La historia es simple: Elizabeth Costello es una escritora australiana,
entrada en años, reconocida por la crítica y por los
lectores del mundo entero, que viaja por el mundo dando y escuchando
conferencias,
y que tiene la cabeza muy lúcida como para desbancar con argumentos
-y a ratos también con verdaderos sofismas- a sus rivales ocasionales.
Las anécdotas son mínimas en una novela -la última
entrega de Coetzee, Premio Nobel 2003- que funciona mejor como una
colección de ensayos y sesudas disquisiciones.
Dividida en ocho lecciones y un epílogo, la novela tiene algunos
antecedentes en el propio itinerario de Coetzee como conferencista.
Los capítulos 3 y 4 (La vida de los animales), por ejemplo,
son la lecciones que pronunció el autor en la cátedra
Tanner en la Universidad de Princenton durante el curso de 1997-1998.
En la novela, Coetzee subvierte el formato tradicional de las conferencias
y atribuye los argumentos a una Elizabeth Costello fanáticamente
vegetariana y que no tiene pelos en la lengua para emprender una batalla
verbal a favor de los derechos de los animales: llega a sostener que
el holocausto judío es poco comparado con el genocidio y las
torturas a las que hemos condenado por siglos a los animales. Puestos
así, sus argumentos parecen simples, políticamente incorrectos,
y fácilmente descartables, pero hay ver cómo el lector
sucumbe ante ellos por obra y gracia de una retórica nada despreciable.
Lo mejor de la novela no es por supuesto su agilidad narrativa. En
muchas ocasiones el texto se vuelve denso, repleto de argumentos y
referencias difíciles, y susceptible de ser abandonado por
un lector que busca algo más de, digamos, aventura. Sin hacerle
mucho asco al cliché, uno puede afirmar con soltura que las
aventuras aquí son intelectuales. Y los temas atractivos: el
tratamiento del mal en la literatura, la novela en África y
el erotismo, entre otros.
Coetzee juega entre los límites de la novela y el ensayo. Supera
(quién sabe si de fondo se trata también de una gran
parodia) aquella concepción tradicional, utilitaria y algo
inocentona de la novela que supone que la ficción "sirve
para tratar" grandes problemas o espesos dilemas éticos.
Coetzee no escribe aquí una historia para aludir a un tema,
sino que lisa y llanamente lo instala como problema con todos los
argumentos que existen, a favor y en contra, como si de fondo intentará
rescatar para el ejercicio intelectual el viejo diálogo socrático,
fundador del pensamiento occidental. Y ojo, que para los griegos y
para las humanidades, Elizabeth Costello también tiene una
muy contundente defensa.
Aunque sea una cuestión muy difícil de probar, no hay
que confundir la opinión de la anciana escritora con la del
propio Coetzee. Afincado hace un par de años en EEUU y sumergido
en su cátedra de literatura en la Universidad de Chicago, de
Coetzee poco se sabe: es muy poco dado a las entrevistas y a la vida
pública. De hecho, se lo ha acusado de eludir sus responsabilidades
intelectuales sobre determinados problemas, y de esconder tras la
ficción sus opiniones. Y la ficción es eso: ficción.
Con todo, Elizabeth Costello es una novela ambiciosa, que funciona
también como una ácida parodia al mundo académico,
y su autor no es otro que uno de los narradores mejor dotados en el
panorama de las letras mundiales.
J. M. Coetzee
Elizabeth Costello
Mondadori, 238 págs.
* * * *** * * *
Elizabeth Costello
por J. M. Coetzee
En El Cultural de España
El esperadísimo nuevo libro
del último premio Nobel, J. M. Coetzee, llega por fin
a España. Elisabeth Costello (Mondadori) es la historia
de una escritora que no existe, tal vez un alter ego del propio Coetzee,
un personaje que ya había aparecido en libros anteriores y
que ahora es desarrollado por completo. El Cultural anticipa a sus
lectores las primeras páginas de una novela (contada según
las normas del ensayo) en la que Mario Vargas Llosa ha visto un lado
quijotesco.
En primer lugar está el problema del arranque, es decir, de
cómo ir desde donde estamos ahora, y ahora mismo todavía
no estamos en ninguna parte, hasta la orilla opuesta. Sólo
es cuestión de cruzar, de tender un puente. La gente soluciona
problemas así todos los días.
Pongamos por caso que lo conseguimos, sea como fuere. Digamos que
el puente ha sido construido y cruzado, y que podemos quitarnos el
problema de encima. Hemos dejado atrás el territorio en el
que estábamos. Y estamos al otro lado, que es donde queríamos
estar.
Elizabeth Costello es escritora. Nació en 1928, lo cual quiere
decir que tiene sesenta y seis años y va para sesenta y siete.
Ha escrito nueve novelas, dos libros de poemas, un libro sobre ornitología
y ha publicado bastante obra periodística. Es australiana de
nacimiento. Nació en Melbourne y sigue viviendo en esa ciudad,
aunque entre 1951 y 1963 pasó una temporada en el extranjero,
en Inglaterra y Francia. Ha estado casada dos veces. Tiene dos hijos,
uno de cada matrimonio.
Elizabeth Costello saltó a la fama con su cuarta novela, La
casa de Eccles Street (1969), cuya protagonista es Marion Bloom, la
mujer de Leopold Bloom, el protagonista de otra novela, Ulises (1922),
de James Joyce. En la última decada se ha desarrollado en torno
a ella una pequeña industria crítica. Incluso existe
una Elisabeth Costello Society, con base en Alburquerque, que publica
un boletín trimestral, el Elisabeth Costello Newsletter.
En la primavera de 1995, Elizabeth Costello viajó, o mejor
dicho, viaja (en presente) a Williamstown, Pensilvania, al Altona
College, para recibir el premio Stowe. El premio se entrega cada dos
años a un escritor mundial de primera fila, elegido por un
jurado compuesto por críticos y escritores. Consiste en cincuenta
mil dólares, legados por el patrimonio de los Stowe, y una
medalla de oro. Es uno de los premios literarios más importantes
de Estados Unidos.
En su visita a Pensilvania, a Elizabeth Costello (Costello es su
apellido de soltera) la acompaña su hijo John. John es profesor
de física y astronomía en una universidad de Massachusetts,
pero por razones privadas está en pleno año sabático.
Últimamente Elizabeth ha perdido fuerzas: sin la ayuda de su
hijo no estaría llevando a cabo este viaje tan agotador a través
de medio mundo.
Avanzamos. Han llegado a Williamstown y los han llevado a su hotel,
un edificio sorprendentemente grande para una ciudad tan pequeña,
un hexágono alto, todo de mármol oscuro por fuera y
de cristal y espejos por dentro. En la habitación de Elizabeth
tiene lugar la siguiente conversación:
–¿Estarás cómoda? –le pregunta su hijo.
–Estoy segura de que sí –contesta ella.
La habitación está en el piso doce, desde donde se pueden
ver un campo de golf y unas colinas boscosas más allá.
–Entonces, ¿por qué no te tumbas y descansas? Nos vienen
a buscar a las seis y media. Yo te llamo cuando falte un rato.
Él se dispone a salir. Ella habla.
–John, ¿qué quieren exactamente de mí?
–¿Esta noche? Nada. No es más que una cena con miembros
del jurado. No nos retiraremos tarde. Les recordaré que estás
cansada.
–¿Y mañana?
–Mañana es otra historia. Me temo que vas a tener que remangarte.
–Me he olvidado de por qué acepté venir. Parece que
es meterse en un jaleo enorme para nada. Tendría que haberles
pedido que se olvidaran de la ceremonia y me enviaran el cheque por
correo.
Después del largo vuelo, Elizabeth aparenta su edad. Nunca
ha cuidado su aspecto. Antes se lo podía permitir, ahora la
edad le pasa factura. Parece vieja y gastada.
–Me temo que no funciona así, madre. Si aceptas el dinero,
también tienes que aceptar el espectáculo.
Ella niega con la cabeza. Todavía lleva puesto el viejo impermeable
azul que se puso en el aeropuerto. Su pelo tiene un aspecto grasiento
y marchito. Ni siquiera ha empezado a deshacer las maletas. Si su
hijo la deja sola, ¿qué va a hacer? ¿Acostarse
con el impermeable y los zapatos puestos?
Él está aquí, con ella, por amor. No se imagina
a su madre pasando por este padecimiento sin él a su lado.
Está con ella porque es su hijo y la quiere. Pero también
está a punto de convertirse en –palabra desagradable– su amaestrador.
Piensa en ella como en una foca, una foca de circo vieja y cansada.
Que debe tirarse una vez más al tanque de agua y demostrar
que puede mantener la pelota en equilibrio sobre el morro. Y a él
le corresponde persuadirle, darle ánimos y ayudarla a llegar
al final de la actuación.
–Es lo único que saben hacer –dice en el tono más suave
que puede–. Te admiran, quieren rendirte honores. Es la mejor manera
que se les ocurre de hacerlo. Darte dinero. Publicitar tu nombre.
Usar una cosa para hacer la otra.
De pie ante el escritorio estilo imperio, hojeando los folletos que
le dicen dónde comprar, dónde cenar y cómo usar
el teléfono, Elizabeth le echa una de esas miradas breves e
irónicas que todavía tienen el poder de sorprenderle,
de recordarle quién es ella.
–¿La mejor? –murmura.
Él llama a la puerta a las seis y media. Ella está
lista, esperando, llena de dudas pero lista para enfrentarse al enemigo.
Lleva su vestido azul y su chaqueta de seda, su uniforme de señora
novelista, así como los zapatos blancos que no tienen nada
de malo pero que le dan aspecto de pata Daisy. Se ha lavado el pelo
y se lo ha peinado hacia atrás. Todavía tiene un aspecto
grasiento, pero honorablemente grasiento, como el de un peón
y de un mecánico. Y ya tiene esa expresión pasiva en
la cara que, al verla en una jovencita, uno consideraría retraída.
Una cara sin personalidad, de esas que obligan a los fotógrafos
a trabajar para darles algún elemento distintivo. Como Keats,
piensa él, el gran defensor de la receptividad inexpresiva.
El vestido azul y el pelo grasiento son detalles, señales
de un realismo moderado. Suministra los detalles y deja que los significados
emerjan por sí mismos. Un procedimiento del que fue pionero
Daniel Defoe. Robinson Crusoe, náufrago en una playa, mira
a su alrededor en busca de sus compañeros de barco. Pero no
hay nadie. “Nunca los volví a ver, ni vi otro rastro de ellos
–dice– que tres de sus sombreros, una gorra y dos zapatos desparejados”.
Dos zapatos desparejados. Al estar desparejados, los zapatos dejaban
de ser calzado y se convertían en pruebas de la muerte, arrancados
de los pies de los ahogados por los mares espumeantes y arrojados
a la orilla. Nada de grandes palabras, nada de desesperación,
simplemente sombreros, gorras y zapatos.
Hasta donde él puede recordar, su madre siempre se pasaba
las mañanas encerrada escribiendo. No se la podía interrumpir
bajo ninguna circunstancia. Él se veía a sí mismo
como un niño desafortunado, solo y al que nadie quería.
En los momentos en que sentían más lástima por
sí mismos, él y su hermana se desplomaban delante de
la puerta cerrada con llave y hacían ruiditos parecidos a gemidos.
Con el tiempo los gemidos se convertirían en canturreos y silbidos
y ellos se sentirían mejor, olvidarían su abandono.
Ahora la escena ha cambiado. Él ha crecido. Ya no está
delante de la puerta sino al otro lado, observando cómo su
madre se sienta de espaldas a la ventana y afronta la página
en blanco, día tras día, año tras año,
mientras el pelo negro se le vuelve lentamente gris. Qué obstinación,
piensa él. Su madre merece la medalla, no hay duda, esa medalla
y otras muchas. Por un valor más allá del cumplimiento
del deber.
El cambio llegó cuando él tenía treinta y tres
años. Hasta entonces no había leído ni una palabra
de lo que escribía su madre. Aquella era su réplica
hacia ella, su venganza por haberle dejado fuera. Ella lo negaba a
él, así que él la negaba a ella. O tal vez él
se negaba a leerla para protegerse a sí mismo. Tal vez aquel
era el motivo más profundo: mantener alejado el rayo. Luego,
un día, sin decir una palabra a nadie, sin siquiera murmurar
nada para sí mismo, cogió de la biblioteca uno de los
libros de su madre. Y se lo leyó todo, sin esconderse, en el
tren o sentado a la mesa a la hora del almuerzo.
–¿Qué lees?
–Uno de los libros de mi madre.
Él aparece en los libros de ella, en algunos. Igual que otra
gente a la que reconoce. Y debe de haber muchos más a los que
no reconoce. Ella escribe sobre sexo, sobre pasión, celos y
envidia con una sabiduría que lo impresiona. Es ciertamente
indecente.