, existen otros factores que contribuyen a que este registro tenga algo de aurático: el paulatino agotamiento de la voz del poeta, que se hace cada vez más confusa e imperceptible hasta llegar a la última respuesta cuyo final parece sumamente abrupto (en este sentido, la lectura del poema «Pequeña confesión» marca claramente un clímax en el tono de la lectura), y la complicidad de un auditorio sumamente joven (e incluso, diría, a la distancia, la candidez de algunas de sus preguntas a las que el poeta accede cortésmente). Y es que la sola presencia de Jorge Teillier estaba muy cerca de producir una suerte de efecto encantatorio entre quienes lo escuchaban. Efecto que ahora confirmo, más de diez años después, cuando al buscar impresiones de quienes hubiesen estado presentes, me encuentro con alguna que interpreta el sueño que relata el poeta como una suerte de premonición de lo que sucedería. Por mi parte, me quedo con el recuerdo del último poema leído esa tarde, «Qué historia es esta y cuál es su final», de un desgarramiento intensísimo sólo matizado por ser una adaptación de Serguéi Esenin, o bien, con la estrofa que dice: «No fue el helado viento / quien marchitó las ramas. / Quien marchitó las ramas / fui yo, que les conté mis sueños».

Pero, por otra parte, me parece que este registro también puede contribuir a iluminar algunos aspectos de la obra y de la personalidad del poeta en su última etapa. Pienso, por ejemplo, en la disolución de aquello que todavía se suele leer como una antítesis entre los espacios de la ciudad y del campo, y que aquí se revela más problemáticamente como una suerte de quiasmo, un entrecruzamiento que busca lo rural en lo urbano y viceversa; o bien, la paradoja que implica la consideración del poeta con respecto al prójimo en el marco de una poesía que se define al mismo tiempo como acto solidario, como si la antipatía y el distanciamiento constituyesen también una forma de socialización, sin duda, la más trágica. Otro aspecto importante me parece que es, a la par del agotamiento del que hablaba antes, la lucidez y la ironía que el poeta conserva hasta el final, tal como se aprecia en su descripción de los pasajeros del metro, en la narración de uno de sus viajes (“los mejores viajes son los que no he hecho”), en el “tengo demasiadas cosas que no hacer” con que responde a la posibilidad de hacerse cargo de un grupo de jóvenes, y en la boutade de referirse al Golpe militar como “pronunciamiento”. Asimismo, otro tanto se podría decir de la posibilidad de leer la respuesta en torno a Enrique Lihn como una suerte de espejo que de alguna manera refleja también algo del propio Jorge Teillier.

Lo que sigue es la transcripción literal –hasta donde esto resulta posible– de lo que se escucha en una de esas cintas de grabación que alguna vez parecieron modernas, pero que hoy se encuentran en estado de extinción y que bien podrían configurar, muy teillerianamente, un objeto de deseo. Sólo se ha intervenido textualmente cuando la oralidad se alejaba demasiado de lo gramatical y, en una ocasión, se ha eliminado una pregunta que no se escuchaba completa a causa del término de un lado de la cinta. No se han transcrito todos los textos que el poeta decidió leer, salvo «Pequeña confesión», leído a petición de un estudiante que lo llevaba consigo (de ahí el “ha sido descubierto” del poeta), que por otra parte es el único poema “antiguo” de la jornada aunque inquietantemente afín con el tono de los otros, la mayoría inéditos hasta entonces y publicados póstumamente[1]. También se han introducido algunas notas al pie de página –no muchas– cuando se ha estimado que Jorge Teillier aludía a asuntos o circunstancias que podían resultar desconocidas para el lector.

Inicié esta nota aludiendo a un ciclo de lecturas organizado por estudiantes de literatura. Cabe decir que esa iniciativa habría sido imposible sin la colaboración de Erwin Díaz, en ese entonces a cargo de una magnífica librería en el Barrio Bellavista de Santiago, quien nos facilitó la tarea de contactar a los poetas, de Fernando Pérez Villalón, amigo, lector, y escritor entrañable, con quien en ese entonces dirigíamos una revista que queríamos excepcional, pero de muy escasa difusión y casi imposible de encontrar hoy, que recogió en parte la experiencia de ese ciclo de lecturas, y de las autoridades de la Facultad de Letras de la Universidad, quienes nos permitieron utilizar sus instalaciones.

Madrid, primavera de 2009.


Pregunta: Hay un libro, una compilación suya, una antología, en que se fija en un detalle, en un poema suyo, que es más bien un manifiesto, o la idea que tiene usted de la poesía, de la poesía de las cosas simples, de la poesía de lo cotidiano, de más bien vivir en lo poético. La pregunta es cómo relaciona usted ese sentido de la poesía, ese sentido vital de la poesía, con lo de cada día, cómo es eso de vivir poéticamente.
Jorge Teillier: No hay que creerme mucho porque para mantenerme en forma miento por lo menos dos veces al día. Además los poetas cuando teorizan siempre se equivocan. Pero creo que un poeta o alguien que trata de ser poeta debe ser acorde con una manera de ver el mundo, con una manera de ver el mundo en un sentido científico de verdad. Como decía –guardando mucho la distancia– Einstein decía que no hubiese querido inventar la bomba atómica si hubiera sabido lo que hubiese pasado. Un poeta puede causar muchos estragos y también mucha satisfacción a sí mismo, pero también debe tener una actitud que esté un poco al margen de lo que es la mayoría de la gente. No es que se ponga al margen ni que sea marginado, sino que simplemente busque su propia verdad a través del uso de la palabra, a través del amor al prójimo –o del odio a cierto prójimo– y tener siempre la certeza de que va a decir una palabra verdadera. Como decía Antonio Machado, un poema no es más que unas pocas palabras verdaderas.

Me sorprendió un poco que uno siempre piensa que su poesía nace de la tensión entre la ciudad y el campo, lo urbano y lo rural, y ahora en un poema que leyó dice que le da lo mismo. ¿Hay una evolución o ha cambiado en eso?
— Vivo la mitad de la vida en el campo y la mitad de la vida en la ciudad, o sea que tal vez escribí eso en el campo echando de menos la ciudad, y en la ciudad lo escribiría al revés. Yo creo que no se oponen la ciudad y el campo. El campo tiene mucho de ciudad actualmente, gracias a todos los avances técnicos. En el campo prácticamente la televisión lo ha invadido todo, y para qué decir la radio, y en las ciudades hay que buscar los pequeños rincones campesinos. O sea que uno puede vivir perfectamente en ambos ámbitos sin que haya una contradicción como la que había hace cuarenta o cincuenta años atrás.

¿Cómo ve Santiago como ciudad?
— Creo que Santiago no es una ciudad sino un conjunto de ciudades. En mi parecer, aunque hay lugares que no conozco pese a que vivo desde el año 1953 aquí. Este lugar lo conocí cuando era una especie de frontera o de far west el año 1953. Es una ciudad por la que cuesta mucho desplazarse. El único lugar que a mí me gusta es el metro porque todo el mundo tiene cara de verdad: tienen cara de aburridos… son personajes todos. Yo creo que uno puede elegir un buen vecindario en Santiago, si tienen suerte. Hay que transformar Santiago, se me ocurre a mí sin ser urbanista, en pequeñas ciudades, pequeños centros donde haya consciencia de barrio y donde se acceda fácilmente a lugares culturales, a lugares económicos, los colegios… Un poco como es en París, aunque no he estado mucho en París, pero… quien se siente en un barrio en una ciudad no echa de menos otro, entonces la ciudad ya no es tan grande, no es el monstruo de devora.

¿Le podría pedir que leyera un poema que aparece en un libro que tengo aquí, que se llama «Pequeña Confesión»?
— ¿Lo tienes ahí? ¿Seguro que es mío? … Ha sido descubierto. «Pequeña Confesión» es un homenaje al poeta ruso Serguéi Esenin. Uno de los grandes poetas rusos junto a Pasternak y Maiakovski, que se suicidó a los 30 años en 1925 en el Hotel de Anglaterre. Famoso porque era un poeta campesino, con una vida muy original, de mucho éxito, y a mí me encantaban sus poemas. Se casó con Isadora Duncan que lo llevó a EEUU y después lo trajo de vuelta al poco tiempo. En el fondo es un homenaje que empieza con un poema de él y termina con un… «Pequeña Confesión»:

Sí, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones.
Me amaron las doncellas y preferí a las putas.
Tal vez nunca debiera haber dejado
el país de techos de zinc y cercos de madera.

En medio del camino de la vida
vago por las afueras del pueblo
y ni siquiera aquí se oyen las carretas
cuya música he amado desde niño.

Desperté con ganas de hacer un testamento
-ese deseo que le viene a todo el mundo-
pero preferí mirar una pistola
la única amiga que no nos abandona.

Todo lo que se diga de mí es verdadero
y la verdad es que no me importa mucho.
Me importa soñar con caminos de barro
y gastar mis codos en todos los mesones.

“Es mejor morir de vino que de tedio”
sin pensar que pueda haber nuevas cosechas.
Da lo mismo que las amadas vayan de mano en mano
cuando se gastan los codos en todos los mesones.
Tal vez nunca debí salir del pueblo
donde cualquiera puede ser mi amigo.
Donde crecen mis iniciales grabadas
en el árbol de la tumba de mi hermana.

El aire de la mañana es siempre nuevo
y lo saludo como a un viejo conocido
pero aunque sea un boxeador golpeado
voy a dar mis últimas peleas.

Y con el orgullo de siempre
digo que las amadas pueden ir de mano en mano
pues siempre fue mío el primer vino que ofrecieron
y yo gasto mis codos en todos los mesones.

Como de costumbre volveré a la ciudad
escuchando un perdido rechinar de carretas
y soñaré techos de zinc y cercos de madera
mientras gasto mis codos en todos los mesones.

¿Jorge Teillier se cansa de leer sus poemas?
— No sólo me canso de leerlos sino que me canso de escribirlos, lo que es peor todavía. Cada vez escribo menos.

¿En qué cree hoy día y de qué desconfía con respecto al mundo o a la sociedad?
— Desconfío de mí y creo en todo el mundo.

Sobre el poema «Despedida»[2], poema escrito por usted cuando era muy joven, ¿A qué se debe esta despedida? ¿Es una despedida simbólica? ¿Tan prematura, quizá?
— Es un poema bastante recurrente. Yo creo que es una despedida a una manera de vivir. Una despedida al pueblo que se iba a ir. Uno nunca se transforma de manera muy consciente. Este poema fue escrito el año ‘62 y luego tuve que cambiarlo, iban a cambiar las personas, iba a cambiar la naturaleza, iba a llegar el mecanicismo, iba a cambiar yo mismo, entonces, me despedí de mí mismo en el fondo, dejando un testimonio de cómo había sido. Creo que eso era todo.

¿Coincide con la interpretación o la crítica que se ha hecho a su poesía? ¿Está de acuerdo con ella?
— Si me critican bien, me siento mal; si me critican mal, me siento bien porque ven mis defectos. Cuando exaltan mi ego –como dicen los del Grupo Arica– me siento mal… No, no hay críticas positivas ni negativas, hay buenos lectores o malos lectores. Yo he aprendido mucho de algunos críticos –unos ya han muerto– como Teófilo Cid, que curiosamente dijo que yo era un poeta de la celebración, no un poeta pesimista… Ricardo Latcham, que era un gran poeta, Alone también, pese a todas las dificultades en su manera de ser, ser un crítico mercuriano[3], reaccionario, pero tenía muy buen gusto poético. Por lo menos descubrió a la Gabriela Mistral y a Pablo Neruda antes que nadie, lo que no deja de ser. Creo que toda crítica es positiva siempre que no sea de mala leche –como dicen los venezolanos-. Hace bien toda crítica, uno siempre aprende algo. Y a mí me ha ido relativamente bien, por lo menos han conseguido que se vendan algunos de mis libros como me consta verlo hoy día.

¿Es usted autocrítico con sus poemas?
— No me gusta ser autocrítico, porque la autocrítica destruye mucho… uno puede quedar paralizado. Prefiero a la gente que no es autocrítica como era Pablo de Rokha que publicaba todo lo que escribía. Pero tengo dentro de mí un mal duende que me lleva a autocriticarme mucho y a escribir poco. O sea, cuando escribo no me cuesta mucho, pero ponerme a escribir ya es un acto que tengo que superar. Si voy a escribir algo tengo que superar el para qué, por qué lo hago, qué ocurre… Lo mejor sería hacer todo espontáneo, pero no todo el mundo es espontáneo.

Hay un libro que usted publicó junto a Armando Roa donde habla de la visión que tienen ciertos escritores sobre Chile no estando en Chile. ¿Cuál fue la idea de ese libro?[4]
— La idea fue un poco lúdica, ¿no?, es decir, tal vez la gente se imagina Chile mejor de lo que es este país tal como lo pensamos nosotros. Así con Blaise Cendrars, Julio Verne, Salgari, Melville, entre otros, quisimos ver cómo la gente que nunca ha podido pisar este país tiene una visión de un país más verdadero que lo que estamos viviendo nosotros desde los comienzos de siglo. Creo que es un libro bien hecho, nos detuvimos bastante en hacerlo… es muy pintoresco. Ahí aparece el primer santo chileno que es el sacristán volador, Fray Andresito, que le prohibieron hacer milagros porque detuvo a una modelo que se había caído desde la catedral de Santa Ana y los curas se pusieron celosos, entonces le prohibieron hacer más milagros.

¿Nos podría narrar alguna anécdota literaria ocurrida en alguno de sus viajes?
— Los mejores viajes son los que no he hecho. Siempre he quedado tan arrepentido que después me digo mejor no vayas. No…, me acuerdo de un viaje a Panamá, que ese me gustó porque estaba un día domingo muy aburrido y llamé al ministro de Cultura de Panamá, y le dije: “Oye, chico” (allá todos se tratan en diminutivo), “estoy muy aburrido y no sé qué hacer. Quiero hacer el viaje por la corriente de Panamá a Colón”, –que es un viaje muy lindo a lo largo del Canal–. Pero, me dijo: “No vayas solo, te voy a enviar a un poeta para que te acompañe”. “¿Qué poeta? –le dije– “mándame a César Jung”. “Inmediatamente” –me dijo–. Y llegó César Jung, que era muy chiquitito, gordo, entre chino y negro. “Vamos corriendo”–me dijo– “porque el tren parte a las 9 exactas y estos ingleses maniáticos parten siempre a la hora”. Llegamos con 5 minutos de atraso. “¿No ves” –me dijo– “tenía razón yo. Pero vamos a caminar un poco por Panamá antes de que salga el próximo tren”. “Claro” –le digo yo– “no hay problema” (pero habían 40 grados de calor), “tú eres mejor cicerone que yo”. Y pasamos frente a un edificio enorme. “¿Y ese edificio qué es?” –le dije-. “Debe ser un museo porque viene cualquiera” –me dijo–. “No te preocupes, es el instituto Smithsoniano que es el que tiene la mejor colección de plantas del mundo”. Después le pregunté: “¿En qué te ganas la vida?”. “Vendo seguros de vida y ya tengo tres infartos de tanto no poder vender seguros” –me dijo–. Era muy buen poeta además. Conocía mucho de poesía chilena. Me preguntó por Rolando Cárdenas, por Nicanor Parra, por Efraín Barquero… Total que terminamos almorzando juntos y puso un wurlitzer y empezó a bailar como malo de la cabeza y se desmayó… Era mi cicerone…

¿Cómo se define usted? Sin ser autocrítico, sólo como una observación.
— ¿Cómo político? No… depende del día, a veces me siento orgulloso de haber escrito y otros días me arrepiento totalmente… no salgo de la cama en dos días. Pero en general me gustan mis poemas… no todos, una docena. Creo que con eso basta, ¿no?

En la poesía chilena más actual ya no hay esos grandes soles que eclipsaban a los poetas restantes, como era un Neruda o un Huidobro, pero en la poesía posterior veo a dos poetas que han emergido por sobre los demás, que es el caso suyo y de Enrique Lihn, que también tiene muchos lectores jóvenes. Usted lo conoció, ¿qué nos puede decir de su relación con Enrique Lihn y de su poesía?
— Lihn nació en 1929, era un poco mayor que yo. Un poeta que era pintor además, estudió Bellas Artes. Tuvimos algunas diferencias, pero terminamos muy amigos. Un hombre de mucho talento, de una poesía que me gusta hasta La Pieza oscura. Es lo que más me gusta de Lihn, lo demás es un poco abstracto, demasiado calibrado, no le dejaba mucho espacio a la espontaneidad, a mi juicio. No es un defecto, pero es otra línea. Y creo que efectivamente pagó un poco con su vida su obra, porque era una persona que vivía intensamente todo lo que hacía. Sufría demasiado… pese a que le iba bien, eso no tiene nada que ver. Hay gente a la que le va mal y puede vivir debajo del Mapocho y están felices y hay gente que nunca va a estar feliz… Pero Lihn es un poeta que realmente vale dentro de la poesía chilena, un aporte.

¿Cuándo Jorge Teillier empieza a escribir?
— ¿A escribir cartas? A los seis años, a una profesora. Yo estaba enamorado de ella. Nunca me atreví a mandárselas. Poesía, como a los 7, muy malas… y a los 14 eran peores. En verdad eran buenas a los 17. Es que en mi colegio casi todos escribían. Vi una antología de poetas de Angol donde aparecen 84 poetas. De Angol… imagínense. En La Ligua donde yo vivo hay 3 poetas y tiene 20.000 habitantes igual que Angol. Continué escribiendo después de los 17. Gané un concurso de Cantos a la Reina de la Primavera que siempre había todos los años… le mandé un mensaje a la reina a través de El Mercurio, pero no me ha contestado todavía… menos mal. Y, luego, llegué a Santiago, publiqué el año 1956 mi primer libro[5] y he seguido escribiendo en forma constante… no como profesión, estudié Historia y Geografía… y un poco de pornografía, a veces… además de Scherezade. También traduzco bastante. Una buena tarea para un poeta es traducir, saber idiomas.

¿Por dónde le gustaría caminar ahora?
—En este momento me gustaría caminar por este parque[6] . Y el campo, en el sur me gusta, siempre que no llueva demasiado. Por Lautaro, Villarrica… Las calles del otoño también, por el Parque Forestal, a veces.

A su juicio, ¿qué elementos debiera tener un buen poema?
— Eso es como preguntarle a un cocinero qué elementos tiene que tener un buen plato. Depende del cocinero ¿no? Bueno, tiene que tener una cosa llamada verdad, que se note. La palabra se da cuenta cuándo el poeta miente. Cada una debe ser una palabra verdadera que uno haya usado alguna vez en sus conversaciones, no sacarla del diccionario. Después, cierto elemento rítmico que llegue al oído. Y después, un agudo rechazo por el prójimo, pero siempre un acercamiento al prójimo. También un elemento mágico para que el prójimo no se dé cuenta.

¿Cuál es su función como poeta?
—Difícil pregunta, ¿no? En general, el poeta es estimado como una persona inútil y que está demás en esta sociedad. Mi función es leer poesía, que me lean, dar un poquito de felicidad, un poco de angustia también ¿por qué no?, y un poco de sorprender a la gente, enseñar a la gente a que se vea a sí misma más de lo que se ve en la vida cotidiana leyendo el diario. Darle noticias de ninguna parte en vez de noticias del mundo. Dar un elemento sorpresa que despierte algo que hay adentro de lo que el lector no se da cuenta y que está ahí para que lo lea el poeta, una comunicación.

¿Te gustan este tipo de cosas, juntarte con jóvenes, conversar con ellos?
— Me dan bastante miedo.

¿No te sientes cómodo o te sientes exigido?
—No, en absoluto.

¿Te gustaría o te han ofrecido alguna vez estar a cargo de un grupo de jóvenes? Te lo pregunto, porque yo estuve en una clase que impartía Enrique Lihn sobre las utopías.
—No, nadie ha tenido tal gratuidad. No sé todavía, tengo demasiadas cosas que no hacer como para hacer algo como eso.

¿Es la poesía un acto solidario?
—Yo creo que sí, por algo estamos reunidos todos, ¿no? Es lo más solidario del mundo. Además que es tan inaccesible que cuando se hace accesible ya uno es parte de la sociedad de los poetas muertos. ¿Vieron esa película? Es bien importante esa película.

¿Qué sueña Jorge Teillier?
—¿Cuándo? ¿Anoche?… Espérame un segundo, deja ver si es repetible o no. Soñé que estaba en una ciudad destruida, en un laberinto de murallas de adobe, no podía salir. Fue bien angustioso. Siempre sueño con laberintos. Soy imitador de Borges. Y de repente aparecía una muchacha de blanco, muy rubia y muy joven, con cabellos largos, que me decía: “tócame la mano y vas a salir de aquí”. Yo le decía: “no puedo”. “Sí, sí puedes” –me dijo–. Yo le toqué la mano, caían todos los muros y ella desaparecía… y había un bote esperándome. Eso era todo. Me sentía liberado.

Usted escribe en verso libre, ¿qué papel desempeña la rima en eso? Es decir, ¿usted trabaja contra la rima o trata de adaptarse a ella?
— Yo, cuando estudiaba Humanidades, que se llamaban así, me enseñaban rima, un año. Así que aprendí a escribir sonetos, odas, pero las fui dejando porque en Chile reinaba el verso libre, nuestros grandes poetas eran todos de verso libre, aunque Neruda también tiene Cien sonetos de amor, por ejemplo, pero yo creo que la rima te construye un poco, es mejor tener un oído de uno, tener un ritmo propio. Aunque depende de la cultura, si has nacido en una cultura de la rima. El primer poeta español que escribe en verso libre es León Felipe en 1910, más o menos. Machado no escribía en verso libre. Descubrieron que es más fácil. El verso libre nace en Francia con Rimbaud en 1888, entonces se ponen las palabras en libertad, como se dice. Las palabras no tienen por qué estar encajonadas, tienen que ser de acuerdo a lo que tú estás dictando, a lo que vas oyendo. Yo creo que esa es la diferencia entre el verso libre y el verso rimado. Aunque no hay necesariamente oposición.

¿Cuáles son sus autores favoritos?
—En estos momentos, porque uno siempre cambia… En estos momentos son los que leí cuando niño. Me gusta Andersen, autor de cuentos danés, Knut Hamsun, novelista noruego, Esenin, poeta ruso, leí un homenaje a él, Brodsky, me llegó recién una antología de este poeta ruso, Selma Lagerlöf, autora sueca de principios de siglo, Hemingway, no todo, Ray Bradbury, autor de ciencia ficción… En fin, son incontables.

¿De qué manera influyó el Golpe de estado militar en su obra?
— El golpe militar, o “pronunciamiento”, por si acaso hay algún alma sensible… El golpe me afectó anímicamente porque mi padre, entre otras cosas, fue condenado a muerte, pero logró huir. Mis hijos estuvieron en el exilio. La mayor parte de mis amigos tuvieron que partir al extranjero o quedaron cesantes… Yo me quedé en Chile, en una atmósfera bastante pesada. No me persiguieron, pero se sentía en el aire que era otra respiración que la de los años ‘60. Pero en mi poesía no influyó mayormente. Hay un poema que tengo en que hablo de esa etapa. Te podría responder con eso. Aquí fue muy duro para la universidad también. Yo estaba en la universidad y reemplazaron al rector Boeninger, que era un rector muy mal mirado por la Unidad Popular, que en realidad era un humanista… y cambiado después por un instructor militar. La cosa en total fue un cambio de sistema, muy restrictivo… Pero estamos saliendo adelante, ¿no?

¿Cuál es la distancia o la diferencia que ve usted entre la palabra espontaneidad y creación, o entre los conceptos de espontaneidad y creación?
—Yo creo que no se contraponen, que la espontaneidad lleva a la creación. Como lo hacía muy bien Jack Kerouac, que habla a raíz de eso –un poeta norteamericano, más bien un novelista– un beatnik, que escribía espontáneamente, que para no perder la continuidad de su pensamiento escribía en rollos de papel de sumar, puesto en la máquina, y después entonces cortaba no más. En 11 días escribía una novela y después 20 días se demoraba en tarjarla: tenía una novela nueva. Entonces, no se puede partir de lo antiespontáneo. Incluso Truman Capote, que todos tratan de antiespontáneo –un novelista norteamericano, muy bueno– es un tipo que usa el lenguaje coloquial, el lenguaje de los negros, el lenguaje cotidiano.

¿Se siente parte de una generación determinada? Y de ser así, ¿qué comparte con esa generación?
—Desconfío un poco de que me archiven dentro de las generaciones. Algunos dicen que soy del ‘50, pero no comparto mucho con ellos. Yo llegué a Santiago cuando ya estaban lanzados con la Antología del Nuevo Cuento Chileno[7]. Además, era un invento publicitario de Lafourcade, que se las trae muy bien para sacar… mi amigo Lafourcade, por lo demás. Él inventó la generación del ‘50, donde apareció Pepe Donoso, Giaconi… y él mismo no se incluyó en la primera edición. En la segunda, sí… ahí perdió la vergüenza. Yo era amigo de ellos, pero creo que no soy de ninguna generación. Me siento más afín con Pezoa Véliz[8] de repente que con mis compañeros.

¿Qué es lo que más lo satisface?
—Una pregunta un poco indiscreta… Hacerle cariño a mi gato rubio, eso es lo que más me satisface. Que él me lea y que no me muerda cada vez que le leo un poema.

¿En qué sentido lo ha marcado el localismo?
—El localismo no me marca para nada. Pero yo nací en un ambiente semirrural en Lautaro. Lleno de molinos, de trigo, de mapuches, de ríos, un ambiente muy natural, de colonos. Yo oía hablar en francés en las calles, en inglés, y eso marca mucho porque eran pueblos recién fundados casi… sin mucha tradición como los santiaguinos. En cambio, los pueblos como La Ligua tienen una tradición ya, que para Chile es mucho, de 200 años, es otro tipo de gente. Era más libre la gente entre el Bío-Bío y el Toltén.

¿Hay algún autor joven que le guste?
—Me han hablado mucho de los nuevos novelistas, pero no he leído a ninguno, excepto a Darío Osses, El Viaducto del Malleco, que me pareció bastante bien. Y los poetas jóvenes de 26 años, Pancho Véjar, Lorenzo Peirano, una muchacha que se llama Alicia Salinas, también Tomás Harris tiene algunas cosas… Aunque no son de mi primera lectura, pero los conozco a casi todos.

¿Encuentra usted que Chile es un país de poetas o sólo es una marca?
—Creo que sí es un país con una gran poesía, tanto como lo es Nicaragua, lo es Venezuela. Lo que pasa es que tenemos poca comunicación y la suerte de tener dos premios Nobel. Nuestra visión poética viene nada menos que de Alonso de Ercilla y Pedro de Oña. Viene de hace 400 años, y el Purén Indómito de 1600 y tantos… uno puede nombrar además a Cervantes y El Quijote. Todo eso se vino dando en una tradición que se quebró en el siglo XVIII pero que volvió muy bien en el siglo XIX. Creo que hay una continuidad poética, más que en otros países. Un sello del poeta chileno. Claro que no podemos olvidarnos de César Vallejo, de López Velarde, León de Greiff en Colombia, Oliverio Girondo en Argentina. Pero creo que los chilenos tienen una buena marca –como dicen los deportistas– poética. Además, casi todo chileno tiene en su mochila el morral de la poesía, como los soldados de Napoleón llevaban el morral de general en su bolso.

Santiago de Chile, 11 de abril de 1996.



* * *

NOTAS

[1] «Un hombre solo en una casa sola», «Antes del desorden», «Cuando yo no era poeta» (El Molino y la Higuera, 1993), «No fue el helado viento», «Viendo Casablanca donde Lorenzo Peirano» (En el mudo corazón del bosque, 1997), «Germán Arestizábal pide que recen por él» (Hotel Nube, 1996, recogido como inédito en la antología Los Dominios Perdidos, 1992), «Carta a un cura rural» (En el mudo corazón del bosque), «Qué historia es esta y cuál es su final» (Hotel Nube), «Pequeña confesión» (Para un pueblo fantasma, 1978).

[2] En El árbol de la memoria (Imprenta Arancibia Hnos., Santiago de Chile, 1961), Premio Gabriela Mistral y Premio Municipal de Poesía.

[3] Se refiere al periódico chileno El Mercurio, fundado en 1900, de tendencia conservadora y circulación nacional, y que es considerado como el más influyente del país.

[4] La invención de Chile (Ed. Universitaria, Santiago de Chile, 1993), editado por Jorge Teillier junto al abogado, traductor y poeta Armando Roa Vial, es una selección de más de treinta relatos, fragmentos, poemas y cartas de escritores tan diversos como Adalbert von Chamisso, Bertold Brecht, André Breton, Lope de Vega y Ezra Pound, entre muchos otros. Se trata, como afirma Teillier en el prólogo, de «saber qué imagen tienen de Chile los escritores que nunca han estado en Chile, un Chile creado por referencias librescas, por misteriosa empatía, por ser el lugar del confín del mundo, por la magia misma con que suena su nombre al oído extranjero». En este sentido, el volumen se inscribe en la línea de una suerte de fundación mítica de la nación a la vez que constituye un índice de las preferencias literarias y de la inclinación por la historia de Teillier. En la respuesta del poeta, la referencia a Fray Andresito alude a un relato de Blaise Cendrars titulado, precisamente, «El Sacristán volador».

[5] Para Ángeles y Gorriones, Ediciones Puelche, Santiago de Chile, 1956.

[6] Se refiere al patio central del Campus Oriente de la Pontificia Universidad Católica de Chile en Santiago, antiguo convento y colegio de las Monjas Francesas, donde en ese entonces se encontraba la Facultad de Letras, en cuyo Paraninfo acristalado se realizó esta lectura.

[7] La Antología del Nuevo Cuento Chileno (Ed. Zig-Zag, Santiago de Chile, 1954), con selección, prólogo y notas del escritor Enrique Lafourcade, fue una publicación de carácter programático que describía polémicamente a la llamada “nueva generación” como individualista, hermética y cosmopolita, desentendida de mensajes y reivindicaciones políticas, y deshumanizada. Además de José Donoso y Claudio Giaconi, citados por Teillier, se contaban en ella Guillermo Blanco, Jorge Edwards, Fernando Emmerich, Eugenio Guzmán, Luis Alberto Heiremans, Enrique Lihn y Alberto Rubio, entre otros.

[8] Carlos Pezoa Véliz (Santiago de Chile, 18791908) es considerado tradicionalmente como uno de los poetas chilenos más destacados de comienzos del siglo XX. Publicados principalmente en periódicos y revistas, sus poemas sólo aparecieron reunidos en un volumen de manera póstuma en 1911 con el título Alma chilena. Su mención por parte de Teillier constituye una toma de partido a favor de una tradición poética inactual, en claro contraste con el encasillamiento generacional y con el cosmopolitismo propuesto por Lafourcade.



 



 

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“No fue el helado viento”: últimas palabras de Jorge Teillier
Por Rodrigo Cordero Cortés
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