¡QUE BÁRBARO!
Por Luis López-Aliaga
Revista de Libros de El Mercurio, viernes
8 de julio 2005.
No sé por qué caprichosa idealización mi imaginario
solía darle al llamado boom de la narrativa hispanoamericana
un contexto acogedor, de estimulante apertura cultural. Pero basta
sacar las más elementales cuentas para comprender que el ambiente
social y político que por los sesenta saludó el ingreso
al gran mercado editorial de esa heterogénea carnada de autores
latinoamericanos
estaba lejos de ser una Arcadia cultural.
Me lo ratifica La llegada de los bárbaros, de Joaquín
Marco y Jordi Gracia, y aquí debo detenerme de inmediato para
lanzar una advertencia solidaria: no se les ocurra encargárselo
a un amigo o pariente que viaja, desaprensivo, sin margen para el
sobrepeso. Yo cometí el error y se me cayó la cara de
vergüenza cuando mi hermano me entregó el ejemplar en
formato guía telefónica, un mamotreto de 1.182 páginas
que fácilmente alcanza los cuatro kilos. Se trata de un trabajo
colectivo que intenta reconstruir, de forma vivencial y exhaustiva,
el ambiente de recepción que tuvo la literatura hispanoamericana
en España, entre los años 1960 y 1981. Un acercamiento
que sin perder rigor y agudeza mantiene la frescura del testimonio
de primera mano, muchas veces con la pasión aún burbujeante
de los involucrados, partidarios y detractores.
Aún gobernaba Franco cuando Vargas Llosa obtuvo el Premio Biblioteca
Breve de Seix Barral, reconocido como el hito que prendió la
mecha a esa suerte de explosión editorial. Una sociedad que
vivía de espaldas a la modernidad, vigilada y recelosa de lo
extraño, no parecía el espacio ideal para la expresión
literaria de un grupo de autores principalmente de izquierda, admiradores
de la Revolución Cubana, llenos de ímpetus vanguardistas.
Tampoco sus países de origen les resultaban propicios, absortos
como estaban en la precariedad económica y cultural, así
como en caudillismos bananeros o en dictaduras que comenzaban a sofisticar
sus métodos.
Pero, como siempre, la realidad está llena de paradojas y contradicciones,
con una buena cuota de suerte, además, y de voluntades individuales,
tozudas y visionarias. Uno de los hechos que desataron la masividad
de estos autores "sudacas" proviene, por ejemplo, de una
iniciativa gubernamental. Por medio de la estatal Radio y Televisión
Española (RTVE) se convocó en 1969 a
un concurso público para fomentar la lectura a través
de la edición económica de obras de reconocido valor
literario. Así surgió la colección Biblioteca
Básica Salvat, de difusión masiva, horrible diseño
y peor empaste, donde figuran autores como Vargas Llosa, Asturias,
Fuentes y Onetti, este último con un prólogo de José
Donoso. La colección tuvo, al menos en sus primeros años,
un promedio de venta de 300 mil ejemplares por obra. Curioso, si se
piensa que en las universidades públicas persistían
como obligatorias las materias de Formación del Espíritu
Nacional, Religión y Educación Física, conocidas
entre los alumnos como las Tres Marías.
Pero había una ciudad, Barcelona, y una nación, la catalana,
y un gestor lúcido y tenaz, Carlos Barral, que se encontraban
en pie de guerra contra el centralismo y la estrechez visual. Los
catalanes, ya se sabe, sufrieron como nadie las imposiciones autoritarias
y como nadie supieron mantener viva su cultura y abrir espacios para
la expresión de lo diferente, de lo extraño: en ese
grupo entraba lo latinoamericano. Como focos de resistencia clandestina
sobrevivían entonces algunos institutos de lengua catalana
y en la propia intimidad de los hogares jugaban el papel de custodios.
Es posible entonces que la apertura hacia la literatura latinoamericana
haya sido también una forma de rebelión catalana contra
la literatura española de España, contra el castellano
de la imposición, de las órdenes militares.
Aunque también fue el resultado del tesón y el ingenio
de personas como Carlos Barral, quien puso de manifiesto dos virtudes
olvidadas entre nuestros editores, el riesgo y la visión de
largo plazo. Virtudes que están lejos de contraponerse a los
fines comerciales y que de manera inmejorable lo resumía entonces
la revista «Ínsula», saludando la aparición
de la Biblioteca Breve: "En vez de ofrecer al lector aquello
a lo que está acostumbrado, y que satisface sus gustos normales,
le pide un esfuerzo para elevar ese gusto a un alimento literario
de superior o rara calidad: una literatura, un escritor, hoy minoritarios,
pero que mañana acaso sean los de mayor prestigio".
Y así ocurrió, demostrando de paso que la censura más
bestia siempre se puede sortear con una cuota importante de creatividad
y que son muchísimo más peligrosas las censuras invisibles
o las ilustradas, aquellas que se visten con las ropas del progresismo,
traje que, por cierto, siempre termina quedándoles grande.