No han sido pocas las iniciativas, al menos en los dos últimos
años, que le han tomado el pulso a la industria editorial chilena
y han formulado recetas para reanimarla. Y digo reanimarla porque
el diagnóstico general parece tener los síntomas de
una enfermedad crónica: los índices de lectura permanecen
estancados hace rato, las editoriales se siguen dando vueltas en un
mercado minúsculo y muchas de ellas -especialmente los sellos
independientes- están lejos de generar alguna rentabilidad.
Pasa lo mismo con las librerías: las que han logrado sobrevivir
soportan el peso de una frágil situación financiera.
Nada nuevo en lo que va corrido de democracia.
En varias ocasiones se han sentado en la misma mesa la
Cámara Chilena del Libro, los Editores de Chile (ex Asociación
de Editores Independientes), y el Consejo Nacional del Libro. Hace
un año y medio el anfitrión fue la Fundación
Chile 21, quien convocó, acogió y coordinó el
trabajo de estos organismos. El resultado de ese diálogo, que
bautizaron como "Mesa del Libro", fue una propuesta pública
de siete iniciativas tendientes reanimar la industria editorial local.
Más tarde, en mayo de este año, una reunión similar
se desarrolló al alero de ProChile, en el contexto de un debate
signado por las oportunidades y los mercados que supuestamente se
le abren al libro chileno con los (mal llamados) tratados de libre
comercio.
A estas alturas lo que está claro es que existen propuestas
serias y bastantes afinadas para reanimar al enfermo. Nadie desconoce
la importancia que tiene el libro a la hora de formar ciudadanos con
capacidad crítica, sobre todo en el contexto de una sociedad
que tiende a la homogenización de las ideas y a postular un
pensamiento único (lo que no es libre mercado es ideología,
dicen). El libro por tanto es un instrumento clave en la formación
de una comunidad pluralista y democrática. Favorecer y garantizar
la circulación de las ideas debería ser -lo es en teoría-
uno de los pilares fundamentales de cualquier democracia. La chilena,
en este sentido, hace agua por todos lados.
El chileno tiene un acceso muy restringido al libro. Una de las principales
demandas del sector, digamos la más emblemática, tiene
que ver con disminuir el precio del libro a través del establecimiento
de un IVA diferenciado. La mayor parte de los países europeos
grava los libros con IVA, pero éste es regularmente distinto
al IVA general. Alemania, por ejemplo, tiene un IVA general de 14
por ciento y un 7 para los libros, España tiene un 15 por ciento
general y un 3 para los libros. Estudios recientes han demostrado
que un IVA del 4 por ciento sería lo más apropiado para
el mercado local. Hay que agregar de paso, y a propósito de
cifras, que uno de los vicios importantes de la industria del libro
en Chile es la falta de datos duros. En los últimos diez o
doce años no se han realizado estudios que entregan un perfil
económico serio y acabado del sector. Recientemente, Juan Carlos
Sáez, con el apoyo de ProChile, ha puesto en circulación
un documento que intenta salvar esta dificultad (no está bien
que pretendamos exportar libros si no sabemos qué es lo que
tenemos). Se trata, en todo caso, de un primer intento que sólo
da cuenta de voluntades aisladas por avanzar en la materia.
Otra de las demandas, aunque más novedosa pero no por eso
menos importante, es la Ley de Precio Fijo. El precio fijo en los
libros (tal como lo tienen revistas y diarios en nuestro país)
favorece directamente a las pequeñas librerías porque
impide a las grandes, con mayor capacidad financiera, vender más
barato o seducir al comprador con ofertas de moda. Se trata de una
norma básica para mantener una red amplia y diversa de librerías.
Desde que en 1982 Francia implementara la medida, con un éxito
del que habla un mercado del libro fuerte y saludable, muchos países
la han adoptado.
El tamaño del mercado chileno es un problema importante. Los
editores se ven forzados a imprimir a demanda, en tiradas que regularmente
no superan los 300 ó 500 ejemplares, aumentando con eso el
costo por libro y disminuyendo su margen de ganancia. La otra cara
de la moneda son los sellos españoles y algunos latinoamericanos
que han engrasado una maquinaria de distribución -apoyada regularmente
por políticas de gobierno- que abarca varios países.
Eso les permite programar tiradas en promedio no menores a diez mil
ejemplares. En la actualidad ningún editor chileno está
en condiciones de aventurarse en una empresa como esa.
En este sentido, la apertura de mercados en que se ha concentrado
el gobierno chileno en el último tiempo, debería ir
necesariamente acompañada por incentivos reales a la industria
editorial local, si lo que queremos realmente es salir a pelear, aunque
sea una mínima porción, de ese tremendo mercado que
está allá afuera, el de lengua española. Pero
también es necesario que los editores chilenos programen sus
políticas editoriales con el ojo puesto en el lector extranjero,
apostando, por ejemplo, por títulos atractivos en otros países,
o comercializando traducciones y derechos de acuerdo a un mercado
más amplio.
Es importante también que el Estado y sus instituciones coordinen
de mejor manera la compra de libros, y concentren esos recursos en
el apoyo a la edición local. Y también es urgente que
el Consejo Nacional de Libro pueda realizar un esfuerzo mayor de promoción
de los autores y editores nacionales. Muchos países cuentan
con un premio anual a la mejor edición, o al mejor editor.
Chile no lo tiene.
Tengo que decir finalmente que ha sido fundamental el papel que ha
jugado Editores de Chile en la formulación de muchas de estas
propuestas y demandas. Su existencia -tienen algo más de tres
años de vida como asociación gremial- ha sido clave
para provocar el diálogo. Más que convocar en sus filas
a una docena de editoriales, son un grupo de personas que han apostado
por la diversidad y la libre circulación de las ideas, y que
de fondo comparten la pasión por ese viejo y maravilloso oficio
de hacer libros.