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Anticipo:
Tengo miedo
torero
Pedro
Lemebel
Al
entrar, escuchó la aguja del pic-up chirriando sorda al final del disco,
y más allá, tirado como un largo riel sobre los almohadones, Carlos
roncaba profundamente por los fuertes ventoleros de su boca abierta. Una
de sus piernas se estiraba en el arqueo leve del reposo y la otra,
colgando del diván, ofrecía el epicentro abultado de su paquetón tenso
por el brillo del cierre eclair, a medio abrir, a medio descorrer en ese
ojal ribeteado por los dientes de bronce del marrueco, donde se podía
ver la pretina elástica de un calzoncillo coronado por los rizos negros
de la pendejada varonil. Sólo un pequeño fragmento de estómago latía
apretado por la hebilla del cinturón, una mínima isla de piel sombreada
por el matorral del pubis en el mar cobalto del drapeado blujin. Tuvo
que sentarse ahogada por el éxtasis de la escena, tuvo que tomar aire
para no sucumbir al vacío del desmayo frente a esa estética erotisada
por la embriaguez. Allí estaba, desprotegido, pavorosamente expuesto en
su dulce letargo infantil, ese cuerpo amado, esa carne inalcanzable
tantas veces esfumándose en la vigilia de su arrebato amoroso. Ahí lo
tenía, al alcance de la mano para su entera contemplación, para
recorrerle centímetro a centímetro con sus ojos de vieja oruga reptando
sedosa por el nervio aceituno del cuello plegado como una cinta. Ahí se
le entregaba borracho como una puta de puerto para que las yemas
legañosas de su mirar lo acariciaran a la distancia, en ese tacto de
ojos, en ese aliento de ojos vaporizando el beso intangible en sus
tetillas quiltras, violáceas, húmedas, bajo la transparencia camisera
del algodón. Ahí, a sólo un metro, podía verlo abierto de piernas,
macizo en la estilizada corcova de la ingle arrojándole su muñón
veinteañero, ofreciéndole ese saurio enguantado por la mezclilla áspera
que enfundaba sus muslos. Parece un dios indio, arrullado, por las
palmas de la selva, pensó. Un guerrero soñador que se da descanso en el
combate, una tentación inevitable para una loca sedienta de sexo tierno
como ella, hipnotizada, enloquecida por esa atmósfera rancia de pecado y
pasión. No lo pensaba, ni lo sentía cuando su manogaviota alisó el aire
que la separaba de ese manjar, su mano mariposa que la dejó flotar
ingrávida sobre el estrecho territorio de las caderas, sus dedos avispas
posándose levísimos en el carro metálico del cierre eclair para bajarlo,
para descorrerlo sin ruido con la suavidad de quien deshilacha una tela
sin despertar al arácnido. No lo pensaba, ni siquiera cabía el
nerviosismo en ese oficio de relojero, aflojando con el roce de un
pétalo la envoltura apretada de ese lagarto somnotiento. Ni lo pensaba,
dejándose arrastrar abismo abajo, marrueco abajo hasta liberar de
ataduras ese tronco blando que moldeaba su anatomía de perno carnal bajo
la alba mortaja del calzoncillo. Y ahí estaba por fin, a sólo unos
centímetros de su nariz ese bebé en pañales rezumando a detergente. Ese
músculo tan deseado de Carlos durmiendo tan inocente, estremecido a
ratos por el amasijo delicado de su miembro yerto. En su cabeza de loca
dudosa no cabía la culpa, este era un oficio de amor que alivianaba a
esa momia de sus vendas. Con infinita dulzura deslizó la mano entre el
estómago y el elástico del slip, hasta tomar como una porcelana el
cuerpo tibio de ese nene en reposo. Apenas lo acunó en su palma y lo
extrajo a la luz tenue de la pieza, se desenrolló en toda su extensión
la crecida guagua-boa, que al salir de la bolsa, se soltó como un
látigo. Tal longitud, excedía con creces lo imaginado y a pesar de lo
lánguido, el guarapo exhibía la robustez de un trofeo de guerra, un
grueso dedo sin uña que pedía a gritos una boca que anillara su
amoratado glande. Y la loca así lo hizo, secándose la placa de dientes,
se mojó los labios con saliva para resbalar sin trabas ese péndulo que
campaneó en sus encías huecas. En la concavidad húmeda lo sintió
chapotear, moverse, despertar, corcoveando agradecido de ese franeleo
lingual. Es un trabajo de amor, reflexionaba al escuchar la respiración
agitada de Carlos en la inconciencia etítica. No podría ser otra cosa,
pensó, al sentir en el paladar el pálpito de ese animalito huacho
recobrando la vida. Con la finura de una geisha, lo empuñó extrayéndolo
de su boca, lo miró erguirse frente a su cara, y con la lengua afilada
en una flecha, dibujó con un cosquilleo baboso el aro mora de la calva
reluciente. Es un arte de amor, se repetía incansable, oliendo los
vapores de macho etrusco que exhalaba ese hongo lunar. Las mujeres no
saben de esto, supuso, ellas lo chupan, en cambio las locas elaboran un
bordado cantante en la sinfonía de su mamar. Las mujeres succionan nada
más, en tanto la boca loca primero aureola de vaho el ajuar del gesto.
La boca loca degusta, y luego trina su catadura lírica por el micrófono
carnal que expande su radiofónica libación. Es como cantar concluyó,
interpretarle a Carlos un himno de amor directo al corazón. Pero él
nunca lo sabrá, le confidenció con tristeza al muñeco erecto que
apretaba en su mano, mirándola tiernamente con su ojo de cíclope tuerto.
Carlos tan borracho y dormido, nunca se va a enterar de su mejor regalo
de cumpleaños, le dijo al títere moreno besando con terciopela suavidad
el pequeño agujero de su boquita japonesa. Y en respuesta el mono
solidario, le brindó una gran lágrima de vidrio para lubricar el canto
reseco de su incomprendida soledad. "ANSIEDAD DE TENERTE EN MIS BRAZOS
MUSITANDO PALABRAS DE AMOR ANSIEDAD DE TENER TUS ENCANTOS Y EN LA BOCA
VOLVERTE A BESAR".
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de Pedro Lemebel.
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