La poética
propuesta por Enrique Lihn en los libros que, con más o menos
vicisitudes, decidió editar, puede ser vista como el intento de
situarse a distancia de las voces de Neruda y de Parra, una visión
lírica abierta más al intelecto que a la emoción, escéptica del
progreso y de sí misma, melancólica e
imprecatoria, más discursiva que metafórica y nostálgica a su
pesar.
Tras inciertos
estudios de pintura con Pablo Burchard: "...si por estudiar se
entiende escuchar la lección del maestro como quien oye culposamente
llover" (prólogo de Lihn a Álbum de toda especie de
poemas). Lihn (1929) comenzó a publicar a los veinte años.
Los textos de sus dos libros inaugurales, Nada se escurre
(1949) y Poemas de este tiempo y de otro
(1955), aparecen, en la lectura actual, como algo alejados del
conjunto de la obra que desarrollo a partir de La pieza
oscura (1963); alcanzó una de sus cimas con La
musiquilla de las pobres esferas (1969) y vino a culminar con
Álbum de toda especie de poemas (1989) -un recuento
de su obra hecho por el propio Lihn- y Diario de
muerte (1989), considerado su testamento.
La órbita del
poeta fue complementada con rigor por su amigo Germán Marín, a través
del rescate de los textos de opinión desperdigados en diarios y
revistas e incluidos en El circo en llamas. Este volumen,
editado en 1997, se originó en la propuesta hecha a Marín por Adriana
Valdés, amiga y destinataria de versos compuestos por el poeta en los
años finales.
Detrás de esta
enorme creación literaria, esencialmente lírica -si bien incluye
novelas, cuentos, obras teatrales, videos y dibujos-, estuvo la
personalidad de un artista que hoy aparece como un fantasma de cuerpo
presente. Una figura desdoblada con frecuencia en la del meteco
enamorado en París de Nathalie, la musa inasible de Poesía de
paso. El flaneur que deambula por las ciudades para
regresar al horroroso Chile, donde decía estar sitiado ("Nunca salí
del horroroso Chile"). El pasajero del metro y los autobuses que
recorría Santiago leyendo y asimilando las teorías literarias en
boga.
Al mismo tiempo,
era un escéptico sin redención y un lírico que consideraba el mar como
parte de su escritura. Amante furtivo y escritor peripatético del
Parque Forestal -como toda su generación, la del cincuenta-;
responsable de un método extravagante para leer mientras caminaba; el
amoroso de la noche habanera y de María Dolores, la increíble cubana
de diecinueve años, a la que hacía esperar en una calle de La Habana
de los años sesenta, en el poemario La musiquilla de las
pobres esferas.
En tanto histrión,
se ataviaba con una capa y una máscara. Sin lugar a dudas fue el
cronista del desamor, que no era capaz de dar puntada con hilo, según
opinaba Cristián Huneeus, y exhibía en la penumbra una ética
incuestionable. Lihn, en último término, se convirtió en la voz que
clamaba en el centro de la capital, donde situó el lanzamiento de su
obra El Paseo Ahumada, siendo interrumpido por la
policía.
Esta silueta
múltiple y heterogénea vino a cerrar su círculo, aferrado a la pluma,
en los poemas de Diario de muerte. Él mismo lo expresó en este
libro de escritura límite. Algo había aferrado a su cuerpo "como el
nódulo al pulmón", semejante a "la pelusilla del cáncer". A un paso de
la agonía, no se separó, al igual que Kafka, de sus cuadernos de
sueños, en el que dejó estampadas las últimas huellas de
lucidez.
Lo traté con
timidez como su alumno de un par de asignaturas en el Departamento de
Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, en los años setenta.
Junto a mis compañeros lo veíamos venir con el rostro sombrío y su
bolso repleto de bibliografías destinadas al curso "Elementos para un
análisis semiológico de la Belle Époque". Ese título le proporcionaba
una retórica que le gustaba cultivar, aunque, en el transcurso de la
clase, era capaz de pulverizarla y a la vez magnificarla como un viejo
actor de provincia "bajo los truenos y relámpagos de una tempestad
artificial que chapucea el utilero".
En las noches, en
el hall del Departamento de Estudios Humanísticos, se vestía como un
sheik y declamaba los párrafos de La orquesta de
cristal, una novela editada en Buenos Aires durante
1976.
Su juventud fue
extrema y la etapa adulta de una clarividencia sin imposturas, aunque
no exenta de penas de amor y severas crisis de sentido. "Lo llamaremos
a la Academia/ cuando solucione sus problemas de carácter", ironizaba
en Diario de Muerte, su libro póstumo. La enfermedad
innombrable lo atacó en forma prematura. En sus momentos finales lo
asistieron: "Dos o tres mujeres que me apoyan como buenas
samaritanas".
El colofón lo puso
él, sin doblegarse a la piedad por sí mismo. No echó pie atrás en sus
convicciones tan deslumbrantes como laberínticas. Consecuente hasta la
intransigencia, dejó en su último libro una prueba irrefutable de sus
incertidumbres y búsquedas, una crónica del peligroso tránsito entre
el país de los sanos y el de los enfermos:
"Con los enfermos
cabe una creciente complicidad/ que en nada se parece a la amistad o
el amor/ esas mitologías que dan sus últimos frutos a unos pasos del
hacha".
Murió en Santiago,
en su departamento de la calle Passy 061, el 10 de julio de
1988.