Borges
de sobremesa
Por
Luis Vargas Saavedra
Revista de Libros de
El Mercurio, Domingo 11 de febrero de 2007
Los
diarios escritos por Adolfo Bioy Casares inmortalizan una amistad conversada,
tanto más extraordinaria que la de Boswell y Johnson, y que la de Eckermann
y Goethe. Menos dispar, más surtida, siempre cautivante y entrañable.
La presenciamos en todo su esplendor verbal y en su formidable dominio de la literatura
europea y criolla.
¿Cómo
pudo Bioy anotar palabra por palabra lo que Borges había dicho durante
tantas cenas semanales? Dado que Borges "no ve la clara del huevo frito en
el blanco del plato", sospecho que Bioy, aprovechándose de la ceguera
de su amigo, tomaba silenciosas notas a lápiz. Cuando Bioy calca el diálogo
habido, podemos cotejar las dos mentes: en inteligencia y lengua, sobresale Borges;
en experiencia de la vida, lo aconseja Bioy.
Se conocieron en 1932 en casa
de Victoria Ocampo. Hablaron de libros. Sería el tema inagotable hasta
1986, pespunteado con el pelambre de sus amigos y enemigos. Y con ocasionales
revelaciones autobiográficas; más de parte de Borges que de Bioy.
"Quiere decirme algo y la voz se le quiebra en llanto". "Una cobardía,
pero qué importa una más". "Me cuenta también que
está enamorado de María Kodama".
La picardía
de Borges y la solemnidad de Bioy se condimentan una a otra. En 1979, recién
operado, Borges le cuenta a su amigo: "Soñé que yo era Inglaterra
e interpreté unos tirones en la barriga como el dolor de parir a Australia.
Al despertar me alarmé un poco por haber tenido un sueño de mujer.
Tal vez la operación de próstata hiera nuestro amor propio y nos
perturbe..."
En lo literario se calibraron mutuamente; Borges, que
en la década de los treinta imitaba a Quevedo, aprenderá, gracias
a la sencillez verbal de Bioy, a desasirse de su barroquismo huero, y cristalizar
un castellano preciso. Y Bioy aprenderá a trabajar lo escrito, con el celo
artesanal de Horacio, en vez de fiarse de improvisaciones. Así confluyeron
en un clasicismo moderno que no perdona las fallas de la lógica, en gramática,
concepto y poesía, ni tampoco tolera las rimas y cacofonías en la
prosa.
Neruda y Gabriela Mistral les provocan rechazo: "Leemos Veinte
poemas de amor y una canción desesperada: no es intenso, es casual.
Tiene un idioma poco feliz, es horriblemente metafísico, es cursi".
Borges: "Pero es del 24. Es posterior a Apollinaire. Es posterior a Núñez
de Arce. Es peor que Amado Ñervo, pero menos eufónico. Dice: "¿Te
acordás de cuando Gabriela Mistral mandaba sus recados? A otro, las redacciones
de los diarios se los habrían devuelto; a ella se los publicaban".
Por
supuesto que incurren en prejuicios. Borges, más que Bioy. Por ejemplo,
Borges desahucia, sin leerlo, un cuento de Roald Dahl, porque no le gusta el argumento.
Otras veces se columpia entre el desprecio y el aprecio: Gracián, epítome
de una obsesión por las oposiciones simétricas, y el mismo Gracián,
capaz de una observación sabia y vivida. Quevedo, aquejado de la misma
vanidad verbal, pero capaz de escribir magníficos sonetos.
Lo admirable
es la intensidad vital con que han leído y comentan, relacionando obras
y autores. Citándolos, además, con una memoria que parece de gentiles
hombres del siglo dieciocho.
Un bonaerense ha de paladear mejor que un
mero santiaguino la galería de personajes. Pero, aun sin conocerlos, se
disfrutan todos los recursos de la parodia y de la sátira. ¡Qué
par de óptimos mal hablados!
Detrás de tanta conversa, sucede
Perón; y deja de suceder Perón. Siempre en Buenos Aires. Ambos amigos
no viajaron juntos. Borges regresa contando las ciudades de provincia y Bioy se
asombra de que el ciego haya visto formas y colores. Bien educado, no cuestiona
nada. Acepta el egocentrismo de su amigo que siempre prefiere sus propias ideas,
cuando juntos escriben cuentos, y que prefiere hablar en vez de escuchar, y que
lo va eclipsando en fama literaria, hasta volverlo un mero colaborador.
Mi
único reparo es que haya descrito innecesariamente algunas miserias fisiológicas
de Borges. Se vuelven miserias de Bioy. No es fácil que una amistad alcance
la perfección de San Ambrosio y San Agustín conversando en Milán.
No pretenden tanto Bioy y Borges. Y así como las esmeraldas tienen adentro
esas motas que llaman "jardines", estas conversaciones se decoran con
inevitables nimiedades que realzan sus otras grandezas.