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Kawabata ante Kawabata

Por Luis Vargas Saavedra
Revista de Libros de El Mercurio, Viernes 14 de julio 2006

 

Acaso un orden "oriental", que ofrece efecto antes que causa, es el elegido en "La bailarina de Izu" para que el lector ahonde en por qué motivos un joven japonés, el mismo Kawabata, padece de "una sofocante melancolía".


Como siempre, el desafío de comprender a Kawabata. Son tan "japoneses" los relatos de La bailarina de Izu (Emecé, 2006, 219 páginas), que me resultan herméticos. Inferiores a los ya publicados en Historias en la palma de la mano, que resplandecen de humor, misterio y ternura. Los de este libro son desconcertantes. Y al no poder entenderlos ni sentirlos, uno... En cambio, los textos autobiográficos con que comienza, suscitan el connatural interés humano por conocer a otro ser humano.

Su secuencia en el libro ¿fue determinada por Kawabata? Tal como están, ¿qué logran? Impedirnos seguir, desde los catorce años en adelante, la evolución del Kawabata allí autorretratado. Darnos primero la superación de una falencia, después el origen de ésta. Acaso un orden "oriental", que ofrece efecto antes que causa, para que ahondemos en por qué motivos un joven padece de "una sofocante melancolía".

De modo que debemos empezar leyendo "La bailarina de Izu", un relato cuya terapia erótica corresponde a una fase ulterior en la maduración del joven, cuando a los veinte años viaja buscando enderezar su desviada personalidad. El triunfo de haber podido enamorarse y la superación de ese enamoramiento imposible hacia una niña de doce años y de clase social más baja, es explicado a la inversa, por la creciente desolación de los textos que le siguen, pero que, en su acción misma, le preceden: el escueto, parco y minimalista "Diario de mi decimosexto año" (que debiera empezar el libro, así como abre toda la obra de Kawabata: que la considera "la obra escrita más vieja que he publicado"), "Aceite","Experto en funerales" y "Recolección de cenizas".

En "Diario de mi decimosexto año", un muchacho de 14 años vive junto a su anciano abuelo. Nadie más. Debe ayudarlo a orinar, darle de comer y beber. Vuelto de la escuela, ser su samaritano. Soportarlo. Sentir que así le demuestra gratitud. Y uno se pregunta: ¿cuánto puede comprender un lozano muchacho de catorce años, de las dolencias físicas y psíquicas de un viejo de setenta y cinco, semiciego y sordo? Acaso para defenderse de ellas, para poder sobrellevarlas, apresta cien páginas donde ir escribiendo un diario de vida. O sea, de muerte. Kawabata es ese muchacho. Nos cuenta que en 1925 publicó lo escrito desde el 4 al 16 de mayo de 1914 (el abuelo murió ocho días después).

Agregó notas aclaratorias. Y en otra edición, de 1949, nos expresa su pasmo ante cuánto ya no recuerda de esos penosos días. El olvido, tema central de esas páginas, le parece un misterio y una bendición. Conmueven esos recursos de defensa emocional. Escribir es el más eficaz. El muchacho era un cronista deliberado, aunque aun tosco, que estaba sin saberlo haciendo literatura. Volviendo literatura a su abuelo. Y a sí mismo en el proceso de volverlo. Yo diría, maquiavélicamente, que el abuelo moría para que él lo escribiera, transmutando la realidad en frases.

Misteriosa bendición del oficio de escritor: sostiene a Kawabata; hasta que pierda la eficacia de sostenerlo. Se suicidará tres años antes de cumplir los setenta y cinco de su abuelo.

 

 


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Kawabata ante Kawabata.
Por Luis Vargas Saavedra.
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Viernes 14 de Julio de 2006.