Poesía
Limeña de los noventa
Antes
que la noble katerba se juntase:
Una prehistoria de los 90
Por Manuel Cadenas Mujica (*)
El siguiente no es un tratado
de crítica literaria ni una pieza histórica. Es sólo una memoria a
jirones que intento remendar luego de encontrar varias lecturas despistadas
en algunas páginas web y libros, en los que se afirma muchas cosas
sobre los poetas villarrealinos de la generación de los 90, que nos
uniríamos a principios de la década pasada en el colectivo Noble Katerba.
Seguramente no es del todo rigurosa en fechas y eventos, y habrá de
ser mejorada por neuronas más frescas, pero creo que puede ofrecer
un panorama general de la gestación de esta movida poética, a fines
de los años 80, marcando singularidades. Es, además, un tributo a
los amigos, vivos y muertos, con quienes compartimos esos días intensos.
Nosotros mismos quedamos asombrados de semejante cosecha:
éramos alrededor de catorce los que pretendíamos escribir poesía en
una misma aula en la Villarreal, en
una misma promoción, “cachimbitos” no más. Se iba 1986.
Tratamos de darle alguna explicación a ese fenómeno. La que teníamos
más a mano era que aquel año, con lo del inicio del gobierno aprista
y la cancelación del examen de admisión de 1985 por presuntas irregularidades,
se habían cuidado de que no quedase indicio alguno de la consabida
“moña” para el ingreso de estudiantes. De esa manera se les habían
colado catorce poetas que no tenían nada de “compañeros”, algunos
francamente “rábanos”, como les decían los de la estrella.
En ese momento creímos ser catorce, creo, pero más tarde entenderíamos
que a los apristas se les fue la mano con muchos más, para su mala
suerte.
No puedo acordarme de los nombres de todos, pero estaban quienes serían
más tarde la columna del movimiento poético de finales de los ochenta
(o generación de los noventa, según el gusto) en la Villarreal y fuera
de ella: Johnny Barbieri, Leoncio Luque, Alan Morales, Rodrigo Manrique,
otros menos conocidos como Valentín Parco, José Gamboa, Wilber Barreto,
Jesús Reynalte, José Manuel Marticorena…
A finales de ese año, la situación política se endureció en la Villarreal.
A una dirigencia estudiantil moderada en la Facultad de Educación,
integrada por apristas con cierta formación política, le sucedió paulatinamente
una horda delincuencial bautizada como “Los Chunchos” a raíz de cierto
incidente nocturno. Su diferencia con la bufalería tradicional era
que en su caso no tenía fines propiamente políticos. Su misión era
simplemente custodiar al decano de esa facultad, quien se haría luego
rector de la universidad y “capo” del tráfico de ingresos, Hugo Vera
Fabián.
“Los Chunchos”, reclutados para la especialidad de Educación Física
nada menos, corpúleos y brutales, se encargarían de aniquilar las
pocas expresiones de vida cultural que tenía la universidad a nuestro
ingreso, que consistían apenas en algunos conciertos de rock subterráneo
(donde conocí a José Calderón, “Peperina”, de Sociología, con quien
pusimos sountrack de Sui Generis y toda la onda argentina a
la movida poética) e invitaciones a algunos visitantes al CICLA, a
lo mucho.
Creo que es necesario conocer este contexto en la Villarreal para
poder entender lo que se gestaría a nivel literario. De alguna manera,
que no conseguíamos entender aún del todo, los poetas de la Villarreal
de esa generación vivimos en carne propia lo que se experimentaba
en todo el país desde la aparición de Sendero Luminoso. Nos encontrábamos
entre dos fuegos: el oficial, representado allí por el aprismo más
recalcitrante en todos los estamentos universitarios (que tendría
su correlato a nivel nacional en el comando Rodrigo Franco); y el
del terror, que no veía con buenos ojos que a pesar de ser testigos
de excepción de la debacle moral y política del Estado peruano en
manos de la clase política tradicional, no nos adscribiéramos a su
doctrina ni a su actividad.
La atmósfera de terror oficial que se vivía dentro del claustro universitario
era irrespirable. Todo aquello que no tuviera el sello de la estrella
aprista era visto con desconfianza, recelo y animadversión. No había
lugar para terceras vías. O eras compañero o eras rábano, “tuco”,
“terruco”. Tenías que definirte y para ello las hordas chunchas solían
entrar a los salones para establecer vínculos y adhesiones, a las
buenas o a las malas.
Con nuestra promoción, eso no fue posible. La cepa de 1986 había sido
descuidada en el afán inicial de las autoridades villarrealinas por
aparecer “honestas” ante la opinión pública, escobita nueva. El tiro
por la culata. Al mejor cazador se le escapó la liebre y así se gestó
una generación (uso el término sin ningún tecnicismo) rebelde, en
la que los poetas tuvieron un papel protagónico. Esto fue tan claro
que en las promociones siguientes (1987 en adelante, hasta la intervención
fujimorista), en las que sí se tuvo un estricto control a la hora
del ingreso, hubo sólo algunos estudiantes que se enrolarían en las
filas de la literatura, entre ellos Nelson Ricardo Ramírez Vásquez-Caicedo
y Carlos García.
Los demás, fueron seducidos por los ofrecimientos chunchos favoritos:
trago, diversión, aprobación de cursos con facilidad, puestos y cargos
estudiantiles, cachuelos bien pagados en los exámenes de admisión
(ingresos fraudulentos de “clientes” gracias a los cupos que entregaba
el rectorado a cada facultad); y, al egresar, un puesto fijo como
jefe de prácticas. La corrupción del país reproducida en pequeño,
así lo entendimos en todo momento.
En medio de esa situación adversa, de esa guerra sucia, los poetas
asumimos la conducción de la vida cultural de la universidad de manera
clandestina y sin apoyo de ninguna clase, salvo el “apoyo moral” de
profesores como Jorge Runciman y Eliseo Reátegui, que por demás nunca
pudo traducirse más que en algunas frases de aliento y advertencias
de cuando estábamos en peligro.
Universidad sin tradición literaria, sin actividad cultural establecida,
dominada por una práctica política neofascista, una cátedra mediocre
y a la defensiva con todo el país, puede entenderse lo penoso que
fue llevar adelante cualquier tipo de iniciativa, actividades o publicaciones.
Pero igual lo hicimos. En 1987, varios poetas se unieron para publicar
la primera revista de nuestra generación: Estro. La editaba
el Círculo Literario Neo Babel, liderado por Barbieri y Luque, entre
otros.
Para los que han afirmado con mucha ligereza que la generación del
90 no hizo más que copiar a Hora Zero con el asunto de agruparse,
es necesario aclarar que ese aparente gregarismo tuvo una explicación
y justificación plena en la época y circunstancias que nos tocó vivir.
Era unirse o perecer en una realidad aplastante, asfixiante. Pero,
desde un primer momento, fue claro que no se trataba de una propuesta
poética colectiva, que se evidenciara en los textos, sino de la unión
de lo diverso para la supervivencia y la acción conjunta.
Las tendencias se manifestaron prontamente y de manera natural, sin
que significasen necesariamente enfrentamientos o rivalidades. Neo
Babel agrupó a poetas de extracción provinciana y aspiraciones sociológicas
más definidas. A fines de 1987 nació la contraparte, Estigma, con
Alan Morales, Rodrigo Manrique y quien escribe. Los tres limeños y
atrapados por poéticas como la de César Moro.
Es curioso que en la mayor parte de textos en los que se alude a quienes
después seríamos Noble Katerba se insista en la referencia a Hora
Zero y a la supuesta influencia que tuvo en nuestra creación. Hay
quienes, incluso, nos han llamado simple apéndice de ese movimiento.
A eso tendríamos que responder, porque quien calla otorga, primero
con la posición que siempre tuvimos: ser ajenos a cualquier tipo de
parricidio literario. Para nosotros Hora Zero fue un referente actitudinal
por tratarse de un movimiento nacido en condiciones muy parecidas
a las nuestras, aunque en nuestro caso sin el ingrediente ideológico.
Pero no fue un referente literario de primer orden.
Ni los integrantes de Neo Babel ni de Estigma, salvo Rodrigo Manrique,
estuvimos empapados de la poética horazeriana, salvo uno que otro
texto de Verástegui o Pimentel. Más bien, nuestras preferencias en
cuanto a la lectura de poesía peruana apuntaban claramente a la poética
de los 50 y de los 60, y a los insulares de las décadas anteriores,
como Oquendo de Amat, Moro, Westphalen, Sologuren, Salazar Bondy,
Xavier Abril, Manuel Moreno Jimeno, Juan Ríos, Martín Adán o Eielson.
Circulaban entre nosotros con tráfico de hora punta las ediciones
de una antología completa de Scorza, otra de Juan Gonzalo Rosé que
Alan Morales nunca me devolvió, los Cinco metros de poemas,
colecciones de los sonetos publicados por Martín Adán en La República,
la antología completa de Javier Heraud, versos de César Calvo, Hernández,
Romualdo y otras lecturas que, como la poética de Horacio, la narrativa
kafkiana, cortazariana o de Gabo, poco o nada tienen que ver con la
poética de los 70. El único libro de esa generación que, al menos
en Estigma, fue deglutido con fruición, fue Finibus terrae,
de Jorge Nájar, que había ganado el premio COPE en aquellos años.
Veamos más puntualmente este asunto. Luis Fernando Chueca, quien ha
insistido en la cercanía de Noble Katerba con Hora Zero, afirma lo
siguiente:
“Los poetas que surgieron en los 70 quisieron
llevar a su máxima expresión estos nuevos hallazgos de la poesía,
pero tratando de desconocer su existencia previa a ellos (sólo reconocían
en la poesía peruana a César Vallejo y a Javier Heraud). Ellos eran,
según ellos mismos, los representantes de la nueva poesía peruana;
considerándose a sí mismos la "nueva vanguardia" de la poesía se creyeron
los fundadores de la poesía nacional.
La mayoría de los poetas importantes de este tiempo fueron parte de
un grupo poético y de connotaciones políticas (con un discurso radical
de izquierda) llamado Hora Zero; entre ellos destacan Jorge Pimentel,
Juan Ramirez Ruiz y Enrique Verástegui. Este grupo llevó la "voz cantante"
en la poesía de los años 70.
Otros poetas no pertenecieron a Hora Zero, pero compartieron muchas
de sus propuestas; mencionaremos a José Rosas Ribeyro y Julio Mora
Otros, finalmente, estuvieron un poco más alejados, aunque coincidieron
en algunos puntos con Hora Zero; entre estos últimos José Watanabe,
Patrik Rosas y Abelardo Sánchez León son los más importantes.
Los poetas del 70 fueron en su mayoría provincianos; esto posibilitó
que surgieran filiales de Hora Zero en muchos lugares del país, lo
que hacia parecer al grupo como un movimiento nacional, poético y
político.
El contexto socio-politico de la Poesía del 70 fue el gobierno de
Velasco. La dictadura militar se había iniciado en 1968, y tenia como
propuesta una "democratización social", "ni capitalista ni comunista"
del Perú. La reforma agraria, el surgimiento de Empresas de Propiedad
Social, la participación popular conducida desde el gobierno, la "oficialización"
del quechua, la nacionalización del petróleo y el manejo del discurso
de la izquierda, entre otras cosas -algunas logradas y muchas no muy
bien diseñadas o aplicadas- significaron, entre otras cosas el fin
de la oligarquía nacional.
Hora Zero quiso captar poéticamente los cambios que estaban ocurriendo.
Entre las características más saltantes de su propuesta poética (que
fue la principal de los 70) están:
1.- Tomar como escenario principal las calles de la ciudad, calles
desordenadas, caóticas, pero fascinantes.
2.- Sostenían que todo lo que existe es
factible de ser poetizado a partir de la experiencia y la vivencia
del poeta.
3.- La escritura debía dejar de ser un oficio profesional para poder
realizarse por cualquiera que sintiera intensamente.
4.- Lo anterior implica un cierto descuido en la escritura. Se hace
del "escribir bien" un defecto, y se desarrolla una estética "de lo
feo", lo desagradable, lo cacofónico (lo que suena mal), que es la
que mejor podía expresar -según ellos- a la ciudad y al país de ese
momento.”
Una lectura cuidadosa de los textos publicados por los poetas
villarrealinos de finales de los 80, tanto en libros como en revistas
y antologías, así como de otros documentos de la época, revelará inmediatamente
que no existe tal identidad ni continuidad. Los poetas de los 90 de
Villarreal, como he dicho, no fuimos parricidas ni desconocimos la
tradición literaria peruana contemporánea. Todo lo contrario: la asumimos
(incluido Hora Zero) y preservamos.
Como hemos observado ya, tampoco el ingrediente político ha sido una
nota destacada en nuestra generación, que no estuvo ideologizada en
el sentido doctrinalmente distintivo de los 70. De esa manera, ninguno
de nosotros se sintió portavoz de la marginalidad nacional ni obrero
de la palabra para la revolución. La nota coloquial ha sido apenas
un pincelazo que se puede encontrar con mayor nitidez, a lo mejor,
en los trabajos de Roxana Crisólogo o Gonzalo Málaga, pero en no muchos
más. La urbe fue nuestro escenario natural, no forzado, a pesar de
lo cual no se poetiza mucho sobre ella o sus personajes en el tono
narrativo de los horazerianos.
La escritura, lejos de ser descuidada, se tornó para nosotros en una
herramienta que se labra a sí misma. La estética de lo feo o desagradable,
a la que alude Chueca, está ausente de la poesía de los 90 en Villarreal.
Más bien, se pueden encontrar ecos expresivos de gran musicalidad
verbal: Moro, Westphalen, Oquendo de Amat, Martín Adán (Morales, Segura,
Cadenas, Barbieri), Vallejo (Luque, Barbieri), Heraud (Cadenas, Manrique,
Crisólogo), Calvo (Morales, Cadenas), entre otros.
Sobre el aspecto ideológico que prometí retomar, es necesario apuntar
algunos comentarios. En conversaciones que hemos sostenido con Alan
Morales, Roxana Crisólogo, Leoncio Luque, Barbieri, Iván Segura y
otros más, ha sido notorio que nuestra generación poseyó una característica
que, por sí misma, configura una diferencia notable con respecto a
las generaciones anteriores y posteriores, y que nos singulariza.
Pero no sé bien si este carácter fue compartido con otros poetas y
movimientos de la época, de otras universidades (Neón en San Marcos,
Vanaguardia en Católica).
Se ha dicho que no teníamos definición o simpatía ideológica, pero
no es cierto. Formados en la Educación Básica Regular del velasquismo,
Día de la Dignidad Nacional, nueva trova cubana y rock en español
como soundtrack vital (sin demérito de otros géneros como la
salsa neoyorquina de los 60 y 70, contestataria como se sabe), hijos
de la generación que creyó en la revolución y que amó al Che y a Fidel
y otras iconografías del socialismo latinoamericano, fue inevitable
que en nuestra percepción social hubiera una raigambre socialista.
Pero, a diferencia de quienes nos antecedieron en la palabra, algo
se había quebrado en nosotros después del fracaso del sandinismo en
Nicaragua, el desquicio fanático del senderismo y la amarga experiencia
del gobierno aprista. Y ese algo nos llevó temprano a rechazar todo
corsé ideológico, a huir como de la peste de todo compromiso partidario.
Sabíamos que esa no era la justicia social por la que miles de peruanos
y latinoamericanos habían dado su vida y sus sueños. Antes que se
hablase de “generación X” y de “fin de las ideologías”, en nosotros
había brotado el descreimiento, que más tarde desembocaría en algunos
casos en el activismo por los derechos humanos como alternativa o,
en el anarquismo, el nihilismo o teología.
Hecha esta explicación, sobre la que habría que abundar en muchos
más detalles, vuelvo al momento en que Estigma publica La Cresta
del Murelio (1988). Esta plaqueta, que sólo vería la luz una vez,
contenía poemas de los tres citados miembros de Estigma y de María
Elena Villanueva. Por primera vez en la Villarreal se publicaba en
impresión offset y composición digital (realizada subrepticiamente
en los talleres de La República por un vecino mío, diagramador)
y no en estencil, como ocurrió con Estro, incluso.
La aparición de estas publicaciones trajo como consecuencia la realización
de diversos recitales y conversatorios literarios, francamente heroicos,
ante el acecho permanente de “los chunchos”, dispuestos a darnos no
sólo de cachiporrazos y puntapiés, sino también de balazos, como ocurrió
en muchas ocasiones. Para ellos, se trataba simplemente de acciones
provocadoras y cuando nos dimos cuenta del poder de estas convocatorias,
las multiplicamos al punto de exasperarlos, pues en ellas no teníamos
pelos en la lengua para con la situación política del país y la universidad.
Eso trajo como consecuencia una serie de amenazas que fueron cumpliéndose
hasta el punto de recibir brutales agresiones físicas apañadas por
los profesores y autoridades universitarias (contra la que hicimos
una célebre marcha estudiantil, para sorpresa de los apristas), además
del hostigamiento académico e incluso robo y destrucción de documentos
y notas de los archivos de la universidad. Todos estos ataques tenían
como único propósito callarnos y/o hacernos emigrar a otra universidad,
cosa que no hicimos, a diferencia de los miembros de Hora Zero que
estudiaron en Villarreal.
A finales del 88, principios del 89, cuando la presión era más fuerte,
Neo Babel y Estigma descubrieron en la universidad otros trabajos
poéticos y literarios que se habían estado gestando paralelamente
y bajo las mismas condiciones de clandestinidad. Uno de ellos, Mural,
provenía de la facultad de Derecho y estaba integrado por Roxana Crisólogo,
Gonzalo Málaga, Iván Segura, Milagros Lazo, Teddy Panitz, Armando
Agüero y Raquel Álvarez. La empatía fue inmediata y comenzamos a caminar
juntos en la universidad, así como a abrirnos paso en otros escenarios
universitarios, gracias a invitaciones y conversaciones con integrantes
de Neón y Vanaguardia, entre otros.
No puedo olvidar referirme a Pedro Perales. Estudiante de un par de
promociones antes que la nuestra, había participado con el poeta Juan
Felipe Flores en la conformación de VoeMía, pero después pasó a integrar
el único proyecto “cultural” que tuvo el “chunchismo” aprista: la
revista Sirka, del círculo cultural del mismo nombre. Sirka
aglutinaba una serie de artículos pretenciosos pero ingenuos sobre
crítica literaria, muy al gusto de los profesores de la especialidad
de Literatura y Filosofía. La revista sirvió de plataforma hacia la
docencia universitaria a un grupo de estudiantes que no tuvieron jamás
entre sus defectos el menor signo de rebeldía ante la mediocridad
imperante en Villarreal. Pedro, desde luego, no era de esa calaña
y por eso fue maltratado y expectorado. Desde entonces, encontró mayor
afinidad con nosotros.
El intercambio poético interuniversitario empezó a ser más fluido
por entonces, a principios de 1989. Venían a la Villarreal e íbamos
a San Marcos y Católica. Recuerdo bien un recital que terminó a dinamitazos
en San Marcos y del cual escribe en algún lado de la web Miguel Ildefonso.
También empezaron los contactos con la gente de la de Lima (del taller
de Eduardo Rada, donde conocimos a Erica Ghersi, Martín Rodríguez
Gaona, Paolo de Lima, Beto Ortiz), entre otros, y de Cantuta, principalmente
con Ildefonso, que entabló gran amistad con todos. De San Marcos,
Carlos Oliva y el inefable Leo Zelada (Rubén Grajeda, alias El Principito).
Los recitales se sucedían uno tras otro, semana a semana, en todas
las universidades. Un momento de gran efervescencia y ganas de difundir
los trabajos poéticos de cada quien. Recuerdo el Peruano Soviético
abarrotado (pocos años más tarde llenaríamos también el Paraninfo
de la Villarreal con un recital maratónico en el que estuvieron todos
los horazerianos y los de Kloaca, hubo tanto poeta leyendo que a pesar
de las cinco horas no concluía el recital).
No se trataba de un poserismo, insisto, ni una necesidad de
emular a nadie, ni en Villarreal ni en otras universidades. Fue más
bien un movimiento análogo y contemporáneo al del rock subterráneo
en Lima, que surgió de la necesidad expresiva en un contexto social,
política y económicamente asfixiante, en medio de la crisis más profunda
que haya atravesado el Perú en su existencia republicana, sumida en
la violencia, la guerra sucia, el terror, las masacres, la ineptitud
política, la corrupción, la inflación, el desempleo. Salir a las calles
sin saber si se regresaría. Mientras en Lima se bailaba a pesar de
los apagones, en el interior del país comunidades y pueblos enteros
arrasados por Sendero y por las Fuerzas Armadas. Los diarios exacerbando
los odios. La televisión bañada en sangre. Las colas para los alimentos
básicos. El inti desplomado. La soplonería infiltrada en cada esquina,
cada bar, cada salón. Amigos del teatro y de la poesía asesinados
o encarcelados.
¿Una generación desesperada, cómo no iba a buscar desesperadamente
plataformas de expresión? Este es un hecho sobre el que no se ha reflexionado
del todo.
La referencia al movimiento subterráneo es inevitable. En mi caso,
tocaba en una banda de rock del Rímac que se llamaba Flagelo, que
estuvo en toda la movida junto a grupos como Leuzemia, Zcuela Cerrada,
Narcosis, Temporal y otros. El elemento musical fue clave para la
convergencia de diferentes inquietudes artísticas. Miguel Blásica,
en un momento bajista de Flagelo y luego de otro grupo llamado Masoko
Tanga, fue uno de los que cayeron en prisión, acusado falsamente de
terrorismo por su actividad teatral (luego salió absuelto).
Con Manuel Valencia, guitarrista de Flagelo, emprendimos en 1988 la
edición de la revista de arte Neo Arts, junto a Alan Morales y al
desaparecido actor Héctor Manrique (“Chamochumbi”). Héctor nos introdujo
en el mundo del teatro de vanguardia, recuerdo el montaje de El
asesinato de X que hizo en el Cocolido (hoy La Tarumba), de Aurora
Colina.
La interacción con otras artes se hizo muy intensa. Valencia ingresó
a la plana de redacción del diario Hoy y luego a Página
Libre, donde me invitó a hacer algunas colaboraciones. Ahí conocimos
a Guillermo Thorndike, a los poetas de los 70 y 80: Jorge Pimentel,
Julio Polar, Jorge Eslava, Enrique Sánchez Hernani, Eloy Jáuregui,
Domingo de Ramos; a la prodigiosa y legendaria cámara del “Chino”
Domínguez, la de su hijo y la de Sengo Pérez. La vía mediática quedaba
inaugurada y en ella nos embarcaríamos luego Alan Morales y yo.
Pero mientras ampliábamos así nuestro horizonte, de las largas caminatas
de conversación en ese centro de Lima caótico y decadente que fue
el de finales de los ochenta, brotó nadie sabe en qué momento la idea
de sumar las fuerzas poéticas. Confieso que no disfruté ni supe de
lo que ocurrió después de setiembre del 89 y hasta mediados del 90,
que es cuando se gestó Noble Katerba, sino por los informes que me
hacían llegar la irredimible fraternidad de Leoncio Luque, Iván Segura
y el flaco Alan Morales.
Para entonces, me casaba y nacía mi primera hija. No podía pensar
en nada sino en un tarro de leche en medio de los paquetazos de Alan
García y el shock de Fujimori. Vender desayunos en La Parada, a las
tres de la mañana, no le dejaba a uno muchas ganas de ir a “perder
el tiempo” a la universidad, que ya había abandonado. Pero igual me
daba mis saltos por el local de La Colmena e iba conociendo que las
juntadas para ir a leer a uno y otro sitio se multiplicaban, que Parco
invitaba a dejar todo e ir a Paracas a hacer poesía, que Gustavo Armijos
iba persiguiendo a los jóvenes poetas para publicarlos sin darles
un cobre ni decirles cuánto se llevaba por auspicios, que César Toro
Montalvo quería que los poetas de la Villarreal leyeran siempre en
la Garcilaso, que Rada salía con sus maratones poéticas en la de Lima,
que el suplemento cultural de El Peruano nos abría las puertas
para publicar algunos poemas.
Y fue entonces que se habló, en marzo del 2000, del nombrecito de
marras para un recital en el BCR. Noble Katerba y un manifiesto innecesario
en mi concepto, que alguien redactó (Pedro Perales creo) sin avisar
más que a unos cuantos, y yo que me puse exquisito y les agué la fiesta
porque eso sí era imitar. Así debió ocurrir, así ocurrió, da lo mismo.
Esta parte de la historia, como ven, la narro confusa porque confusos
fueron esos días. Sé que estuve en las reuniones en las que se multiplicaban
los proyectos, en las que se gestaban esperanzas y promesas. Sé también
que fue en aquel año, 1990, que se nos ocurrió por única vez tratar
de meternos a la política, tumbar a “los chunchos” aprovechando el
cambio de gobierno, y que en eso seguimos a Luis Alarcón “Macha Cruda”,
amigo y benefactor de los poetas, hasta que “los chunchos” nos explicaron
a balazos que aquello no sería posible todavía (tendría que venir
Fujimori con sus tanques y sus profes de San Marcos), nos impidieron
inscribirnos y quedó en nada aquel Estigma Movimiento Cultural, que
se trasformaría después, por obra y arte del nihilismo, en el Movimiento
NADA: “Pásenme la N, pásenme la A, pásenme la D, pásenme la A, ¿qué
dice? NADA, ¿más fuerte? NADA… NADA, NADA, NADA”, que no tuvo nunca
ninguna explicación pues eso significaba: NADA.
Me niego a aceptar que Noble Katerba haya sido, como dicen algunos,
nada más que un asunto coyuntural, pero tampoco puedo negar que aquellos
que fuimos no somos los mismos y que, en gran medida, nunca tuvimos
un horizonte claro respecto al papel que nos tocaba generacionalmente.
Al fin y al cabo, ¿quién lo tiene en el momento preciso? Nos limitamos
a ser, a tender puentes, a escribir, a sumergirnos sin dogmatismos
políticos ni literarios en la función social de nuestra escritura
y a la función literaria de nuestras vidas, sin demasiadas pretensiones.
Y tomamos cada quien nuestro propio rumbo.
Esa es mi verdad, a grosso modo. No quiero avanzar un paso
más, porque es historia conocida o mejor conocida que esta prehistoria
que he traído a colación. Pero creí necesario ir atrás de lo que habitualmente
se conoce sobre el movimiento poético de los 90. Ir atrás, a la gestación
de las vivencias para entenderlas, para que los historiadores y literatos
(como Ricardo Lagos), interesados en reconstruir lo sucedido y establecer
si aquello pertenece a la historia o a la nebulosa de los siglos,
sepan que detrás de documentos, publicaciones, libros y datos hubo
carne, vida, sueños y frustraciones compartidas.
(*) Manuel Cadenas Mujica. Nació
en Lima el 15 de noviembre de 1966.
Estudió en el antiguo colegio Lima San Carlos, ex Instituto de Lima,
donde empezó a escribir poesía a los doce años, alentado por el poeta
Jorge Bacacorzo, su profesor de Literatura.
Siguió estudios de Educación, en la especialidad de Lengua y Literatura,
en la universidad Villarreal (1986-1990). Allí afianzó su vocación
literaria formando en 1987, junto a Alan Morales y Rodrigo Manrique,
la agrupación Estigma, que publicó La Cresta del Murelio (1988).
Impulsador de recitales y conversatorios literarios, se inició en
el periodismo en 1988 publicando, con Alan Morales, la revista Neo
Arts.
En 1990, el mismo año que funda con otros poetas la agrupación NOBLE
KATERBA, inicia colaboraciones con las secciones de Cultura y Espectáculos
en el diario Página Libre. Desde entonces, ha desarrollado
una amplia y fructífera carrera periodística en diarios y revistas
como Novedades, Ayllu, Expreso, La Mañana, El Sol, El Mundo, Del
País, La Razón y Extra, en los que ha sido redactor y editor de
las páginas de Espectáculos, Culturales, Política y Opinión. Fue hasta
hace poco editor general del diario Expreso y actualmente es jefe
de redacción de la revista especializada en vinos, piscos y gastronomía
Dionisos.
Ha sido docente de periodismo y Lengua y Literatura en varios centros
de estudios. El 2002 se graduó como bachiller en Teología, con estudios
de lenguas bíblicas (griego y hebreo antiguos).
Compositor y cantante de la banda de rock Contrabando, grabó con ella
en 1990 el álbum Ritmos oscuros, y ha seguido escribiendo canciones
con las que prepara una producción.
Tiene escrita una novela, Patio de bestias, y varios poemarios
que ha reunido en su antología personal Los ojos del iluminado,
de próxima aparición.
Actualmente termina de escribir su poemario Viaje de Abraham.