La insistencia de Pedro
Lemebel
En
librerías y en las cunetas su último libro: Zanjón de la Aguada
por Gabriel Agosin O.
26 de Julio del 2003
Desde
su rincón under urbano sus crónicas se han instalado ya en la cultura
nacional hasta pasar a ser parte casi del establishment alternativo.
Sin quererlo ni proponérselo, es la voz oficial de los ninguneados y
marginados de toda especie. Pero una cosa es el personaje y otra el escritor: mientras uno crece y alcanza
el estatus de mito en vida, el otro pareciera haberse enredado en una
crónica continuamente demasiado igual a sí misma.
El jueves pasado
Pedro Lemebel presentó su último libro de crónicas. Lo hizo en la sede
de la CUT. Lógico, haberlo hecho en un hotel o en un centro cultural
de esos donde pululan las señoras de nariz respingada como si
estuvieran oliendo quién sabe qué hubiera sido absurdo. Por el propio
Lemebel, obvio, tenaz siempre en su burla a este tipo de “eventos”.
Pero aunque lo
niegue y reniegue, ya no es un marginal. O, para ser más exactos, no
se lo margina. De a poco, de seguro a regañadientes, ha ido subiendo
escalones tanto en el ámbito editorial como en el de reconocimiento
social. Y si bien nunca ha sido anónimo, puesto que desde sus inicios
ha participado en agrupaciones como el Colectivo de Escritores Jóvenes
en los ochenta -junto con Ramón Díaz Eterovic, Carmen Berenguer,
Eduardo Llanos y Pía Barros, entre otros-, o en el legendario Yeguas
del Apocalipsis -con Francisco Casas-, la popularidad que hoy ha
alcanzado lo han erigido en fuente “oficial” de lo no oficial, en
parte del establishment de lo alternativo.
Su personaje se ha
instalado como ícono de la contra cultura. Reúne los atributos, tiene
la suspicacia y, lo más importante, desde su integridad confluyen y
explotan las biografías que reconstruye en sus crónicas.
Lo ha ayudado,
vaya paradoja, lo mismo que lo segregó en sus comienzos. La
homosexualidad asumida abiertamente cuando en Chile hacerlo era una
herejía pública, ha hecho de él un símbolo y síntoma de un país tan
cínico que cree estar destapándose y haciéndose cada vez más tolerante
porque acepta, y sobre todo mercantiliza, lo diferente y lo que rompe
el canon.
No obstante, si
Lemebel se ha transformado en el ícono que hoy es, se lo debe, en gran
medida, a su cualidad de escritor. No es, claro, que por sus crónicas
y novelas hoy ocupe el lugar público que ostenta en el imaginario
colectivo. Rara vez la popularidad de los escritores implica el mismo
interés en sus obras, pero todo lo que hemos señalado anteriormente se
explica y entiende desde el momento en que es una voz autorizada desde
algún lugar, y su lugar en este sentido es, primero, la literatura.
Si detesta a los
literatosos y su mundillo, si en cada suspiro y destello que traza en
sus crónicas transportan al lector a los suburbios más marginales, es
otro cuento, ya que esas vivencias no le son únicas. Lo excepcional,
el rasgo que distingue su vida del resto, es su capacidad de
narrarlas. Eso y saber mirar con sutileza y curiosidad cosas que
comúnmente se pasan por alto.
A Pedro Lemebel se
le agradece su labor recicladora de todo aquello que el mercado da por
desechado. Lo más vil, bastardo y miserable; lo más negado, ignorado y
despreciado. Con unos tonos por momentos sarcásticos y por otros
directos y punzantes, rompe todo canon de lo políticamente correcto.
Y Zanjón de la
Aguada, su reciente libro de crónicas y que ya está entre los más
vendidos, no decepciona a esa tradición. Los 6 años que lo separan
desde De Perlas y Cicatrices son imperceptibles. Un logro,
dirán muchos. Una muestra de la fidelidad a un estilo tan particular
que ha logrado encontrar y que tan buenos resultados le ha dado. ¿Pero
es en realidad un mérito?
De este último
libro, no son pocos los que han señalado el carácter autobiográfico
que lo caracterizaría. Llamativo, porque salvo la crónica que le da
nombre al texto y un par más, el resto es de otra estirpe. Reflejos,
miradas fragmentadas de la noche porteña, de mujeres combativas como
Sola Sierra, Sybila Arredondo o Gladys Marín; los mundos
irreconciliables que por el azar del tiempo comparten espacios comunes
en la Plaza Italia.
Pero algo extraño
sucede al repasar las páginas de Zanjón de la Aguada: extraño
porque ya no sorprende. Y no lo hace debido a que no se percibe algo
que distingan estas crónicas de las anteriores. El mismo tono, con esa
misma ambigüedad que repleta de tal veceses y quizás, que comienza una
y otra vez con una y que busca sembrar simbólicamente la sensación de
un continuum en lo que relata.
El eterno retorno.
La estructura vuelve tantas veces sobre si misma que agota. ¡Pero si
esa es la gracia!, podrán reclamar sus incondicionales. Y se concede
el "bueno ya". Sin embargo, entonces, habrá que asumir que Lemebel es
incapaz de salirse de lo que construyó.
No. Es indudable
que la potencia en su pluma le da para abrir nuevos cauces. Muchos
más, como los que ya ha inundado con su reconocido estilo. No se le
critica para que renuncie de hecho a su talante, a su particularidad.
Todo lo contrario. Desde ahí, sin claudicar de su espíritu iconoclasta
y descreído, puede desestructurarse para explorar nuevos territorios
en la crónica. Esa es la distancia que separa a un buen escritor de un
gran escritor: el riesgo a caminar hacia el vacío con la esperanza de
encontrar un puente que cruce el barranco para salir airoso.