TRES CUENTOS BREVES DE "LAS
CANÍBALES*
Manuel
Lozano
CONVERSACION CON
LIRIOS
..... Los desperdicios se
amontonan desmesuradamente por las noches. Durante el sueño, el
escriba del rey asirio Asurbanipal conversa con lirios amarillentos,
más versosímiles quizás que los lirios vistos en la ahora lejana choza
de su padre.
Ajeno por completo a la
saga mítica que lo inmortalizará en la historia de los hombres, el
habitante de la biblioteca del rey cree sentirse extraviado en aquel
jardín de flores monótonas que son, a su vez, curiosas máquinas
parlantes.
-Ellos, sin
recobrar las fuerzas, morirían con la cabeza hacia abajo- advierte uno
que a veces rebuzna-.
-Pero los otros, llegaban
a los confines de la tierra -contestó de improviso el de al lado-,
olvidando que eran legiones de Su Señor, y a él se
debían.
-Como nosotros, en otro
orden de cosas- dijo el primero con desgano, remedando el graznido de
un pájaro insoportable.
En uno de los
ángulos menos visibles del jardín, como desprendiéndose de entre las
ortigas y alguna que otra raíz seca, a plena luz de mediamañana, un
lirio dotado de una presciencia singular que iba del sueño a la
vigilia y viceversa, le recordó: “No hay diferencias entre el escriba
y el rey”, aludiendo con demasiada certeza a los festines anuales en
que ambos intercambiaban sus roles por unas pocas horas.
-Jamás encontrarás lo que
buscas por destino -le contestó una voz grave que planeaba sobre las
flores-, para agregar después como una maldición, la pregunta más
desnuda: “¿dónde estás?”
Fue entonces cuando el
escriba de Asurbanipal entendió que la duda era también posible en el
sueño, ese sumidero de los dioses, y que subía, dentro de la sangre,
como una enredadera iluminada hasta asfixiarlo.
París, 3-VI-90
LA MARAVILLOSA SANGRE DE
ALGUNAS SANTAS
.Hombres, toda nuestra
vida es un fraude
atroz que ustedes mismos traman en perjuicio
suyo, y sólo los demonios pueden reír fríamente
de la carrera
de ustedes hacia el espejo que huye.
Giovanni
Papini
.......... Son los dos reyes (o Reyes, con máyúsculas, como convendría a
época más propicia al lujo y al ornato) sentados en altísimo trono.
Están ahora al aire libre, en uno de los parques más extensos de
palacio, allí donde una simple mirada o el vuelo del ruiseñor resultan
ser ubicuos, porque al tiempo se lo violenta desde todas
partes.
El único
techo verosímil es un conjunto de nubes inclasificables que pasan
-arbitrariamente- sobre sus cabezas. Los dos Reyes saben que han
envejecido bajo nubes que no recordarán nunca. Ellos saben que están
envejeciendo, y el sol filtrado, subrepticio, entre ellas, les resalta
increíbles comisuras en la piel.
-Hasta aquí me trajeron los
imbéciles- dice ella.
Entonces se produce un
silencio casi instantáneo, granate, como el silencio que precede a las
tempestades en el jardín de palacio.
-¿Qué imbéciles, cuáles?-
contesta el Rey.
Sin siquiera meditarlo un segundo, murmura: “las
imbéciles generaciones de cromosomas nadando en este cuerpo
desvencijado”.
El se toma, apenas por unos momentos, la cabeza
entre las manos. Sabe que acaso sea un signo de debilidad o un
desacomodamiento a las rígidas leyes del protocolo doméstico que
todavía rige en su país.
-¿Sabes?- vuelve a inquirir ella. -Las marcas del cobalto
terminan por notarse, cada vez más, desde los pechos a la cintura.
Adquieren una tonalidad levemente rojiza, sobre todo al caer la
tarde.
El querría contestar, a juzgar por una incipiente mueca que ya
se desvanece, pero no lo hace. No lo haría en estos tiempos. Se
levanta del Altísimo Trono Negro de los Venerables, dejando atrás el
parque, uno de los más extensos de palacio, solísimo entre los
matorrales.
Tampoco sabe, no sabrá que al pasar por una de las
puertas laterales de su recámara (puertas laterales que no ve), entrará en
el dormitorio de su hija menor, “la más benjamina de todas, Imitación
de la Luz”; la encontrará dormitando en la
penumbra; se consumirá el incesto por sexta vez; serán descubiertos
por uno de los hijos; la madre morirá imprevistamente en el jardín de
invierno; una pantera del zoológico familiar, juguete de la hija,
destrozará algunas flores y mamposterías, y posteriormente la matará;
una gota de su sangre, guardada por un sirviente como un fetiche
inesperado, se licuará cada noche ante la extática mirada del
sobreviviente.
Málaga,
diciembre de 1993
DISOLUCION EN AGUA
Nada en el mundo puede ser más
hermoso que el rostro amado y odiado, alternativamente, que la manos
amadas y odiadas, que tanto gesto desmesurado en la vida y el sueño.
Durante cuatro años se alimentó con semillas oleaginosas y durante
algunos meses con brotes de soja previamente
hervidos.
Detestó, desde el principio, todo tipo de alcohol.
Tomaba café con leche, antes de desplazarse por las paredes o mis
piernas envejecidas por tanto movimiento, un ir y venir que llegó a
exasperar a toda la familia. Le encanta capturar libélulas para
demostrar sus habilidades de cazador. En ocasiones las introduce en
pequeñísimas jaulitas de vidrios que el mismo diseña y cuelga en el
living como trofeos. Llegamos a tener una verdadera colección. Una
mañana descubrí sus manuscritos y dibujos: juro que quedé extasiado.
¿Cómo hacer esto, apenas con una pata y dos o tres plumones? ¡Y pensar
que no sabíamos lo que era un trofeo!
Por el amor desmedido que siempre le profesé, empezó a
tiranizarme. “El amor puede ser una forma dulcísima de
estrangulamiento, lo es hasta en los sueños menos lúcidos”, me
consolaba. Pero todos los animales que traía a casa aparecían muertos
en alguna pared o simplemente en el patio. Recuerdo al mirlo de la
India, traído por una hijastra de Rabindranath Tagore, al cachorro de
dogo, al gato de angora regalado por unos gitanos de Pinamar, a la
tortuga multicolor, al zorzal de Chile. A ninguno vi agonizar, lo juro
y perjuro.
Durante la siesta, siempre corre hasta la cama y se acuesta a
mi lado, haciéndose un ovillo. A veces, frota con furia esa única uña
marfilínea que sobresale con plumitas, como si la lustrara o, quizá,
como si se preparara para algún ritual que todavía no
sospecho.
Las únicas palabras que aprendió fueron “¿en qué zona es?”,
pregunta que en el primeros días me inquietaba, pero con el correr de
los meses produjo el no ansiado acostumbramiento. Una íntima negación
lo alejaba del lenguaje humano, de la más precaria comprensión
lingüística. Mecánicamente, por lo menos así me pareció en un
principio, elegía términos o expresiones al azar. “¿En qué zona es?”,
repitió treinta y seis veces, una noche, como una burla.
Anoche hubo una fuerte lluvia e inusualmente escapó de la
canasta de mimbre. Lo busqué, desesperada, hasta la aurora. Sé que
está en alguna parte, me repito mojándome las piernas. Desde una
semana o más, no para de llover en este barrio.
Goterones negros, brillantes y macizos, llueven sobre Buenos
Aires. "¡Maribel de Juan, Maribel de Juan!", me susurran cuando
duermo, me gritan por las rendijas de las puertas, me repiten en los
puestos del mercado o a la misma entrada del cementerio. Supe verla en
fotos: ¿qué tiene que ver, Maribel de Juan, traductora al español de
los diarios de Virginia Woolf, con esta historia? Sigue la
interminable lluvia. Dicen que el agua, a veces, hierve. Todo se ha
borrado y superpuesto bajo este diluvio, hasta mi rostro que parecía
tan rosado, tan joven.
* Estos relatos fueron
seleccionados para "Buenos Aires No duerme" (1997 y 1998) y
recibieron varios Premios Nacionales (Universidad de La Plata, Gente
de Letras, etc)