"Contemplación
de los cuerpos" de Luis Fernando Chueca
ARQUEOLOGÍA
DE LA VIDA MEDIANTE EL SABER
DE LA MUERTE
Por César
Ángeles L.
Algo que puede inquietar, o quizás sea mejor decir llamar la
atención, a quien lea el cuarto libro de Luis Fernando Chueca,
Contemplación
de los cuerpos (edic. estruendomudo, 2005), es no tanto
su instancia creativa instalada en el hecho rotundo de la muerte,
sino más bien cómo el poeta deshilvana esta madeja que
es nuestro viaje constante, y el último. Para un escritor atento
a los sucesos
acaecidos a lo largo de la historia y, específicamente, a las
últimas décadas en el Perú, hacer una poesía
desde/ sobre/ y con la muerte (al lado, soplando en la oreja) es algo
que cae por su propio peso. No sólo porque la historia humana
es una sucesión constante de vida y muerte, y sintetiza, por
ello, la condición humana por excelencia; sino porque en el
Perú de los últimos años, sumido en una cruenta
guerra interna, la muerte ha visitado a la mayoría de hogares
e individuos.
Los poemas de este libro aparecen como la resultante de dos largas
coordenadas que el poeta establece durante las páginas. Desde
el sentimiento de la muerte en el ámbito familiar y amical
que se inicia en la dedicatoria, y continúa a lo largo de la
primera parte -incluido el primer poema que solitario opera como pórtico-,
hasta la incursión poética evidente, en la segunda parte,
en algunos hechos ya imborrables en nuestro imaginario como país
(si lo hay), al interior de la guerra sucia librada por el Estado
en las últimas dos décadas con el fin de restablecer
su imperio en una sociedad peruana convulsionada. Me refiero, en especial,
a los poemas que remiten al lector a la desaparición y matanza
de estudiantes y un profesor en la universidad nacional La Cantuta
("Documental" y "La memoria en las manos"), o
a la voluntad fascista, explícita o implícita, en medio
de todo (Cf. el segundo poema de "Díptico"
y ese contundente poema "Carnicero"). La tercera parte -incluido
el poema suelto del "epílogo" que otorga título
al libro- cierra consolidando el hálito filosófico y
lírico que recorre este volumen.
En este sentido, y considerando que Chueca ya había dialogado
con la muerte en sus tres anteriores libros(1),
considero que es la segunda parte la que establece una diferencia
y mayor riesgo, en vista que no resulta sencillo explorar desde la
poesía la conmoción generada por la mencionada guerra
interna, vivida a fuego, en el país: hacerlo sin caer en textos
retóricos, en el mal sentido de la palabra, declamativos o
meramente enunciativos de algunos hechos de sangre conocidos, lo cual
no aportaría nada al trabajo poético y que más
bien podría verse como un simple lavado de conciencia del autor(2).
Por el contrario, el reconocible esfuerzo con el lenguaje en este
interesante libro de Luis Fernando Chueca evidencia su voluntad de
situar la poesía desde una zona de honestidad como autor, como
individuo en el Perú, y sobre todo como poeta.
No es, por otro lado, la primera vez que en la poesía peruana
se procura dar cuenta de los sucesos álgidos ocurridos en las
últimas dos décadas; pero es quizás poco usual
que ello se dé desde un neto representante de la promoción
de los 90, en la cual ha prevalecido una poética más
interiorista o neo-cultista. La propia trayectoria poética
de Chueca muestra una posición centrada en el individuo y su
relación con la vida, el deterioro físico, el diálogo
o no con la naturaleza, y un hálito metapoético que
no se abandona en este último libro. Sin embargo, la presencia
de la realidad cotidiana e histórica ha ganado terreno, y ésta
es quizás la principal novedad y que impacta en el lenguaje
de los poemas. En ellos, hay referencias a personajes conocidos por
el poeta, a espacios y territorios asociados a la guerra interna en
el Perú, así como algunas presencias familiares claves
en el impulso poético que abre el libro (Cf. el poema,
de título eielsoniano, "Primera muerte", así
como "Cuzco 1984").
Otra constante, y que establece una suerte de dialéctica interior
entre los poemas, es situar la reflexión humanista sobre la
muerte al interior de referencias culturales y de la propia reflexión
sobre la capacidad, o incapacidad, del lenguaje para dar cuenta de
una experiencia avasalladora como es la muerte. Estas últimas
características son también resonancias de otras instancias
creativas en la breve pero pareja producción poética
de Chueca. Ello habla de una conciencia atenta a sus claves, que no
quiere quizás dispersarse en heterogéneos territorios,
sino que opta por ahondar en símbolos y asuntos conocidos,
desde los cuales el poeta extrae sus palabras, sus secretos y sus
conocimientos (si los hay).
En general, esto ha encaminado el lenguaje poético de este
autor (que, además, destaca en sus artículos, ensayos
y quehaceres periodísticos como certero crítico y generoso
animador de la escena local) hacia un tono contenido, el cual se acerca
más al prevaleciente en la promoción de los 90, como
queda dicho, que a los estallidos y experimentaciones con el lenguaje
de varios representativos poetas peruanos de la promoción 80
(me refiero a su núcleo más vanguardista). De ahí
que otro asunto que llama la atención es no tanto cómo
el avasallamiento de la muerte puede expresarse en poesía con
contención (ya que la muerte, como el amor u otros asuntos
así, son esenciales de la condición humana y, por tanto,
bien pueden prestarse a decursos filosófico-poéticos),
sino cómo algo tan estallante como la guerra interna en el
Perú pueda expresarse con un verso medido, que inclusive en
medio de prosas cortas va dando cuenta de un sentimiento lírico
ante dicha épica y drama contemporáneos. Al respecto,
quiero citar unas palabras del propio autor reveladoras de este asunto:
[E]se lenguaje no fracturado tiene que ver
también con el sujeto poético del libro, que es sobre
todo alguien que ve (y contempla) la muerte, y no alguien que "está
hundido en la muerte" (para decirlo de alguna manera). Es decir,
según los poemas en verso, lleva esas muertes escritas sobre
el cuerpo, pero como memoria. Se trata -supongo, creo que así
lo vi mientras escribía- de no usurpar voces [...], sino
de dejar clara la mirada desde un lado. [M]i personaje es un contemplador,
según el título, por eso se permite un lenguaje más
estructurado (E-mail recibido el 28 de noviembre).
Sin embargo, esa suerte de registro fotográfico de la muerte
en algunas de sus variantes no es una operación aséptica,
sino que entre las líneas de este libro suyo más bien
se entrevé una voluntad a favor de la vida, así como
de la justicia y la praxis democrática reales y auténticas.
Asimismo, Chueca ha preferido la expresión que llegue clara
y directa. De ahí quizás su predisposición al
diseño de prosas cortas en este libro, que por cierto encierran
poesía pero en medio de historias diversas que cuenta al lector,
y no precisamente en un tono predominantemente erudito, sino más
bien otro referencial, más sencillo de acceder, a medio camino
entre el canto lírico y el testimonio realista; al modo de
un mester de juglaría contemporáneo, pero lejos
de lo carnavalesco y mediante la escritura. O quizás es que
sólo quedó del carnaval la sensación-base de
la muerte; aunque también, mediante ella, el amor (amical,
maternal o filial) se hace presente, estableciendo una suerte de dialéctica
dramática que he querido sintetizar en el título de
este artículo. Y es que una estrategia para hablar a favor
de la vida y sus alrededores es hablar de su contrario, de la muerte
y sus perpetradores, para justamente intensificar lo ausente y las
dolorosas, concretas ausencias.
Por cierto, la mencionada familiaridad con la muerte en tanto tema,
al final (o al principio) determina que el poeta haga conciencia acerca
de los propios límites del lenguaje para expresar su propio
canto. Es decir, de la posibilidad de que las palabras, en tanto medio
para expresar la intensidad y misterio de la vida, también
fenezcan, se cancelen. Ello nos remite, en primera instancia, al clásico
dilema de Vallejo acerca del lenguaje poético como espuma,
así como a la auto aniquilación de la voz poética
en un autor tan apreciado pro Chueca como Jorge Eduardo Eielson (sobre
cuya poesía hizo su tesis de bachillerato). Pero la muerte
también es central en dos autores emblemáticos de nuestra
poesía contemporánea como Luis Hernández y Javier
Heraud: poetas que también han merecido atención crítica
al autor de Contemplación de los cuerpos. Ambos, enhebrados
con la historia del país, o con cierta tradición en
la literatura occidental, también hicieron transitar parte
de su diversa poesía en los linderos de la muerte. Tal vez
todo ello esté también expresando una manera de sentirse
limeño o peruano, desde la clase media, en la medida que las
derrotas, golpes y muertes quedan enfatizadas en una visión
marcada filosófica e ideológicamente por cierta desesperanza,
que en el caso de este último libro de Chueca tiene al mismo
tiempo, como dije, marcas de denuncia social y política. Ello,
en el plano del lenguaje, se manifiesta, por ahora, en una fe que
se materializa en estos poemas, lo cual se hace más evidente
en la tercera parte.
Es claro que en un autor tan consciente de su lenguaje como Luis Fernando
Chueca, las partes mencionadas en este libro guardan estrictos puentes,
y que la sensación final del todo (una muerte que nos circunda,
pero también una que tenemos instalada en nosotros mismos:
"Todas estas muertes las llevo escritas en el cuerpo" -p.
15-) es resultante de dicha interrelación, clímax-anticlímax
y contrapuntos que van rotando entre las páginas y palabras
del conjunto. Así, hay vasos comunicantes entre la referencia
al icono cristiano de las prosas "Stabat mater..." (p. 20),
donde el duelo materno es el protagonista, y "La memoria en las
manos" (p. 38), donde la indefensión de tres madres peruanas
interpela a los representantes del orden -y al lector- en medio de
sus hijos torturados y desaparecidos. O en esa textura donde, como
queda dicho, se contrapone la referencia cultista con la realidad
cruda y dura, en textos como "Documental"(p.31) -uno de
los mejores-, que inicia con citas sobre Pompeya y cierra con la infamante
entrega de los desaparecidos de La Cantuta en cajas de leche Gloria
-sic-, y, por otro lado, la prosa "La muerte se escribe
sola" (p.47) que inicia con un párrafo metapoético,
autoreferencial, con citas de autores apreciados por el poeta que
han abordado como tema la muerte, y que cierra con la conciencia de
muertes experimentadas en carne propia o ajena por el poeta.
Una última observación. Me pregunto si Chueca ha de
explorar, en el futuro, otras vertientes, otros cauces para su poesía,
o incluso si a la hora de enhebrarse con la historia del individuo
o del país ha de hallar otras constantes emergentes que otorguen
diferentes matices a su canto. Algo de ello, de manera refulgente
y dramática entre el frágil orden de las palabras se
anuncia en el último poema del libro: "[...] cómo
no perder la voz o hundirme/ en la locura/ si el verbo exacto es solo
engaño ante la muerte/ montada sobre el lomo". Quizás
en ese camino termine por remover, trozar y sacudir las propias palabras,
reviviéndolas al fin, como anuncia al final del texto "Los
signos y las cosas (ii)".
NOTAS
(1) Quien sabe
si para esta reiterada temática también influya, y cuánto,
su educación en un colegio cristiano, así como algunos
oficios suyos en el ámbito de los derechos humanos y de ONGs
vinculadas a todo ello, además de su labor docente en un ámbito
como el de la Universidad Católica del Perú.
(2) En el corto tiempo de su
publicación, esta última obra de Chueca ya ha merecido
sendos comentarios a favor y en contra (Cf. los comentarios
de Javier
Ágreda, Luis
Aguirre e Iván
Thays, en sus columnas de La República, Correo
y Caretas respectivamente, los weblog de Gustavo
Faverón y Paolo
de Lima), marcando la pauta de una polémica que
mucho debe a que lo referido a la violencia política y sus
secuelas es más actual de lo que algunos desean o piensan,
y también a que la guerra sucia no termina: el caso del poeta,
catedrático y comunicador apurimeño recientemente masacrado,
James Oscco, es sólo una muestra reciente y más grotesca
del costo de la vida en este país. Quizá también
la polémica en torno al libro de Chueca es que el Perú
sigue siendo un país violento desde su estructura y sus luchas,
y quizás también porque, entre contados fulgores, hay
aún muchas sombras políticas que no son cosas del pasado.