CONTEMPLACIÓN DE LOS CUERPOS: CÓMO
CONJURAR A LA MUERTE
Por
Luis Aguirre
Columna: Tinta pura (la crítica)
Diario Correo.
Lima, lunes 26 de setiembre del 2005
¿Es posible pensar sobre la muerte y escribir sobre ella sin
tener la sensación de estar traicionando su silenciadora realidad?
La respuesta que da Luis Fernando Chueca (1965) en su cuarto
y magnífico poemario Contemplación de los cuerpos
no es definitiva: entre la tradición
que ve el uso poético de la palabra como una demiurgia automática
(el acto capaz de crear aquello que antes no tenía nombre)
y el pesimismo moderno que considera al lenguaje una arbitraria representación,
la muerte sigue siendo esa desolación misteriosa que rehúye
el soporte del papel para expresar la vastedad de su significado.
Su verdadero lugar, parece decirnos Chueca, está sobre el cuerpo.
El tema no es nuevo para el poeta. Pero si anteriormente sus aproximaciones
fueron decididamente líricas y prefirieron sopesar la muerte
desde sus cargas simbólicas o rituales, esta vez la experiencia
límite del cuerpo muerto ha encontrado un correlato límite
también en su forma: Contemplación de los cuerpos
es un libro mayormente escrito en prosa y con un tono reflexivo que
tiene toda la apariencia de una argumentación personal. Es
un texto que pide leerse como un pequeño tratado y que construye
con el paso de las páginas la serena expectativa de hallar
al final una conclusión. En Contemplación de los
cuerpos, las ideas ocupan más espacio que las imágenes.
Pero la estrategia no va, en absoluto, en desmedro de lo poético.
La consecuencia más importante de la limpia prosa testimonial
de Chueca es devolverle a la muerte su impacto transformador en la
cotidianidad de los vivos. El aquí y ahora de la muerte real
y corpórea que propone es una negación del habitual
solipsismo síquico del poeta que busca la sabiduría
poetizando: ninguna representación de aquel que ha muerto alcanza
siquiera un hálito del ser, escribe.
En la primera parte, este realismo tendrá su foco en las muertes
más cercanas y afectivas -el beso al cuerpo muerto del abuelo,
las fotografías que como las palabras también resultaron
engañosas para vislumbrar la desaparición de los amigos,
la pasión lacrimógena de la madre que entrega a Dios
la vida del hijo-, pero dará un salto en la segunda hacia las
muertes lejanas y políticas, aquellas que van dejando sus cicatrices
en el "cuerpo social": Chueca rememora la exhumación
de los cadáveres de los estudiantes de La Cantuta, da cuenta
del espanto del desnudo femenino encarnado por una muchacha víctima
de Sendero Luminoso en su camino hacia la morgue y ve en los muñones
de un ex combatiente henchido de patriotismo la lenta capacidad carnívora
del fin del cuerpo. El poeta no sólo contempla, sino que es
aquí también un ojo crítico y un comentador abrumado.
Si alguien se pregunta cómo puede la poesía reaccionar
sin panfletarismo a los más de veinte años de violencia
en el Perú, Contemplación de los cuerpos se presenta
como una alternativa.
Y esa quizás sea la lección final y la conclusión.
La muerte es dolorosa y le toca al cuerpo padecerla, pero es la palabra
de los vivos la que puede conjurar sus efectos. En el exaltado y triunfal
epílogo en verso Chueca dice: canta canta canta / que el
canto redime del horror. La poesía sigue siendo hoy, felizmente,
una actividad urgente.