El libro primero de Margarita,
de Juvencio Valle
Por Alone
La Nación, 4 de Abril de 1937,
(pág. 2)
Los autores obligan al crítico a singulares acrobacias. Estamos
en la raíz del arte, entre el barro, entre las piedras por
donde el agua pasa. Y nos sentíamos bastante bien ahí,
mirando cómo la planta se forma. Ahora hay que subirse hasta
las últimas copas de las últimas ramas y, desde ese
sitio peligroso, lanzarse aún más arriba, difundirse
por el aire tras los fragmentos de flores y las rachas de aromas perdidos
que vuelan.
Esa es la polar distancia que va de Gatica con Soto, Juicio
de alimentos a El libro primero de Margarita.
Y también aquí hallaremos placer, aunque será
preciso cambiar el registro y hacerse oídos y fabricarse ojos
completamente diversos.
Ahora no hay que pensar nada.
Todo el cuidado que poníamos en hilvanar algunos pensamientos
es necesario aplicarlo a deshilvanar hasta las imágenes más
fugitivas y el esfuerzo gastado en conseguir cierto grado de concentración
será preciso emplearlo en lograr una dispersión absoluta,
poco menos que etérea.
Y esto sin quejarse, diciéndoles, más bien, a guisa
de consuelo: per molto variare Natura e bella...
¿Qué dice Juvencio Valle autor del Tratado del bosque?
Dice: Y qué difícil es, Alonso, caminar sobre un
alambre fino; qué grande algazara querer trazar rubros trasparentes
cuando el pie indeciso no posee aún la ciencia de la hormiga
y un titubeo de niña joven se multiplica dominando. Qué
ciencia para ubicarse justamente en el punto de partida, qué
sentido de mesura para equilibrarse sobre la palabra flor. He
aquí lo que dice y parécenos, en verdad, que si no se
refiere a sí mismo, debe referirse al trabajo de sus lectores.
Sin buscarlo hemos acertado con uno de los pocos, acaso el único,
de sus pequeños poemas en prosa, que envuelven algo así
como una vaga idea, una reflexión, una confidencia. Porque
es, realmente, difícil caminar sobre un alambre fino y tocar
sin romperla una tela de araña. Hay que tener la ciencia y,
en ocasiones, la paciencia de la hormiga...
Felizmente, la belleza nos acompaña. ¿La belleza? Si
lo negáis, rectificaremos: los ecos de la belleza, sus reflejos
multiformes, su esencia vaga que tiende al gran todo de donde ha surgido.
Allí (en otra parte) hay un feudo y un señorío
ciertos: un cuartel general donde asentar el básculo para que
la planta de predilección florezca libremente. Hasta la propia
tierra se nos hace sumisa como una negra. Interpretando peligrosamente
—porque siempre hay la posibilidad de que esto no signifique nada
o quiera rotundamente decir otra cosa— advertimos aquí una
alusión al arte consagrado, al arte seguro, el que brota de
la verdad concreta y constituye su resplandor sensible. Claro que
allí, en otra parte, hay un feudo y un señorío
ciertos, un cuartel general. Pero Juvencio Valle nos lleva de avanzada
y caminamos por el sendero de los explotadores, no desprovisto de
encantos.
El higo grande que nos entrega, mañana a mañana,
tiene en su pequeña vasija tres octavos de leche azul, uno
de cabra, y lo restante es todo bálsamo de Fierabrás.
Cosméticos de combate, se llevan debajo de la axila; son nuestras
sales de conjuro para las horas álgidas.
¿A dónde estamos ahora? Acaso en ninguna parte. Sigamos
sin desanimarnos.
Y todavía ese rendimiento de cuentas a cuyo alrededor el
devenir parece una cosecha o una pleitesía de cielo y tierra
en descubierto. Las palmas lisonjeras construyen su propio clima,
haciéndose viento con sus cuerpos estremecidos; las piedras
se amontonan en rústicos altares, hacen sonar su interior de
organillo y así cumplen su mandamiento sombrío.
Estos han de ser los autores cuando aparecen ante el público
a afrontar el gran juicio y las palmas lisonjeras serán los
elogios de los colegas cómplices que intercambian aplausos,
que se erigen santuarios y se queman mutuamente incienso, envolviéndose
en una nube, a son de organillo.
No puede darse nada más claro.
Sin embargo, la duda nos acecha. El poeta nos dice: Yo me forjo
una ilusión en fierro dulce, una verdadera manzana del aire,
pero este fruto de codicia nunca está donde pongo la mano,
allí donde expongo el honor y lo juego, barajándolo
al ciento por ciento. Huye por detrás de las puertas como un
caballo sublime, dejando apenas una señal de sueño.
Sin embargo, en todas partes hay indicios de su presencia: un pequeño
puente de piedras calizas, un pájaro que canta demasiado, ya
son presagios reveladores de su cercanía. Juvencio Valle
traduce aquí, sin duda, el monólogo interior del crítico
y su difícil tarea al perseguir la belleza en El libro primero
de Margarita. Esa ilusión de fierro dulce lo declara, y
también esa manzana del aire, ese fruto que huye, ese caballo
sublime y sus señales de sueño. Todo eso es la tragedia
y la odisea del lector. Debe atenerse a pequeñas señales,
a unos puentecillos frágiles, a unos cantos insistentes...
Libro de alborada, orquesta de colores indecibles, cuadro pintado
en una tela mágica que se desteje a nuestra vista, todo podrá
afirmarse de esta poesía menos que responda a las dogmáticas
exigencias de quienes tratan de obligar al arte a una especie de servicio
social obligatorio. Por mucho que se estiraran los conceptos no se
podría sacar de aquí una orientación ni una enseñanza.
Sin embargo, dócil a la moda el autor mismo cree que "aún
no vuelve de Rusia". Nos lo dice de su puño y letra. El
Señor puede perdonarlo... Si su libro no toma un puesto en
las luchas sociales ni quiere "mostrar las bazofias allí
donde se encuentran", si no produce ni contribuye a producir
bienestar alguno en las clases proletarias, en cambio mediante una
sabia alquínda de palabras e imágenes, lejos de toda
utilidad concreta, produce para los que leen y sueñan el más
positivo de los beneficios y el único que puede exigirse perentoriamente
al arte: un poco de felicidad, la sensación de estar libre
en otro mundo, el placer de ampliar la existencia limitada con todos
los reinos imposibles de la fantasía.