Acepté con gozo, como acepto siempre que mis amigos poetas 
            me invitan a presentar sus libros, la sugerencia de Maurizio Medo 
            de participar en la presentación de La letra en que nació 
            la pena. Y acepté porque para mí, acostumbrado como 
            estoy desde la filosofía a las sequedades de los  conceptos 
            y desde la historia a los avatares de las colectividades, la presentación 
            de un poemario es una fiesta de la palabra de la cual no quiero estar 
            ausente. Me invadió luego, como me ocurre cada vez que Enrique 
            Verástegui o Róger Santibáñez me piden 
            intervenir en la presentación de sus libros, el miedo a lo 
            desconocido, el temor de aventurarme a transitar territorios sembrados 
            de imágenes y símbolos sin más armas que mi abstracto 
            instrumental teórico. Desde este instrumental, con temor y 
            temblor como Kierkegaard cuando se atrevió a levantar el puño 
            contra Dios, me acercaré a ese territorio para decir también 
            mi palabra en esta celebración del lenguaje.
conceptos 
            y desde la historia a los avatares de las colectividades, la presentación 
            de un poemario es una fiesta de la palabra de la cual no quiero estar 
            ausente. Me invadió luego, como me ocurre cada vez que Enrique 
            Verástegui o Róger Santibáñez me piden 
            intervenir en la presentación de sus libros, el miedo a lo 
            desconocido, el temor de aventurarme a transitar territorios sembrados 
            de imágenes y símbolos sin más armas que mi abstracto 
            instrumental teórico. Desde este instrumental, con temor y 
            temblor como Kierkegaard cuando se atrevió a levantar el puño 
            contra Dios, me acercaré a ese territorio para decir también 
            mi palabra en esta celebración del lenguaje. 
          Analizado en sus externalidades, el conjunto de poemas reunidos por 
            dos poetas, el peruano Maurizio Medo y el chileno Raúl Zurita, 
            en La letra en que nació la pena no quiere ser "la" 
            antología de las generaciones poéticas que vienen de 
            los años 70 hasta la actualidad. Al decir de Medo, se trata 
            sólo de una "muestra" de 24 autores, 19 varones y 
            apenas 5 mujeres, en cuya selección no ha intervenido el criterio 
            canónico de las generaciones. Lo que los editores han buscado 
            es "...mostrar líneas expresivas de autores quienes 
            por su autoexilio... , por su ubicación generacional ... o 
            por el paulatino desconocimiento que se cierne injustamente sobre 
            sus obras debido al destacado aporte que realizan en otros campos 
            ... resultan tangenciales o ajenos al decálogo programático 
            de la crítica como 'institución' " (p. 15). 
            Lo que se pretende, pues, es "...mostrar los discursos de 
            cada uno (de los autores), individualmente, y atisbar los conectores 
            que unen una poética con otra así como sus oposiciones." 
            (p. 15-16). Su máximo afán es, pues, "... el 
            de contribuir a un mayor conocimiento de nuestra creación literaria 
            complementando así otros valiosos aportes..." (p. 
            16). 
          A partir de las manifestaciones de Zurita, es pensable que los autores 
            del muestrario hayan sido seleccionados por ser considerados expresión 
            de "... la historia de una imposición y las marcas 
            incanceladas de su violencia" (p.17). Se refiere el poeta 
            chileno a la imposición, desde Garcilaso, de una lengua, el 
            castellano, que "... no nos explica por qué tenemos 
            que morir ..." (p.17) , una lengua "...que nos da 
            las palabras, pero que simultáneamente es el origen de todo 
            el silencio..." (p.19), una lengua que se recrea refigurando 
            el sacrificio primordial del primer Túpac Amaru en todos los 
            sacrificios que en el Perú han sido y serán. La poesía 
            peruana, apunta Zurita, "... continúa interrogando 
            a las palabras del idioma impuesto, a sus partículas y modulaciones, 
            a cada uno de sus acentos y silencios, para ver si aún es posible 
            traducir lo que Túpac Amaru no pudo entender." (p. 
            18) Por eso, la particularidad de nuestra poesía reside "...en 
            que en cada uno de sus autores, en cada nuevo poeta, pareciera reiterarse 
            hasta la extenuación, hasta el deslumbre y la nueva caída, 
            las señas de una decapitación y recomienzo perpetuo." 
            (p. 18) 
          Una primera lectura de esta muestra de la poesía peruana es 
            suficiente para advertir que los poemas seleccionados están 
            poblados de muerte, soledad y desamparo. Desde el primer verso "Nacer/ 
            para vivir/ la muerte siempre" (Cillóniz), hasta el 
            último "por eso incendio mi propio cuerpo" 
            (Recalde), hay un largo recorrido de ojos que se cierran para siempre 
            y "agonías en trazos" (Beleván), de 
            "ir rodando/ por el abismo de la historia" (Goldemberg), 
            de tránsito "de cópula/ a la muerte" 
            (Watanabe), de placeres agrios al amanecer (Ollé), de anuncios 
            de naufragios y "reverencias a la muerte" (Lauer), 
            de "hombres y mujeres/ carcomidos por la neurosis" 
            (Verástegui), de gallos ciegos que cantan "anunciando 
            ninguna claridad" (López Degregori), de mundos de 
            veras desolados y de "morir para vivir entre los muertos" 
            (Montalbetti), de músicas de soledad (Santibáñez), 
            de caminos solitarios (Zapata), de habitaciones oscuras (Mendizábal), 
            de no valer nada para ellos (Ruiz Rosas), de no saberse de sí 
            mismo (Chocano), de saberse desierto (Di Paolo), de vivirse envilecido 
            por la ausencia (de Ramos), de flores invertidas (Mazzotti), de bestias 
            de pelambres impuras y ojos saltones (Chueca), de alfabetos hechos 
            de gestos (Quijano), de musas que engullen los secretos (Medo), de 
            "lamentos imperceptibles" y territorios inestables 
            (Gómez), de poetas que engullen las palabras hasta que les 
            sale espuma (Helguero) y de bosques de tristeza (Ildefonso).
          Pero, además, los poemas de La letra en que nació 
            la pena están también sembrados de búsqueda: 
            el poeta no se reconcilia con la caída y busca en la oscuridad 
            "al cuervo que grazna/ y al búho que vela acompañado" 
            (Cillóniz), busca "Un fresco lugar/ Que brilla y se 
            deshace" (Beleván), busca "Los caminos del 
            amor" (Goldemberg), intenta balbucear el nombre del poder 
            para escapar de sus garras (Watanabe), busca primeramente su ser (Ollé), 
            dice lo que otros no quieren escuchar (Lauer), intenta poner las cosas 
            en claro comenzando por uno mismo y tratando de transformar toda derrota 
            en victoria (Verástegui), sigue con sus manos la luz (López 
            Degregori), busca el norte magnético guiado por una gracia 
            instintiva (Montalbetti), se asoma a ver la silueta escondida en una 
            sola luz (Santiváñez), se atreve a abrir la puerta que 
            da a la felicidad (Zapata) o a "prender una luz en medio de 
            esta habitación oscura/ tan grande" (Mendizábal) 
            o a saborear caramelos en su boca podrida (Ruiz Rosas) o a abrir los 
            ojos y reunir todas las partes de su cuerpo (Chocano), o a reconocerse 
            en el amor (Di Paolo), a descubrir nuevos fulgores (De Ramos), a poner 
            una a una "las piedras de su casa en la ciudad" (Mazzotti), 
            a "atravesar el fuego sin arder" (Chueca), a buscar 
            "salidas sobre la superficie del mar" (Quijano), 
            a columpiarse escindiendo "feraz el aire impuro" 
            (Medo), a proclamar que "la tierra es el lugar adecuado para 
            el amor" (Gómez), a escribir aunque sea con la punta 
            del zapato (Helguero), a hacer poesía para los amigos (Ildefonso) 
            y a consultar las fragancias (Recalde). 
          Lo que quiero decir, con estos recorridos incompletos y practicados 
            un tanto la azar, es que la pena, que ciertamente da densidad histórica 
            a la poesía peruana, viene acompañada tanto por la búsqueda 
            del origen de esa pena como por la exploración de caminos de 
            encuentro y de convivialidad digna entre nosotros. Y esa búsqueda 
            se hace, como no podría ser de otra manera tratándose 
            de poesía, a través del lenguaje, en una lucha con el 
            lenguaje para hacerle decir lo no decible, para transitar por dimensiones 
            no exploradas de la experiencia humana.
          Tengo para mí que la poesía peruana recogida en esta 
            muestra, precisamente por dar forma expresiva a las penas consumadas 
            y las búsquedas inconclusas que nos vienen de lo más 
            profundo de nuestra experiencia histórica, consigue decirnos 
            mucho no sólo de nosotros mismos sino de lo humano, porque 
            lo humano -y hay que decirlo en alta voz para lo oigan los predicadores 
            de universalismos y los prometedores de paraísos homogéneos- 
            no se da sino como particularidad, y nuestra particularidad, precisamente 
            por la densidad de sus penas, la opacidad de sus búsquedas 
            y, añado yo, la heterogeneidad de sus lenguajes, expresa como 
            pocas la condición humana. 
          Tenemos en el Perú el privilegio de compartir una experiencia 
            y ser parte de un entorno que facilitan la apropiación en profundidad 
            de lo humano. Y no deja de ser una pena más, no por inadvertida 
            menos lacerante, que las reflexiones filosóficas, las narraciones 
            históricas, las composiciones dramáticas y las teorizaciones 
            políticas no se hayan atrevido a asomarse a esas profundidades. 
            Sólo la poesía, o principalmente ella, se ha aventurado 
            y se sigue aventurando a escudriñar las entrañas del 
            lenguaje para dar cuenta, aunque sea balbuceando, de lo que nos constituye 
            como peculiaridad de lo humano. 
          Será que nosotros, los filósofos, los historiadores, 
            los sociólogos, los escribidores de dramas, los narradores, 
            los pensadores políticos y tantos más nos hemos comprado 
            ya, como quiere Goldemberg, "un lugar privado en el infierno" 
            o se nos ha atrofiado la nariz de tanto "olfatear el Reino 
            de la Tierra". Estamos quizá demasiado absorbidos 
            por las afanes de la cotidianidad, los cuidados del mundo de la objetividad 
            y los requerimientos del bienestar, y no hemos descubierto, como los 
            poetas, las angustiosas delicias de la devoción, la entrega, 
            el goce y la fecundidad de la libertad. Lo cierto es que en el Perú 
            sólo la poesía, o principalmente ella, tal vez por ser 
            ella misma lucha agónica con el lenguaje que hablamos y por 
            el que somos hablados, acierta a asomarse a las profundidades de lo 
            que somos, tal vez porque el mundo, como apuntara Nietzsche, se nos 
            ha vuelto fàbula y porque nosotros mismos no somos sino lenguaje. 
          
          Celebramos hoy aquí esa lucha a sabiendas de que no terminará 
            ni en victoria ni en derrota. Tendrá ustedes, los poetas, que 
            seguir sosteniendo el mundo que se nos cae a todos de la tierra para 
            abajo, tendrán que seguir perennemente bajando las gradas de 
            todos los alfabetos aunque sepan, con doloroso gozo, que no encontrarán 
            nunca la letra en que nació la pena.