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Fotosíntesis chilena
Una escena y una trama

Joaquín Trujillo Silva
En Actuel Marx Intervenciones
Nº 14, La condición antiintelectual
2013



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 “Hai todavía un gran número de individuos que no se atreven a decirlo en alta voz ni mui a las claras, porque tienen cierto respeto a las ideas dominantes, pero que en el fondo de su alma tal vez sin darse a sí mismos una cuenta bien precisa de su pensamiento, querrían ardientemente cerrar todas las escuelas, destruir todos los colejios, arruinar todas las universidades i academias, quemar todos los libros, despedazar todas las imprentas, aniquilar los cuadros de pintura, destrozar las estatuas, hacer olvidar las ciencias i las artes.”

Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui, De la instrucción primaria en Chile. 1856.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde antiguo hay una gruesa tradición antiintelectual en los focos textuales de la región euroasiática. Si hubiese que buscar un hito, Las Nubes de Aristófanes, podría decirse, inaugura los grandes tópicos de esta desconfianza en los vicios y desvaríos de las actividades de la mente. Si bien las tesis de Aristófanes contra la filosofía, las ciencias y especialmente contra la persona de Sócrates en Las Nubes parecen haber sucumbido bajo el pesado trasatlántico de Platón, precisamente aquellas tesis, por rudimentarias que resulten, hacen tanta gracia todavía hoy debido a que su antivigencia está de alguna manera vigente. Esto, en claro contraste con la opinión de Elias Canetti, quien sostenía en sus memorias: “una sorprendente idea central origina y preside cada una de sus comedias (…), esas ideas desaparecieron también con ellas”[1].
Es más, muy en general la Comedia griega y la latina fueron —como ha dicho George Steiner— sublimes y a la vez grotescas[2]. Ellas no se tomaron en serio las ceñidas y excluyentes lógicas de la tragedia.
En 1889, Miguel Luis Amunátegui Reyes, gramático, hijo ciego del historiador  Gregorio Víctor —cuya advertencia hemos citado en el epígrafe— escribía contra aquellas palabras “ambiguas” (“alma, espíritu, cuerpo, materia, sensación”) que cimentaban, según él, grandes sistemas sin asidero en la realidad. Decía en Borrones gramaticales: “Están apoyados esclusivamente en neolojismos, como las utopías en nubes.”[3] ¿Pero de dónde procedían estas “nubes”?
El antiintelectualismo en Chile —también en otros lugares— no ha sido un discurso ajeno a los intelectuales. Más bien ha sido un típico discurso intelectual chileno, si entendemos intelectual en un sentido tan amplio como, de momento, equívoco.
Bajo el escrutinio de distintos ojos, el buen tono antiintelectual ha hecho de sí una sensata manera de ser, de postularse frente a las disonancias de la Ilustración. Y no cualquier Ilustración.
La Ilustración que también puede llamarse “Aclaración” con el alemán Aufklärung, en Chile ha tendido a darse como mera “Declaración” e incluso “Declamación”. Y a esa tendencia a reconducir la inteligencia a la Declaración ha subyacido una monocorde convicción: aquella según la cual solamente la declaración puede luchar (es idónea en cl campo de batalla) contra las declaraciones de los antagonistas; lo cual no necesariamente debe hacernos pensar que ha servido únicamente a cierta política, que es la esfera donde las cosas tienden a obedecer a esas metáforas bélicas o teatrales.
La Ilustración en Chile, por ello, parece un cruce de luces reflejadas sobre opacos espejos nacionales. Luces de segunda o tercera reflexión.
Sin embargo, esta noción que adelanto para efectos de llamar la atención, requiere ciento un incisos y especialmente precisa de un esbozo de genealogía. A ese esbozo invita esta comunicación.

2. Para lo anterior, los invito a presenciar una escena para después recorrer una trama.

2.1. Una Escena, que aparentemente no es un motivo propiamente chileno. En la tarde del jueves 18 de octubre de 1827, Hegel llega a la casa de Goethe para tomar el té. La conversación es presenciada por Eckermann, que fue la forma en que quedó grabada en la paquidérmica memoria del autor de Las conversaciones con Goethe, obra que la recuerda en su tercer libro. Estaba también presente Zelter en aquella reunión.
Como dice Eckermann, Goethe sentía por Hegel “un gran afecto, por mucho que algunos de los frutos que brotaban de su filosofía no acaben de ser de su agrado”[4]. Esta metáfora, que trata a Hegel como si hubiera sido un árbol cuyos frutos cataba el ponderado Goethe dejándoles un amargo sabor en la boca y en la lengua, dice tanto como también dice la siguiente conversación que anotó Eckermann y que yo me atrevo a transcribir, a fin de tenerla a la vista. La conversación se centró en “la esencia de la dialéctica”[5]:

—En el fondo, no es más que el espíritu de contradicción, regulado y metódicamente articulado, que reside en todo ser humano—aclaró Hegel—y que demuestra ser un valioso don para distinguir lo verdadero de lo falso.
—¡Si no fuera porque muchas veces se abusa de tales artes y habilidades intelectuales empleándolas para hacer verdadero lo falso y falso lo verdadero!—replicó Goethe.
—Efectivamente, este tipo de cosas pasan—admitió Hegel—, pero solo recurren a ella los enfermos de espíritu.
—En ese caso, rompo una lanza a favor del estudio de la naturaleza, que no permite contraer semejante enfermedad—repuso Goethe—. Pues en la naturaleza nos enfrentamos con la verdad infinita y eterna, que rechazará en seguida a todo aquel que no obre de forma absolutamente pura y honesta en la observación y el tratamiento de su objeto de estudio. Es más, estoy convencido que más de un enfermo dialéctico podría encontrar una benefactora curación en el estudio de la naturaleza.[6]

¿Qué es lo que dice? Para nuestros efectos ilustra la escena de un diálogo posible. En este diálogo posible, anotado por Eckermann, en el cual Goethe las hace de Sócrates, Hegel se muestra componedor. Allí donde Goethe afirma su postura—que Hegel conocía hace tiempo—Hegel, por su parte, solo se remonta a su tesis y le da una defensa aparentemente ligera; la propia de una conversación donde nada se define, excepto el humor de Goethe para el resto de la velada.
Este no puede ser considerado un diálogo, en el sentido dialéctico. Es una conversación. Es decir, un episodio donde la lógica no está en juego. Hegel lo está entendiendo así. Goethe deja clara su posición—quizás para la posteridad, pues Eckermann no dejaba de grabar—disolviendo el diálogo posible en las aguas de su clarividencia natural. Quizás salte a la vista: esta es una escena del antiintelectualismo en el seno de la más alta cultura europea durante la primera mitad del siglo XIX.
La escena ha dado para muchas especulaciones. George Steiner en su enciclopédico ensayo Antígonas, la entiende como la tradicional posición de Goethe contraria a la interpretación novedosa que Hegel hizo de la figura de Creonte, en relación a la de Antígona; dialéctica de ambas figuras que Goethe rechazó. Para Goethe, Creonte era sólo un criminal no la expresión del Estado[7].
Pero, por ahora, no nos detengamos en esta interpretación de Steiner que parece la temática más obvia hacia la cual debe dirigirse esta escena del año 1827. Eludamos ese curso, deteniéndonos en las implicancias que esta escena tiene en las regiones de la naturaleza misma.

2.2. Una trama: Chile. 1842. Había recalado ya hace varios años una presencia muy foránea. Un venezolano, nacido en la Gran Colombia, poeta y filólogo. Un humanista sin título universitario que se había instalado en Londres gracias al auspicio del gobierno revolucionario de su país natal y que él correspondía con una agencia diplomática que duró diecinueve años y en la cual “siempre había tenido cargos subalternos”[8]. De amplísimos conocimientos (literatura, gramática, historia universal, filosofía física contemporánea, geografía, astronomía, derecho romano, civil, público e internacional), Andrés Bello debió oficiar de secretario de Diego Portales —un pequeño Metternich de escaso mundo, “cuyo mérito principal sin duda es el suprimir el caudillismo de los militares. El primer civilista de la historia patria”[9] (Norberto Pinilla)—, ocupar un escritorio en las dependencias de la naciente cancillería chilena, dedicando su tiempo a enmendar asuntos demasiado pedestres. Bello, una vez afirmado, pudo escalar hasta el rectorado de la recientemente instalada Universidad de Chile y posicionarse hasta legislar toda la ley civil con su puño y letra. Pero antes, tal el funcionario Goethe tuvo que abrirse espacio entre los poderosos de su medio, rebajándose muchas veces a fin de obliterar sus vulgaridades hacia dicciones menos desagradables. En la gran polémica europea y americana que entonces enfrentaba a neoclásicos y a románticos, Bello tomó partido, como Goethe, por los primeros; y en la criolla versión de dicha polémica a propósito de las innovaciones de la lengua castellana, acaecida en 1842, en las páginas de El Mercurio, reafirmó su primera postura. La posición de Bello, que dio ocasión a los fraseos del romántico Domingo Faustino Sarmiento —por entonces avecindado en Santiago— cuadró a muchos de sus discípulos, entre los cuales estaban los hermanos Amunátegui y la descendencia de aquellos hasta mediados del siglo XX.
Antes de proseguir, sin embargo, revisemos algunos puntos y momentos claves de esta disputa, asistiéndonos de los ensayos y trabajos recopilatorios que sobre este asunto produjo ese intelectual y bibliotecario chileno que fue Norberto Pinilla La polémica del romanticismo en 1842, La generación chilena de 1842 y La controversia filológica de 1842.

Cuando la publicación de “Ejercicios populares de lengua castellana”, que mostraba usos del diccionario y usos chilenos, se desató una polémica en la presa. Esta polémica puede resumirse en la cuestión acerca de la transformación de la lengua castellana. Mientras para aquellos que fueron caracterizados como románticos, esa transformación nacía del propio pueblo, para aquellos caracterizaos como clásicos o neoclásicos, esa transformación pasaba por el cedazo de los sabios. Esto último hacía necesario pensar la tarea de los gramáticos, asunto en que Andrés Bello se veía directamente implicado. Y sobre la tarea de los gramáticos, decía Bello:

Contra estos reclamos justamente los gramáticos, no como conservadores de tradiciones y rutinas, en expresión de los redactores, sino como custodios filósofos a quienes está encargado por útil convención de la sociedad fijar las palabras empleadas por la gente culta, y establecer su dependencia y coordinación en el discurso, de modo de que revele fielmente la expresión del pensamiento.[10]

Las razones de Bello estaban imbricadas en su concepto y filosofía de la historia europea. Bello veía la universalidad romana quebrada por los nacionalismos e incluso los localismos europeos. Esa irritabilidad descansaba, según él, en la diversidad de lenguas y de dialectos. Estos últimos tendían a multiplicarse si se dejaba la lengua en ojos de las miras aldeanas:

Si el estilo es el hombre, según Montaigne, ¿cómo podría permitirse al pueblo la formación a su antojo del lenguaje, resultando que cada cual vendría a tener el suyo, y concluiríamos con otra Babel? En las lenguas como en las leyes, es indispensable que haya un cuerpo de sabios, que así dicte las leyes convenientes a sus necesidades; como las del habla en que ha de expresarlas; y no sería menos ridículo confiar al pueblo la decisión de sus leyes, que autorizarle en la formación del idioma. En vano claman por esta libertad romántico-licenciosa del lenguaje, los que por prurito de novedad, o por eximirse del trabajo de estudiar su lengua, quisieran hablar y escribir a su discreción.”
Dice que en los pueblos cultos (Italia, Francia, España) la lengua es la misma del tiempo de Ariosto, Cervantes o Rousseau y Voltaire.[11]

Norberto Pinilla nos aclara en la nota número 1 que esta cita no pertenece a Montaigne sino a Buffon[12]. Sarmiento, por su parte, se había centrado en otros aspectos de la polémica que él mismo contraía a dilatar. Escribía Sarmiento:

Pareciera que en religión, historia y costumbres nacionales, hubiésemos de contentarnos con lo que la católica España nos diese de su propio caudal; pero desgraciadamente no es así. Los españoles de hoy traducen los escritos extranjeros que hablaban de su propio país, y nunca tuvieron en Religión un Bossuet, ni un Chateaubriand, ni un Lamennais. ¿Con qué motivo de interés real y de aplicación práctica a nuestras necesidades actuales, se quiere que vayan a exhumarse esas venerandas antiguallas del Padre Isla y Santa Teresa y Fray Luis de León y el de Granada, y todos esos modelos tan decantados que se proponen a  la juventud? ¿Para adquirir las formas? ¿Y quién suministrará el fondo de las ideas, la materia prima en que han de ensayarse?[13]

Sarmiento estaba auspiciando a los escritores franceses de ayer y hoy contra los españoles. Las referencias Bossuet y a Chateaubriand hablan de dicciones poéticas de la catolicidad, de exámenes que han debido experimentar las Guerras religiosas, uno, y la Revolución francesa, el otro. Los autores del siglo de Oro, a quienes los neoclásicos chilenos admiraban y citaban para ningunear a los del XVII y parte del XVIII en las letras castellanas, estaban desprovistos de contenido, de experiencia histórica reciente; eran mero estilo, según Sarmiento. El hecho que ambos franceses fuesen campeones del catolicismo nos adelanta una alianza estratégica, que ya indagaremos. En la referencia a Félicité Robert de Lamennais, en tanto, que había sido ya condenado por las encíclicas de 1832 y 1834, hay que ver un asunto separado. Hay una poderosa atracción entre el romanticismo americano y el cristianismo antijerárquico popular propuesto por Lamennais.
Pero para volver a las publicaciones de Sarmiento, decía más adelante: “Un idioma es expresión de las ideas de un pueblo y cuando un pueblo no vive de su propio pensamiento, cuando tiene que importar de ajenas fuentes el agua que ha de saciar su sed, entonces está condenado a recibirla con el limo y las arenas que arrastra en su curso (…) [14].
Sarmiento consideraba que el mismo Bello se había nutrido de experiencias gramaticales muy foráneas, como la Gramática de Port-Royal. Para él la lengua castellana estaba atrasada, sumida en una escasez de léxico contemporáneo; de ahí la necesidad de “injertar” modismos extraños [15].
Como se ve, la polémica sobre la porosidad del diccionario, la dignidad del dialecto, estaba asociada fuertemente a la querella de los neoclásicos y románticos. En defensa del Romanticismo, contra sus acusadores que escribían en el Semanario, decía Vicente Fidel López:

¿Ellos lo clasifican como extravagante, lo clasifican como un absurdo, lo clasifican como una locura brutal y que nada ha producido? Muy bien; aceptamos la conclusión con que nos hace comulgar su sacerdotal sabiduría, pero permítannos estos literatos un momento de reflexión y vamos haciendo conjeturas. “¿El es la locura?” Luego la Alemania que nunca ha sido clásica es un país de locos; luego Goethe, Kant, Schiller, Hegel son locos, son absurdos, son agentes inexplicables; luego toda la Europa que los ha mirado como grandes hombres está loca; luego el foco de la civilización está en Chile y el foco del atraso y de la demencia está en Europa. Muy bien: Vamos adelante con tan lindas consecuencias.[16]

Es bien impresionante que Hegel y Goethe hayan sido ahogados al interior de un mismo saco por los observadores chilenos de la debacle europea. Vicente Fidel López explicaba que la literatura es expresión de la sociedad y por lo tanto no puede esperarse de una sociedad distinta literatura propia de la romana clásica, literatura centrada en la clasicidad. Sostiene que tanto Inglaterra como Alemania son civilizaciones medievales (esto es, abandonan la barbarie durante la Edad Media), no románicas. Es decir, la oposición entre neoclasicismo y romanticismo puede mejor entenderse mediante la oposición entre romanismo y romanticismo, o mejor aún, Antigüedad o Medievalidad, Roma o Germania. En estas dicotomías civilizatorias, Chile tendrá que ubicarse donde apenas llega el influjo de Roma, es decir, en la gran Germania del mundo. Por eso, Chile es natural, es medieval, es germánico o anglosajón, y no es romano, no es clásico, no es ilustrado. No obedece a Racine. Sin embargo, la literatura romántica en Alemania, Inglaterra y Francia es “literatura de la restauración” (4 de agosto p. 69).
Ahora bien, Introduce además ciertas precauciones: “Cuando se organizó del todo la monarquía francesa, tan sencilla en sí, y tan fuerte, brotó a su lado como una planta indígena una literatura tan culta como la corte; tan sencilla en sus formas como la sociedad; tan erudita como los estudios universitarios; y en fin tan sometida a las conveniencias como la etiqueta; esta literatura cortesana fue el clasicismo. Más, la literatura llevaba en su seno fuertes principios que la separaron de la literatura antigua y la hacia moderna, en primer lugar, su carácter cristiano; en segundo, su carácter filosófico y revolucionario; en tercero, su tendencia caballeresca y aristocrática; en cuarto, su vida monárquica; en quinto, su ambiente espiritualista. He aquí el genio social del clasicismo francés bajo el reinado de Luis XIV; que ha sido su grande época, su gran palacio.”[17] (3 de agosto de 1842)
El neoclasicismo no será sino una sobrepuesta situación que adviene con Napoleón, quien “restablece” “todas las antiguas creencias y los antiguos hechos”[18] (4 de agosto 1842). Finalmente, nos dice López, el romanticismo es una síntesis de las tendencias civilizatorias de los pueblos del norte y los del mediodía. “ha servido en fin para moralizar y sociabilizar los resultados de la revolución francesa (4 de agosto, p. 71).

Pues bien, hasta ahora hemos revisado una versión de este asunto en el cual los “románticos” parecían” hablar desde una actualidad universal en Chile desfasada. Pero las investigaciones de Bello lo habían llevado lejos. En el prólogo a su Gramática de la lengua castellana, afirmaba:

Obedecen, sin duda, los signos del pensamiento a ciertas leyes generales, que derivadas de aquellas a que está sujeto el pensamiento mismo, dominan a todas las lenguas y constituyen una gramática universal. No debemos, pues trasladar ligeramente las afecciones de las ideas a los accidentes de las palabras. Se ha errado no poco en filosofía suponiendo a la lengua un trasunto fiel del pensamiento; y esta misma exagerada suposición ha extraviado a la gramática en dirección contraria: unos argüían de la copia al original; otros del original a la copia. En el lenguaje lo convencional y arbitrario abraza mucho más de lo que comúnmente se piensa.[19]

La insistencia de Bello en las posibles estructuras de la lengua eran, en efecto, asuntos indiferentes para quienes estaban por ampliar sus márgenes léxicos. Las investigaciones de Bello eran tenidas por asuntos insignificantes, que eludían el asunto vital romántico. En tanto transcurre la polémica donde Sarmiento habla por todos, su frontalidad de pronto habla, dice lo que nadie se atrevía a declarar. Escribe sobre Bello tratándolo de “literato que vive entre nosotros sin otro motivo que serlo demasiado, y haber profundizado más allá de lo que la civilización exige los arcanos del idioma”[20].
Pocas veces en la “Historia de Chile” se ha resumido mejor, sin quererlo, el sentimiento antiintelectual. Pocas veces se encuentra en los debates un resumen más explícito del reproche. Sarmiento, el progresista autor de Facundo o Civilización y Barbarie en las pampas argentinas —su célebre libro de 1845— se queja de un exceso de civilización. Bello es demasiado de Bello.
Ahora bien, ¿cuáles fueron las alianzas que alcanzó este supuesto primer romanticismo americano, que defendían Sarmiento y López, que mal miraba Bello y que leyeron pero mantuvieron a distancia los discípulos del rectoren la bonapartista Universidad de Chile?
Decíamos al principio que la intelectual antiintelectualidad chilena ha tenido una posición frente a la Ilustración. Esa posición ha sido meridianamente explícita, por ejemplo, en la tesis local acerca de la Ilustración Católica Nacional que tuvo en Mario Góngora quizás a su mejor defensor. Esa Ilustración atípica constituye “un estilo claramente perceptible”[21] y aunque se origina “en la cultura barroca eclesiástica, (…) en la Francia de Luis XIV”[22], la hostilidad del papado la hace vagar por los contornos. En la acabada descripción de Mario Góngora:

El catolicismo ilustrado favoreció la traducción de la Biblia a lenguas vernaculares; elevó la tradición antigua de la Iglesia en desmedro de la Edad Media y de la escolástica; fue Iiturgista y hostil a las devociones  populares; crítica en la historiografía eclesiástica; entusiasta de la Parroquia y reticente frente a las Ordenes; favorable al poder de los obispos y concilios en menoscabo del Papado; adicta, en fin, a las autoridades seculares y a su intervención en la disciplina interna de la Iglesia. Muchos de sus representantes colaboraron con el Estado bajo el josefinismo austríaco y toscano, con la Constitución Civil del Clero, y con el nuevo galicanismo napoleónico.[23]

Dicha Ilustración es una versión moderada, no laica, incluso eclesiástica, y no cosmopolita de la Ilustración neoclásica francesa. Su cercanía al jansenismo es señalada por Góngora; el galicanismo corresponde, por supuesto, a una vieja querella antirromana, la del papado de Avignon, que fue una tradición francesa.  Entre sus autores de cabecera tenemos a Jovellanos, Balnes, y a Feijoo. Funciona en el eje España-Alemania, es decir, contra la Francia hugonota y jacobina. Gótica, barroca y romántica, nunca es clásica. Si hay una concesión al clasicismo, esa descansa en un culto al romanismo de la catolicidad universal común al josefinismo austríaco y al jesuitismo, no al romanismo —v. gr. La pintura de David— de inspiración bonapartista en sus ediciones no restauracionistas. En esta alianza que elude y bordea a Francia, la lectura que hace Carl Schmitt de Salvador de Madariaga, a fin de pensar a Hamlet, es fundamental. También lo es la cita de Schmitt contra el teatro neoclásico francés en su tardío Hamlet o Hecuba, tomada, muy a propósito, del En el Aniversario de Shakespeare, de Herder, fechado en 1771: “Enano francés, ¿qué crees que estás haciendo con la armadura griega? ¡Es demasiado grande y pesada para ti! Por eso todos los dramas franceses son parodias de sí mismos”[24].
Lectores de Schmitt, de Spengler, los hijos chilenos de esta Ilustración Católica y Nacional incurren en una entronización del romanticismo de la (Anti)Iustración alemana. Las palabras de Spengler, en  el primer tomo de La decadencia de Occidente son alumbradoras para entender lo que sigue:

La «razón pura» niega todas las posibilidades que no residan en ella misma. Aquí aparece el pensamiento riguroso en eterna lucha contra el arte. Aquél se subleva; éste se entrega. Un hombre como Kant se sentirá siempre superior a Beethoven, como el adulto se siente superior al niño; pero no podrá impedir que Beethoven aparte de si la Crítica de la razón pura, considerándola como una mísera concepción del universo.[25]

Las ideas de Spengler corresponden al marco teórico en que están operando las celebradísimas tesis de Alberto Edwards Vives, en sus artículos reunidos bajo el título de La fronda Aristocrática. “La fronda”, o sea, la revuelta, el espíritu levantisco, alude a una supuesta tendencia chilena al desorden, a la especulación política y constitucional, a la hostilidad hacia la autoridad presidencial, típicamente parlamentarista, y, era que no, francesa, pues el concepto de fronda, sintetiza, como se sabe, el papel de la arisca aristocracia francesa confrontada al poder absolutista del monarca francés, muy especialmente bajo el Cardenal Mazarino. Según Edwards Vives, un “estado en forma” (Spengler), aplasta este carácter asistémico y anáquico propio de la “Paz Veneciana”[26] imperante durante el así llamado periodo del parlamentarismo chileno (1891-1925, según la cronología más señalada). Hay que entender que las tesis histórico-periodísticas de Edwards Vives reencendieron, contribuyendo a reafirmar, el mito del estado de inspiración portaliana en Chile y fueron centrales en el posicionamiento del militarismo del General Carlos Ibáñez del Campo contra el civilismo italianizante —casi una extensión del Risorgimento— que constituía Arturo Alessandri y su clan, entre los cuales, Arturo, su hijo mayor, es central como defensor y comentador de toda aquella doctrina civilista francesa anterior y posterior a la codificación napoleónica, una exploración meticulosa del legado de la Revolución francesa en el Derecho continental e hispanoamericano.
En el caso del hispanismo de Jaime Eyzaguirre, estas asociaciones no son sugeridas sino que explícitas. En Fisonomía histórica de Chile, sostendrá que el origen celtíbero de los chilenos es de un: “individualismo feroz y rebelde, reacio a la organización del Estado”[27]. La “España” de las invasiones romanas: “hace una guerra de guerrillas, resiste a los romanos, tal como Zaragoza resiste a Napoleón”[28]. A “España” se le otorga, para Eyzaguirre, un carácter de Israel elegido, durante los momentos “culminantes de la Contrarreforma”[29].
Educado en la educación pública fundada por Bello y sus descendientes, Neruda es visto como el objetor de sus influencias, ocultador del hipervínculo y negador del intertexto. La caracterización que Jorge Edwards hizo de él como un “cardenal ateo” en Adiós, poeta (Edwards), si bien es precisa, describe únicamente al Neruda viejo. El joven de Residencia en la Tierra no es comunista-clerical y no es ateo; su divinidad preferida es él mismo en tanto movimiento sísmico. En Canto General, aunque muchas veces remedada, esa energía furibunda revienta en la forma de un reproche asqueado. De Los poetas celestes:

Qué hicisteis vosotros gidistas,
intelectuales, rilkistas,
misterizantes, falsos brujos
existenciales, amapolas
surrealistas encendidas
en una tumba, europeizados
cadáveres de moda,
pálidas lombrices del queso
capitalista, qué hicisteis
ante el reinado de la angustia,
frente a este oscuro ser humano,
a esta pateada compostura,
a esta cabeza sumergida
en el estiércol, a esta esencia
de ásperas vidas pisoteadas?
No hicisteis nada sino la fuga:
vendisteis hacinado detritus,
buscasteis cabellos celestes,
plantas cobardes, uñas rotas,
«belleza pura», «sortilegio»,
obra de pobres asustados
para evadir los ojos, para
enmarañar las delicadas
pupilas, para subsistir
con el plato de restos sucios
que os arrojaron los señores,
sin vender la piedra en agonía,
sin defender, sin conquistar,
más ciegos que las coronas
del cementerio, cuando cae
la lluvia sobre las inmóviles
flores podridas de las tumbas.[30]

Las ingeniosas comparaciones hicieron al crítico chileno. El caso paradigmático ha sido el de Ibáñez Langlois. Teólogo conservador, en la línea, por ejemplo, del segundo Ratzinger; poeta y antipoeta, sacerdote Opus Dei descendiente del patriota chileno José Miguel Carrera (a quien físicamente se asemeja), archicrítico del medio literario chileno, y de la historia literaria occidental (muy a la distancia) tanto como del marxismo y el leninismo. Ibáñez Langlois diseñó los contornos entre sí limítrofes de Neruda y Nicanor Parra. Los comparó: postfigurándolos como héroe a ése y antihéroe a éste. En Rilke, Pound, Neruda (una genealogía desde Chile y para el mundo), detecta las inmediaciones y el centro neurálgico del antiintelectualismo de Neruda, pese a que evita referirse directamente a ello:

La voz de Neruda es la ronca voz de la propia materia a la que se hubiera dotado de la palabra poética: voz que emana de las sordas entrañas de la tierra, de los abismos hirvientes del caos, sin historia ni humanidad aún. Por eso el mundo nerudiano, acultural y antiintelectual, es siempre naturaleza; hasta las ciudades y las gestas históricas se le convierten en geografía, espectáculo natural, cosa; y los otros, los demás sujetos humanos, también son objetos de este mundo-tierra; lo que la propia mujer desvelada en el mero espesor vital de la carne.[31]

En Chile, al poeta “logopédico” se lo considera un “subproducto”, en el alegato de Armando Roa Vial. “Huidobro, Díaz Casanueva, Eduardo Anguita, Juan Luis Martínez, Enrique Lihn”[32], nos dice, son los nombres vinculados al asco neruadiano. Enrique Lihn, defensor chileno del estructuralismo, cae entre los heterodoxos de la iglesia nerudiana. El antiestructuralismo de Ibáñez Langlois, que él considera una mera forma de antiintelectualismo, tiene de su lado la vitalidad, la naturalidad nerudiana. La mismísima antipoesía de Parra (“Me vanaglorio de mis limitaciones/ Pongo por las nubes mis creaciones.”[33]), fue considerada con la positiva crítica de este representante tardío de la Ilustración Católica nacional, una bofetada al yo poético de la lírica heredera del romanticismo, pero también tiene el valor de un cierto comentario sin pretensiones intelectivas esa ahora ridícula lírica, cuya gracias radica precisamente en esa desconfianza de “la mísera edición del Universo.

Peculiar manera de sintetizar, incorporar la luminosidad ilustrada en Chile. De esta energía resulta una planta gris o una planta frondosa que se ensombrece a sí misma. Historiadores y gramáticos decimonónicos, acusados de neoclasicismo, liberales positivistas minuciosos, reacios a la generalidad, al concepto de espíritu, al organismo como interpretación de la comunidad, al entusiasmo del romanticismo, y fundadores de la educación pública demolida a partir de 1970 han sido el momento menos antiintelectual de la intelectualidad chilena.

 

 

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Notas

[1] Canetti, Elias. La antorcha al oído. Muchnik, Barcelona, 1982, p. 59.

[2] Cfr. Steiner, George. La poesía del pensamiento. Siruela, Madrid, 2012.

[3] Amunátegui Reyes, Miguel Luis. Borrones Gramaticales. Imprenta Cervantes, Santiago de Chile, 1894, p. 7.

[4] Eckermann, J. P. Conversaciones con Goethe. Acantilado, Barcelona, 2005, p. 753.

[5] Idem.

[6] Ibid. pp. 753-754.

[7] Steiner, George. Antígonas. Siruela, Barcelona, 2006.

[8] Rodríguez Monegal, Emir. El otro Andrés Bello. Monte Ávila, Caracas, 1969, p. 125.

[9] Pinilla, Norberto. La generación chilena de 1842. Ediciones de la Universidad de Chile, Santiago de Chile, 1943.

[10] Bello, Andrés. “Ejercicios populares de la lengua castellana” en Pinilla La controversia filológica de 1842. Prensas de la Universidad de Chile, Santiago de Chile,1943, p. 27.

[11] Ibid. pp. 27-28.

[12] Aunque no en el sentido que se le ha dado, Buffon dice sobre el estilo: “Las obras bien escritas serán las únicas que pasarán a la posteridad; la cantidad de los conocimientos, la singularidad de los hechos, la novedad misma de los descubrimientos, no son garantías seguras de inmortalidad, si las obras que los contienen  solo rozan objetos pequeños, si están escritas sin gusto, sin nobleza, sin genio, perecerán porque los conocimientos , hechos y descubrimientos desaparecen fácilmente; se transforman y aun ganan al ser compuestos por manos hábiles. Estas cosas están fuera del hombre, el estilo es el hombre mismo.” Una aclaración del propio Pinilla en Op. cit.

[13] Sarmiento, Domingo Faustino en Ibid. pp. 34-35.

[14] Ibid. p. 35

[15] Ibid. p. 37

[16] López, Vicente Fidel en Pinilla, Norberto. La polémica del romanticismo. Américalee, Buenos Aires, 1943, p. 55.

[17] Ibid. pp. 67-68.

[18] Ibid. p.68.

[19] Bello, Andrés. Gramática de la lengua castellana. La Casa de Bello, Caracas, 1981, pp. 7-8.

[20] Véase Alonso Pinzón, Martín. Andrés Bello, jurisconsulto. Talleres Universitaria, Santiago, 1982.

[21] Góngora, Mario. “Aspecto de la Ilustración católica en el pensamiento y la vida eclesiástica chilena (1770 -1814)” en Historia Nº8, Santiago, 1969, p. 43.

[22] Ídem.

[23] Ibid. pp. 44-45

[24] Cit. en Schmitt, Carl. Hamlet o Hecuba: Del tiempo en el drama. Universidad de Murcia/Pre-Textos, Valencia, 1993, p. 54.

[25] Spengler, Oswald. La decadencia de Occidente. Espasa-Calpe, Madrid, 1966, T. 1, p. 125.

[26] Edwards Vives, Alberto. La fronda aristocrática. Universitaria, Santiago, 2005, p.202.

[27] Eyzaguirre, Jaime. Fisonomía histórica de Chile. Universitaria, Santiago, 1998, p. 15.

[28] Ídem.

[29] Ibid. p. 18.

[30] Neruda, Pablo. “Los poetas celestes” en Canto General. Pehuén editores, Santiago, 2005, p. 204.

[31] Ibáñez Langlois, José Miguel. Rilke, Pound, Neruda: tres claves de la poesía contemporánea. Ediciones Rialp, Madrid, 1978. pp. 198-199.

[32] Roa Vial, Armando. “Reincidencia en la tierra” en Estudios Públicos. Nº 94, CEP, 2004, p. 211.

[33] Parra, Nicanor. “Advertencia al lector” en Poemas y antipoemas. Universitaria, Santiago, 1998, p. 68.



 



 

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