Remigio Pluterco vivía en una de las pocas casas de dos pisos
que había en aquel barrio de arcos de piedra y calles de arena.
La construyó con cada gota de sudor, día a día,
en su eterno trajinar machando piedra en la torrentera de Miraflores.
La última vez que se dejó ver, parecía estar
muy fuerte aún. "Nadie como él para este trabajito"
dijo su compadre -Tomás Álvaro- cuando pensaron en colocar
la primera piedra de la capilla, allá por mediados de los noventa.
Sin embrago, Remigio Pluterco murió. Su mujer, Agraciada Pluterco,
cayó en profunda tristeza cuando quedó viuda y para
olvidar su vejez mezclada de soledad quiso hacer más hábiles
sus manos.
Pluterco cuando joven era muy recio, su padre le había enseñado
el arte de la cría del ganado, pero tenía un terrible
defecto, se encariñaba tanto con sus animales que no podía
venderlos después. Con ese sentimiento tan visceral y algunas
papas quedó de un metro sesenta, nadie sabía porqué,
si el papá Pluterco era una mulaza de uno ochenta y la madre
superaba la estatura del jovencito, sin embargo nunca perdió
la esperanza de que su hijo creciera. Por esa parca estatura parecía
nunca enfermar y, para colmo, siempre lo habían visto en el
trabajo muy saludable, sólido como una roca, por eso su compadre
decía lo que decía.
Un día Pluterco se dio cuenta de que su mano no iba a ser la
misma con el paso del tiempo, se le endureció tan fuerte que
no la pudo mover hasta dos días después cuando se atrevió
a colocarla sobre brasas ardientes a ver si sentía. Poco a
poco se le fue tullendo la mano de una manera tan imperceptible que
solo él lo notaba. Fueron cuarenta años que agarraba
una gigantesca comba para dominar las grandes piedras y venderlas
a cien soles la tarea. La cosa fue en aumento, un día también
se entercó el brazo y la mitad de la espalda, no pudiendo trabajar
más, entonces decidió ocultarse entre las sombras de
su casa hasta cuando el cortejo fúnebre levantara en hombros
el cajón que le regalaría el último paseo por
las arenas del barrio que el mismo fundó.
-Mejor es así- dijo la mayor de sus hijas con las lágrimas
inundando el suelo hasta que alguien le alcanzó papel. Los
más cucufatos se sorprendieron ante tal afirmación y
algunos asintieron mientras la consolaban. Pluterco soñaba
siempre con grandezas y no reparó gastos en la educación
de sus hijos, mandó a dos de los cinco a los Estados Unidos,
uno era doctor, la Miriam se convirtió en profesora y la menor
se casó muy joven sin fama ni fortuna, pero sus padres la querían
mucho pues ella era la "única" que los atendía.
Así dejó a su mujer y a su prole una buena cantidad
de plata en los bancos, una casa de dos pisos y un televisor de 21
pulgadas de estreno, que reunía a toda la familia (o la que
quedaba) a las ocho para la novela.
Lo velaron un par de días al cabo de los cuales abandonaron
sus restos en el Pabellón F del Cementerio General. Agraciada
estuvo inconsolable, a pesar de que a sus sesenta años no habían
muchas lágrimas que derramar, sumida en la más profunda
de las tristezas y sintiéndose totalmente inútil, veía
pasar las carnes de su Dionisia por su delante trayéndole la
comida todos los días, dándose un tiempo los sábados
para lavarle la ropa y fielmente se aparecía tempranito con
un sol de alfalfa bajo el brazo, al instante se ponía una chompa
vieja y barría lo poco que su madre pudiera ensuciar. Agraciada
no hallaba qué hacer en semejante casa y con tratos de reina.
No pensó mucho para decidirse por las clases gratuitas de tejido
que promovía la Municipalidad y al cabo de un mes sus dedos
iniciaban la brega incansable del tejido, se trataba de una chalina
muy ancha y bastante colorida que sería "la más
bonita que nadie haya visto jamás".
Agraciada estaba segura de que don Pluterco estaría feliz en
el cielo viéndola tan empeñosa como siempre, no había
leído nunca la historias de Homero y el nombre de Penélope
le daba la idea del más engreído de los perros. Consideraba
que su marido le daría un beso desde la eternidad cuando tamaña
diligencia estuviera acabada. Cuando Dionisia observó el interés
de su madre por el tejido conversó en secreto con su hermana
para proveerla siempre de lana y algunas revistas de tejido, cosa
que copiaba algún modelito bien lindo.
Al principio no fue tan fácil, había un divorcio entre
sus dedos, parece que ellos no hablaban el mismo idioma, mayores eran
las puntadas holgadas y otro tanto las fuertemente apretadas y el
tejido no quedaba parejo, otras veces se hincó con las duranas
pero como eran del número cuatro era imposible que le hicieran
daño. Llevaba el tejido a todos lados, convirtiéndose
en su inseparable como los perros para algunos niños. Practicaba
un poco en la combi, otro tanto cuando hacía la cola para cobrar
su pensión y un poco más mientras miraba la tele. Le
puso tanto empeño que al cabo de tres meses los dedos conciliaban
y era una maquinaria en perfecta armonía, solo esperaba que
sus dedos no se engarrotaran como los del finadito: "Dios no
vaya a querer" prosiguiendo en su labor eterna, pues tejería
la chalina más ancha y linda de la historia.
Una vez llevó el tejido al mercado, casi embarazosamente convenció
a Dionisia para que la llevara, estaba muy aburrida en casa, a pesar
del tejido y de todo lo que había avanzado con él. En
el carro de vuelta subió un fulano de aire atolondrado y pensativo
que sin querer atropelló la bolsa empujando las agujas contra
las piernas de Agraciada, al instante ella se quejó por el
dolor prorrumpiendo en insultos contra el individuo harto desconcertado
por el asunto, quien pidiendo todas las disculpas del mundo buscó
un asiento al fondo del vehículo, a pesar de ello Dionisia
volteó para decirle sus cuantas verdades, mientras la madre
se quejaba por la sangre que manaba a cántaros de su pierna
y seguramente ya le había manchado y corrido la media. No era
para menos tanto enojo. Llegó a casa con la ayuda de Dionisia,
rengueando de tal manera que parecía la pierna era totalmente
ajena a su cuerpo. Instaladas de cualquier forma, la hija corrió
a curar la herida y se encontró con que no existía tal
sino solamente en la imaginación de su madre, entonces el rubor
subió a su rostro por todo lo que le dijo a aquel joven y sospechó
herméticamente lo que sería el final de su madre.
Agraciada tejía y destejía, pues nunca estaba satisfecha
con su trabajo, imaginaba que Remigio pensaría mal de ella
si no le gustaba el trapito que le estaba haciendo y decidía
entonces cambiar de color o de modelito o de puntada o si por acá
un punto de revés, si aquí un punto de arroz y si punto
de pajarita. También existían los días en que
le escondían a propósito las lanas, seguramente la hallaban
vieja y creían que no servía para nada, demoraba un
par de horas en hallar el cestillo con sus cosas, pero si ella siempre
lo dejaba en el mueble frente al televisor, seguramente el perro bajó
del techo y en sus travesuras movía lo que se le venía
en gana.
Agraciada llegó al colmo del descontento, muchas veces concluyó
el tejido y otras tantas perdió días enteros en deshacerlo
completamente. Siempre tenía una buena razón para justificar
aquella actitud irreverente consigo misma, la conformidad era para
los chiquillos, ella tenía que ir más allá, su
vocación de tejedora le exigía perfección, pero
esta perfección era imposible, imposible hasta donde podía
dar su inteligencia. Cuando perdió la cuenta de las veces que
había iniciado y reiniciado su trabajo se hartó. Pensó
que Remigio estaba muerto y que jamás se probaría tal
chalina, que era imposible que aquel cuello largo, a pesar de sus
arrugas, se abrigaría con la prenda que le dio tanto afán,
entonces hizo un nudo al último hilo verde y suspiró
tanto aire como para hacer vivir a un muerto, pero no como el suyo
que estaba bien muerto.
Decidió que no se quedaría allí sentada viendo
pasar los años tras un par de palitos de tejer y lanas multicolores,
optó por tomar las riendas de todo lo que manejaba su marido,
era hora de enderezar el mundo a su manera. Lo primero que hizo fue
asistir a la reunión que convocaba
la junta directiva del barrio.
Estuvo allí muy tempranito, ocupó una de las filas delanteras.
Pensó porqué la gente demoraba tanto, daba vergüenza
por eso no progresaba el país. Llevó otro tejido que
había comenzado recién, era un hermoso mantel celeste,
lo tejía de punto calado con aplicaciones deflores pegadas
con silicona. Poco a poco fue llenándose el local, todos apreciaban
cuán diligente era aquella anciana que había llegado
primero. Se sentaban observándola en silencio. Cuando hubo
comenzado la reunión y después de las palabras de bienvenida,
mientras se guardaba un minuto de silencio por las madres fallecidas
pues la reunión conmemoraba el Día de las Madres, la
mujer se sentó como una niña de diez años, en
plena actitud de berrinche, gritando:
-¡Yo soy viuda, no tengo nadie que me mantenga!-
La gente se ahogó en un silencio atolondrador, la miraron volver
a su tejido sin descansar durante toda la sesión, mientras
murmuraba casi en silencio. A pesar de lo entretenida que estuvo la
ceremonia ella no sonrió ni recibió nada de la comida
o de los obsequios. Cuando la llamaron pues su número resultó
ganador de una plancha eléctrica, dijo "¡Váyanse
a la mierda!" sin levantar la vista o detenerse.
Al día siguiente, dos de sus hijos muy atentos la subían
a un taxi, llevándole el desayuno en una bolsa de plástico.
-No se preocupe mamá, va estar muy bien.
* El autor codirige
la revista de literatura ABLACIONES en Arequipa-Perú y colabora
con diversos medios informativos y culturales de la región
como del extranjero.