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Siendo todavía una niña, Clarice Lispector preguntó a su hermana mayor
si pasaban hambre. La respuesta
fue "casi". Sólo entonces tuvo conciencia de la situación de su
familia, que había llegado a Brasil procedente de Ucrania en febrero
de 1921, dos meses después de su propio nacimiento. Junto a
"emigración" y "hambre" conviene no olvidar una tercera palabra para
acercarse al universo de la autora de La manzana en la
oscuridad: "felicidad". La dicha inconsciente de su infancia en
Recife a medio camino entre la miseria y el sol, como diría
Albert Camus, matiza la extranjería de una escritora que siempre
se sintió lo que era, brasileña, y la pobreza de una mujer que con el
tiempo terminaría viajando por medio mundo, de Washington a
Roma.
..... "¿Mis antecedentes de
escritor? Soy un hombre con más dinero que quienes pasan hambre, cosa
que de alguna manera hace de mí una persona deshonesta". Esto dice el
narrador de La hora de la estrella. Para llegar a Clarice
Lispector es, pues, útil no perder de vista esa voz que desgrana sus
últimas palabras. Como es útil tener presente esta frase: "No soy un
intelectual, escribo con el cuerpo".
..... Es cierto que para hablar
de su obra se ha evocado las figuras de Joyce, Virginia Woolf o
Machado de Assis, pero también lo es que basta abrir cualquiera de sus
libros para darse cuenta de que su tradición está más en sus entrañas
que en su biblioteca.
..... Las novelas y los cuentos
de Clarice Lispector hablan de Clarice Lispector, algo que va más allá
de la obvia relación entre el escritor y lo escrito, porque además, en
su caso, tal vez como en ningún otro, la escritora es la escritura, ya
se trate de una historia de amor (Aprendizaje o el libro de los
placeres), de la revelación a la que asiste una mujer cuando
descubre una cucaracha muerta en la habitación de su criada (La
pasión según G. H.) o de la dura vida de una mecanógrafa emigrada
a Río desde el Nordeste que se alimenta de perritos calientes y
refrescos y para la que tener futuro ya es un lujo, cosa de ricos. No
es casual que esta nordestina, Maca, sea la protagonista de La hora
de la estrella, una novela "escrita en estado de emergencia" y
publicada en 1977, el mismo año de la muerte de Lispector. Como no es
casual tampoco que la muchacha proceda de la misma región que la
autora ni que de ella se diga que "no sabía que era lo que era, por
eso no se sentía infeliz".
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En cualquier
caso, los libros de la escritora brasileña, con estar tan pegados a
las vísceras humanas, más que hablar de algo, simplemente hablan.
Aunque, eso sí, jamás renuncian a contar. De ahí tal vez esa apelación
suya al estómago frente al cerebro, a la vida frente a la letra.
"Estoy absolutamente cansado de la literatura; sólo la mudez me hace
compañía. Si todavía escribo, es porque no tengo nada más que hacer en
el mundo mientras espero la muerte". Esto se lee, de nuevo, en La
hora..., a la que seguirá Un soplo de vida, publicado
póstumamente. No deja de ser curioso que en estos dos libros finales
se extreme la pregunta lanzada ya en Cerca del corazón salvaje,
escrito con apenas veinte años: "¿Dónde está lo que quiero decir,
dónde está lo que debo decir?"
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La voz que
habla en las novelas de Clarice Lispector es consciente, como los
personajes de Samuel Beckett, de que no hay nada que decir y nada con
qué decirlo, pero también de que existe una imperiosa necesidad de
decir eso. "Hablar salva", se dice en "Tempestad de almas", un relato
en el que también se avisa de que es preciso tener valor para
abandonarse a la tormenta abismal del pensamiento porque nunca se sabe
lo que puede venir a asustarnos.
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En el fondo,
hay que decirlo ya, en las historias de Clarice Lispector, cargadas de
preguntas, se busca una sola respuesta, la más vieja y la más
escurridiza, la que declara el sentido de la existencia. La lengua
verdadera crea y destruye, por eso en algún momento, con un pie en el
estribo, Lispector escribe: "Quieran los dioses que nunca describa un
lazareto, porque si no, me cubriría de lepra". Criada en una familia
judía, la escritora conocía el valor que la cábala concede a las
palabras. Un soplo de vida no hay casualidad en el título
de este libro póstumo no es más que un largo comentario a este
extremo: "En el acto de escribir alcanzo aquí y ahora el sueño más
secreto, aquel que no recuerdo al despertar". De la conciencia de que
cualquier sueño es siempre más completo que la realidad surgen unos
libros que parecen escritos en el momento mismo de ser leídos, sin
premeditación, a sangre y fuego, sin teorías y sin literatura. En la
conciencia, finalmente, de que toda felicidad es, como reza uno de sus
títulos, clandestina, trabajó Clarice Lispector, entre la pasión y el
escepticismo, allí donde una escritora para "almas ya formadas"
florece al lado de una autora de libros infantiles que tradujo a
Agatha Christie. Junto a una conciencia absoluta hay también en sus
historias una inocencia absoluta. Tal vez por eso sus relatos están
repletos de animales. "En cuanto al hecho de escribir declaró un
año antes de morir, digo si le interesa a alguien que
estoy desilusionada. Escribir no me ha traído lo que yo quería, es
decir, paz". Acaso, como advertía el Evangelio, no vengan los
mensajeros de la verdad a traer la paz, sino la guerra. A los lectores
les queda un puñado de libros cargados de secretos. A su autora, la
gloria del intento y la grandeza de alguien que, como diría G. H., por
destino tuvo que ir a buscar y por destino volvió con las manos
vacías.
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