Hacer
frente a bala perdida
Por
Rocío González
Justo en el
blanco: impecable, certera, invasiva, esta bala perdida que reúne
poemas de Monserrat Álvarez, hiere. Es decir, tira a matar, pero
lo que hace es abrir una herida demasiado presente, traer a la conciencia asuntos
más bien capoteados, adormilados, y les quita el freno y les permite irrumpir
en órganos vitales. En todo esto hay una gracia que se despliega, una suerte
de red que trasciende el cinismo verbal y la pura contienda con la muerte. Esto
es el poema, más que sus palabras o su cadencia, más que su tradición
o su originalidad: la bala, la flecha de Apolo, la misma que
nos dio el logos: "el arma suprema de la violencia, la flecha más
mortal lanzada por el arco de la vida"(1).
Ése es su impulso, una vida tocada en sus extremos, hermana de la muerte,
que al momento del disparo hace de su tránsito un baile y en su explosión
funda una maternidad cósmica, que lo mismo da a luz al ángel, que
a la tristeza que lo odia. Pero también una maternidad terrena, porque
estos textos hablan de la descarnada experiencia vital, expone su vulgaridad y
patetismo, sin que ello anule, ni por un segundo, la insistencia de lo sublime,
el énfasis en la pureza que en algunos de sus cantos humanos resuenan.
La poeta Montserrat Álvarez se coloca ahí, en el medio, no como
testigo, sino para contarlo: una especie de mediadora (quisiera decir que entre
el mundo y el misterio, pero las palabras se me achican y la grandilocuencia suena
a impostura), que (será mejor ir a la fuente, citar el poema, su exactitud
desnuda):
Así,
como el mar llega, como el amor enseña, y no con
las cansadas palabras
de este mundo, quiere hablar
el poeta
Dejar hablar a lo que habla de por sí, permitirnos escucharlo, es un anhelo
simple que se torna imposible, lo mismo en el mundanal ruido que en los salones
exquisitos y/o feroces de la retórica y las carreras literarias. Por eso
la celebración de este libro es íntima -que no solipsista- y hay
que agradecer a Rocío Cerón y al Billar
de Lucrecia su edición en México: 16 poemas que desarman;
una vez que fuiste tocado por esa bala perdida hay poco qué hacer
o qué decir, salvo compartir el entusiasmo, más bien triste, de
heridas que son ecos, que disparan versos como: Vida, cuán estólidamente
recubres las purezas iniciales… Con esa pureza sin artificios, la autora admite
sin ambages que su poesía "procede de alguna otra zona de lo real,
que no conoce limitación ni finitud; siendo, pues, yo, a fuer de humana,
limitada y finita, ¿cómo osaría corregir una línea
de lo que ya se me comunica como perfecto desde su concepción?"(2),
hablando de zona dark, su primer libro de poemas, publicado en Lima, en
1991. Una declaración así nos habla de la seguridad de la autora
en relación con su materia, pero también de una franqueza que se
agradece, y de una voluntad que cifra su apuesta en la poesía y no en quien
la escribe. Poesía que es un saber o una intuición en el mundo,
que acaso resuene en lo humano, pero lo trasciende, lo separa de sí mismo;
aunque siga hablando de las cosas del mundo, su lugar es elusivo e inquieta.
Aquí
hay más de lo que no se sabe que de lo cierto, pese a que se encara al
lenguaje de manera frontal, tal vez un poco enardecida, para no darle tregua a
lo trivial, como si todo ello ocultara, y al mismo tiempo insinuara constantemente,
un enigma. En la lectura de estos poemas cunde la zozobra -López Velarde,
lejano, sonríe-, como si la pitonisa estuviera a punto de decirnos algo
que no queremos oír, pero es demasiado tarde para arrepentirnos, pues sabemos
demasiado y no hay manera de olvidar que así es. Sin embargo, ese saber
demasiado es un estorbo para la revelación inminente -siempre inminente
y siempre pospuesta- de esta poesía, tal vez de esa certeza,
…
los poetas podríamos abrir
nuestras gargantas como lo hacen los pájaros
abandonando el ruido de las letras
para decir la música del Ser
Si
la poeta se detuviera un segundo a interpretar o a razonar con sus palabras, todo
se acabaría, la bala mataría al niño en su más absurda
literalidad; la música, domesticada por la caracola sin nombre, sería
chillido; la mar dejaría de ser un elemento peligroso. El tránsito
de la bala, como el del poema, es trance: belleza que impone su crueldad y crueldad
que se manifiesta en la belleza. Cuando el oráculo habla y el enigma revela
su naturaleza íntima, es el lenguaje que se funde en el lector y el poema,
borra los límites y desaparece las particularidades: se ha entrado en su
río, en su devenir simbólico y catártico, en el silabeo embriagador
y monótono de algo como una oración, un cuento infantil, el recuerdo
de un perro muerto, una queja o un gemido orgásmico; que lo mismo incorpora
el eco de cantos inmemoriales que el sistema de signos binarios de las computadoras,
y esas tantas palabras hechas con tanta vida hechas con tanta muerte.
Ése
es el gran misterio: el lenguaje que se hace acto en el poema, que se convierte
en cosa viva, latente, porque tú, lector, eres su respiración.
NOTAS
(1) Giorgio Colli, Después
de Nietzsche, Anagrama, p. 28
(2)
zonadenoticias.blogspot.com/2006/01