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EL LIBRO

Por Marco Antonio Campos


.. .. .. .. .. .

a Juan Domingo Argüelles y
a Félix Suárez, que tanto han
 hecho por el libro en México

Cuando el poeta Félix Suárez me invitó a dar una conferencia acerca del libro se lo agradecí expresamente, porque desde hacía tiempo quería escribir sobre el asunto. Cuando me propuso que la conferencia se titulara “El viajero inmóvil”, pensé que ésa era una de las mejores definiciones, y Baudelaire la hubiera aprobado de inmediato, pero también recordé que era el título que el notable crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal puso a su libro sobre la figura y la obra del poeta chileno Pablo Neruda, pero en este caso queriendo significar que Neruda había viajado sin sosiego sobre la tierra, pero en el fondo nunca había salido de Chile, su país tantas veces desangrado.

Con sólo abrir un libro se entra a una nueva vida, me refiero desde luego a los buenos y elocuentes, si bien, como dice Borges, apoyándose en el romano Plinio, no hay libro malo que no oculte bellezas.

Es curioso: En los tiempos de la antigüedad judía no era recomendable la lectura de muchos libros. Si consideramos a la Biblia como libro sagrado, si nos detenemos al final del Ecclesiastés, nos encontramos con una advertencia o amonestación del Predicador (12-11-12): “Las palabras de los sabios con como puyas, y como clavos fijados por los maestros de las asambleas, las cuales da un solo pastor. Y más, y por esto, hijo mío, escucha esta advertencia: hacer muchos libros no tiene fin, y mucho estudiar es una aflicción de la carne”. ¿Por qué en este libro tan sabio y tan bello encontramos estas líneas que sólo dan desaliento? El mensaje es claro: mucho escribir y mucho estudiar no da al hombre la dicha. Pensamiento y felicidad no suelen estar unidos, en fin, la letra mata y el espíritu vivifica. Por eso el Predicador inmediatamente añade: “El fin de todo discurso oído es éste: Teme a Dios, y guarda sus Mandamientos, porque es el deber del hombre » (12, 13-14). O sea: Si no está escrito en la Biblia, si no ha sido dicho por Dios, si no temes su castigo, si para el caso no sigues exclusivamente sus Mandamientos, sólo conocerás la fatiga y la aflicción de la carne. Todo lo demás es trasgresión y desvarío y nunca vas a engañar a Dios porque conoce de nosotros “toda cosa secreta, buena o mala”. Con el perdón de la Biblia, con el perdón del Predicador, si yo hubiera vivido en ese entonces, no sé qué hubiera hecho ante la realidad circundante, pero al leer hoy la advertencia, sonrío, y como alguien que ha amado los libros por cosa de 45 años, diría que no le haría el menor caso. Desde luego debemos entender que los judíos en aquellos tiempos eran un pueblo ultra religioso, el cual, la gran mayoría, no sería muy entendida en la lectura y paradójicamente debían circular pocos libros.

Dos siglos después de Cristo, el escritor sirio Luciano de Samosata, de expresión griega pero ciudadano romano, había detrás de él, como en todo escritor satírico, un feroz e implacable moralista. Dentro de las numerosas obras que escribió, hay un opúsculo satírico, “Contra el ignorante que compraba muchos libros”, donde, al revés del Predicador bíblico, la censura no es a aquél que lee muchos libros sino al que compra en demasía, caros y muy bellos, y simula que los lee, o bien los lee y entiende escasamente o nada. No conocemos el nombre de la persona a quien la sátira va dirigida, pero sabemos que es sirio como él. El comprador de libros pasa por culto entre sus aduladores, pero para quienes nada le deben es un simulador y un ignorante, y como tal, objeto de mofas y de chistes. Luciano de Samosata se dirige a alguien en particular, pero al mismo tiempo el sirio representa a todos los que fingen igual que él ser denodados lectores. ¿Cuántos nuevos ricos o bibliófilos y libreros modernos no hacen lo mismo que el falso lector de la sátira de Luciano? O como dijo el propio Luciano repitiendo un refrán: “Un mono es un mono, aunque tenga insignias de oro”. Dentro de las sabias reflexiones o máximas que encontramos en el opúsculo de Luciano, me gustaría reproducir esta: “Dos son las cosas que se podrían aprender de las obras antiguas: el poder decir y hacer lo que se debe, imitando a los mejores y huyendo de los peores”.

Si saltamos al siglo XVI y XVII, podríamos detenernos y hablar de Michel de Montaigne  (1533-1592) y de Francisco de Quevedo (1580-1645), que para la época, uno de 59 y otro de 65 años, habían vivido los años del judío errante. Montaigne, fundador del ensayo moderno, a quien tanto admiraron Jorge Luis Borges y Juan José Arreola, y quien escribió precisamente un hermoso texto titulado “De los libros”, no trata de sorprender a nadie, como el sirio de Luciano, con una aparente o fingida sabiduría. Admirador de los poetas, sintió menos cerca la Eneida que las Geórgicas de Virgilio, y gozó hondamente con el poema totalizador de Lucrecio (De la naturaleza de las cosas), con los epigramas del desdichado Catulo y con la sabiduría emotiva de Horacio. Del teatro, que era también poesía, se encantaba con las obras de Terencio, “cuyas perfecciones y bellezas nos hacen olvidar sus argumentos”. A Montaigne no le gustaban en poesía (en eso estaríamos de acuerdo) ni el ornato ni lo rebuscado.

Conocedor de sus límites intelectuales, los cuales eran menos de los que decía y creía, Montaigne confiesa en su ensayo que nunca tuvo intenciones de ir más allá de lo que el talento le dio[1]. En casi todos sus ensayos se apoya en las obras de los romanos antiguos y las citas que reproduce, afirma, le importan más por la calidad que por la cantidad. Pero los autores que más admiró o veneró no fueron los poetas, sino el historiador Plutarco y el filósofo Séneca. Respecto a que buscaba con la lectura, es decir, el por qué y para qué leía, contestó algo con lo cual casi íntegramente estaríamos de acuerdo: “En los libros sólo busco un entretenimiento agradable, y si alguna vez estudio, me aplico a la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo, la cual me enseña al bien vivir y al bien morir”. Si se mira bien, hay dos recomendaciones espléndidas: una, sólo leer por deleite, o sea, si hay un libro que resulte de difícil lectura, sencillamente desecharlo; la otra -en el fondo es lo mismo que recomendaba Luciano de Samosata-, que no es necesario el número de libros sino los selectos que nos enseñan y deleitan, y por tanto, nos ayudan a conocernos y a bien vivir y a bien morir. Por supuesto que para “bien vivir” ya se debía haber leído mucho, y a través de un tamiz, escogido los estrictamente necesarios, y “para bien morir”, deberían ser ante todo lectores que sintieran o miraran que la vida se les escaparía pronto de las manos.

Borges dijo de Quevedo que era menos “un hombre que una dilatada y compleja literatura”. Recordemos aquí, del gran poeta madrileño, uno de sus inolvidables sonetos que suenan como una gran verdad cuatro siglos después:

                                   Retirado en la paz de estos desiertos
                                   con pocos pero doctos libros juntos,
                                   vivo en conversación con los difuntos
                                   y escucho con mis ojos a los muertos.

                                   Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
                                   o enmiendan o secundan mis asuntos
                                   y en músicos callados contrapuntos
                                   al sueño de la vida hablan despiertos.

                                   Las grandes almas, que la muerte ausenta,
                                   de injurias de los años vengadora,
                                   libra, ¡oh gran don Josef!, docta la imprenta.

                                   En fuga irrevocable huye la hora;
                                   pero aquella el mejor cálculo cuenta,
                                   que en la lección y estudios nos mejora.

Por supuesto que Francisco de Quevedo no estaba, como se escribe, en un desierto o en una ermita, sino exiliado en una lejana y apacible casa llamada la Torre de Juan Abad, en Ciudad Real, situada en Castilla la Vieja. De dos plantas, la casa aún existe. Lo dicho por él es una manera bellamente poética de trasponer los sitios.  Quevedo la ve como un lugar apartado donde hay pocos pero selectos libros y en su soledad creativa los lee con provecho. Quevedo nos cuenta que entabla un diálogo con los autores a través de sus libros en el tiempo cuando él vive y fuera del tiempo donde ellos están. Por desgracia, no sabemos cuáles, pero podemos imaginar al menos, entre otros, a Séneca, Virgilio, Horacio, Luciano, Juvenal, Petrarca, y a los grandes poetas que lo antecedieron en España (los autores del Romancero y el de El Cid, el Arcipreste de Hita, el Marqués de Santillana, Jorge Manrique y Garcilaso de la Vega), quienes le hacen entender más el sentido del mundo que le tocó vivir. Al leerlos, confirma o le hacen corregir lo que piensa. En un soneto, donde casi cada línea, sobre todo las ocho de las dos cuartetas, son monedas de oro puro, dice en dos líneas que nos emocionan y elevan: “Y en músicos callados contrapuntos/ al sueño de la vida hablan despiertos”. Si vamos al diccionario, nos da cuatro acepciones de la palabra contrapunto; en música tiene dos y a mi juicio son las que más se acercan a lo que quiso decir. Una es: “Concordancia armoniosa de voces contrapuestas”, y la otra: “Estudios de las [leyes] que rigen el movimiento conjunto de varias líneas melódicas contrapuestas”. Es decir, estos versos significan que en bellísimo contrapunto los libros son los que se hallan despiertos y hablan al sueño que es la vida.

Hacia fines del siglo XIX -muy insistentemente Oscar Wilde- se decía que en el arte en general importaba más la estética que la ética y creo que en general esta idea siguió operando en el siglo XX. Tengo para mí que hay una secreta contradicción. Si un libro es hermosamente imaginativo o de una emoción intensa o encanta al entendimiento, mente, corazón y alma y entendimiento crecen, y comprendemos un poco mejor la vida. Por ejemplo en mi primera juventud fueron deslumbramientos y revelaciones libros de Platón, Nietzsche, Bertrand Russell, Stendhal, Hermann Hesse, Giovanni Papini, Albert Camus, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Octavio Paz, Paul Valéry, Dante, los poetas del Dolce Stil Nuovo, Giacomo Leopardi, Pablo Neruda, César Vallejo, T. S. Eliot, Giuseppe Ungaretti, Federico García Lorca… Sin la lectura de sus libros no me imagino escribiendo nada.

Saltemos y entremos ahora al turbulento siglo XX, el siglo de los totalitarismos aciagos y de las guerras de exterminio total. Una de las obsesiones angustiosas de Ray Bradbury fue la desaparición del libro como objeto; quizá ninguna novela es más emblemática con este tema en la historia de la literatura que Fahrenheit 451. Sin embargo, tres años antes, en 1950, en Crónicas marcianas, en uno de sus cuentos maravillosos (“Casa Usher II”), el protagonista, llamado William Stendahl [2], manda a construir –a reproducir lo más fielmente posible- la casa Usher del cuento de Edgar Allan Poe hasta volverla “admirablemente siniestra”. El cuento es un gran homenaje a Poe, pero ante todo narra una calculada venganza contra aquellos que quemaron en la Gran Hoguera, en un hipotético 1975, los libros de Poe y de Nathanael Hawthorne, de H.P. Lovecraft y de Ambrose Bierce, en fin, “todos los cuentos de miedo, de fantasía y horror”, y lo peor, sin ni siquiera haberlos leído. Ya antes, en un también hipotético 1960, habían hecho arder las historietas, las novelas policiales y las películas y mandaron cerrar salas de cines y de teatro. A Stendahl, que logró preservar su biblioteca diez años luego de la Gran Hoguera, le quemaron 50, 000 libros, y a su amigo y cómplice el cineasta Pikes, todas sus películas. La irreparable pérdida les había hecho crecer con los años el rencor y la furia. Los destructores de libros, dice William Stendahl, tenían miedo de todo, tenían miedo hasta “de la palabra ‘política’, que entre los elementos más reaccionarios acabó por ser sinónimo de comunismo, de modo que pronunciar esa palabra podía costarle a uno la vida” [3]. Ambos, Stendahl y Pikes, preparan la trampa. La misma noche que terminan la casa deciden hacer una vertiginosa fiesta de máscaras y disfraces. La casa la hacen habitar con los personajes espléndidamente siniestros y los elementos aniquiladores de las ficciones de Poe (fosas, el gran péndulo, los muros nefastos, la calle Morgue…) En el cuento, como después en su novela Fahrenheit 451, ya dijimos, hay brigadas especializadas de desmanteladotes, o mejor, incendiarios de libros, para quienes su tarea es un deber y un deleite. Las capitanea un tal Garret, quien al enterarse del hecho, decide destruir esa misma noche la Casa Encantada, para que todo esté “limpio y ordenado como en la tierra”. Garret llega primero a saludarlo, o mejor, un doble de Garret.  El falso Garret no deja de admirar de Stendahl su “genio inventivo”. El verdadero Garret es quien llega en la noche al magnífico estreno de la casa. Stendahl ha invitado asimismo a la gran fiesta a los subordinados de Garret, es decir, a aquellos “miembros de la Sociedad de Represión de la Fantasía”, todos muy bien escogidos por Stendahl de quienes se ha hecho amigo. Uno a uno los libricidas caen en las trampas que les ha tendido Stendahl siguiendo la trama de los cuentos de Poe. A medianoche huyen Pikes y él. La casa se derrumba. En una admirable conjunción el cuento de Poe y el cuento de Bradbury se cierran a la vez. La venganza se consuma: los aniquiladores de libros son a su vez aniquilados por la imaginación que han aportado los mismos libros a los magníficos homicidas.

Una variación de este cuento se halla en su siguiente libro de ficciones (El hombre ilustrado). Tiene como título “Los desterrados”. Es una historia hermosa y tristemente dramática ubicada en el siglo XXII, y más precisamente en 2120. Aquí los escritores de historias sobrenaturales viven exiliados en Marte, y hacen su vida cotidiana en un castillo, gracias a que una parte pequeña de los libros que escribieron, henchidos de fantasía y terror, se salvó del horno germicida donde se pretendió quemarles todos sus libros. Eso pasó exactamente un siglo antes: en 2020. Habitan en Marte, en ese principio del siglo XXII, entre muchos, Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce, William Shakespeare, Charles Dickens, Blackwood, Coppard, Arthur Machen y Lord Dunsany, acompañados por los héroes y personajes que crearon en sus obras. Estos autores de fantasías y sueños prodigiosos se enteran repentinamente que en una hora llegará a Marte un peligroso cohete, donde vienen los libros que escribieron, gracias a los cuales ellos y sus personajes, como dijimos, aún viven, pero que de ser destruidos significará también su propia muerte física. Pese a la estrategia de Poe, que pone pozos y péndulos y gatos negros y crea enterramientos prematuros y llama a la escalofriante Muerte Roja, pese a las brujas macbethianas que utilizan fuegos y humaredas y calderos y demonios y dragones amarillos y un enredo de plantas espinosas, pronto los narradores de relatos sobrenaturales se dan cuenta que ya ha empezado la quema de los libros, porque el cuerpo de Ambrose Bierce se vuelve cenizas. Encabezados por Poe, en una acción desesperada, los autores y una gama de héroes y personajes que crearon en sus ficciones se abalanzan contra el cohete, batallan con desesperación hasta el final, pero los tripulantes del cohete ya han bajado, y a una orden del capitán, colocan todos los libros en la hoguera. Los tripulantes oyen gritos, gritos, gritos agónicos, pero no alcanzan a ver que también los escritores mueren uno a uno. “El viejo mundo ha quedado atrás”, dice el capitán de la nave convencido orgullosamente de sus palabras. De ahora en adelante habrá que concentrarse exclusivamente en la Ciencia y el Progreso.

Pero si alguien nos dio la imagen en el siglo XX de ser el Bibliotecario Universal, de ser el guardián de todos los libros y de haberlos simbólicamente leído todos, si alguien nos hizo ver al libro leve y mágico y nos mostró que las bibliotecas eran un orbe imaginario y emotivo que podíamos habitar con alegría y luz, y aún más, que el paraíso podía tener la forma de una biblioteca, fue el argentino Jorge Luis Borges. Si la literatura latinoamericana del siglo XX abundó en Phares (para decirlo a la manera francesa) ninguno iluminó tanto como el de él. Como él.

Quisiera recordar ahora unos versos de un repetido poema suyo, “El poema de los dones”, que me conmueven esencialmente, como me conmueven de él una veintena más. Luego de “un lento crepúsculo”, Borges había quedado ciego en 1955, cuando fue designado director de la Biblioteca Nacional de Argentina. En el poema Borges no considera a la ceguera como desgracia sino como un don y en ningún verso hallamos un desgarramiento de las vestiduras, sino una dignidad viril y una resignación estoica ante el dramático hecho, lo cual hace aún más desolador el poema. Leamos, por ejemplo, las dos cuartetas iniciales del poema y el primer hemistiquio del noveno:

                                   Nadie rebaje a lágrima o reproche
                                   Esta declaración de la maestría 
                                   De Dios, que con magnífica ironía,
                                   Me dio a la vez los libros y la noche.

                                   De esta ciudad de libros hizo dueños
                                   A unos ojos sin luz, que sólo pueden
                                   Leer en la biblioteca de los sueños
                                   Los insensatos párrafos que ceden

                                   Las albas a su afán.

“Me dio a la vez los libros y la noche”, escribe. Es decir, es una ironía cruel o una paradoja dolorosa, que el Gran Lector tenga cientos de miles de libros al alcance en una biblioteca real, y sin embargo, sólo pueda leer en otra biblioteca, la de los sueños, “los insensatos párrafos”, es decir, que no pueda ni siquiera seguir una historia que sea cuerda y coherente. Más adelante, en una hipálage extraordinaria, escribe que anda a la deriva por una “alta y honda biblioteca ciega”. O de otro modo, no es él quien está ciego, sino la biblioteca, pero por la transposición entendemos perfectamente que el propio Jorge Luis Borges es el ciego.

A la verdad, aunque lo titula como un poema de los dones, aunque no quiera mostrarlo como una tragedia personal, se siente al leerlo casi en cada línea una profunda tristeza y una nostalgia sin regreso, lo cual está expresado ante todo en esta cuarteta:

                                   Lento en mi sombra, la penumbra hueca
                                   Exploro con mi báculo indeciso.
                                   Yo que me figuraba el Paraíso
                                   Bajo la especie de una biblioteca.

Desde aquel 1955, como se sabe, Borges no leía, sino le leían, y su escritura, tanto en su poesía como en sus cuentos y ensayos, se fue volviendo más conversacional con los años, y fue tan o más hermosa que la anterior [4].

Por el 1978, Borges dictó en la Universidad de Belgrano de su ciudad natal una serie de cinco conferencias, las cuales fueron recuperadas un año después en su libro Borges oral [5]. En la nota inicial, al mencionar los temas que trataría en sus cinco conferencias-ensayos, escribió: “El primero, el libro, ese instrumento sin el cual no puedo imaginar mi vida, y que no es menos íntimo para mí que las manos o los ojos”. Es decir, a los 80 años de su vida, para Borges el libro le era -le fue- tan consustancial como un órgano de su cuerpo. En un párrafo del ensayo, Borges, llegando a una bella totalización, declara que el libro le parece como “el instrumento más asombroso que ha creado el hombre”, porque es la memoria y la imaginación del hombre, es decir, de las historias y los sueños.

Borges precisa –yo tengo algunas dudas- que en la antigüedad el libro era visto como el sucedáneo de la palabra oral, y aquellos que modificaron esencialmente y para siempre la historia de la humanidad, como Pitágoras y Sócrates, Cristo y Buda, fueron maestros orales, y fueron sus discípulos quienes escribieron y llevaron al libro sus palabras y enseñanzas. Habría que preguntarse qué serían las matemáticas, el idealismo platónico, el cristianismo y el budismo si no hubieran quedado en la palabra escrita. Sencillamente la historia de los últimos veinticinco siglos sería del todo inexplicable.

Muy sabida y repetida es la cita de un verso de Borges quien decía enorgullecerse más de los libros que había leído que aquellos que había escrito. Pero también en este ensayo-conferencia, como si abundara sobre el tema, refiere en una maravillosa definición que la lectura es una felicidad mayor y la escritura es una felicidad menor. Con toda modestia de mi parte, diría estar de acuerdo con él respecto a la lectura de los libros que han quedado en lo más íntimo de nosotros, los cuales nos han dado toda suerte de dichas, pero para mí en general la primera escritura ha sido un esfuerzo y un sufrimiento, y en cambio la tarea de corrección, de tallar y de retocar un poema, un cuento, una novela, una crónica o un ensayo hasta el punto final que dice adiós, está llena de iluminaciones y de goces menores.

Uno trata de leer ante todo aquellos libros que ayudan a vivir, o al menos, que tienen vida y están bien hechos y bien contados, aquellos, como diría Nietzsche, que se escribieron con sangre, y también esos libros que abren las puertas de la imaginación, como, por ejemplo, los de Bradbury y Calvino, de Borges y Bioy. Haber escrito durante décadas crítica y ensayo me enseñó que la gran obra de un autor, hecha del material de para siempre, resiste las críticas más rencorosamente ácidas y biliosas hechas por los zoilos envidiosos, malogrados o fracasados. “Los libros, no la familia escindida ni la escuela estéril, me dieron una perspectiva estética y el sentido ético de la vida”, escribí alguna vez para resaltar la piedra de fundamento que han sido para mí los libros.

Como Montaigne, Quevedo y Borges, he leído ante todo por la delectación que causa, salvo cuando uno debe leer, y peor, corregir, libros malos por compromiso, lo cual es conocer aún en vida los pequeños rigores del infierno. Pero a esto habría que añadir que un mayor deleite es releer los libros que hemos amado, y esa relectura puede ser no sólo de todo el libro sino de capítulos o pasajes o páginas o aun frases, y puede ser en la primera lectura o luego de días o meses o años, y siempre, pero siempre sabemos que habrá algo nuevo para la inteligencia, la imaginación, los sentimientos o la sensibilidad.

No soy gente de cine, pero sí un fervoroso aficionado. Ahora, con los prodigios técnicos, primero del VHS y luego de los DVD, de poder tener en la casa las películas que tanto nos marcaron, las cosas han cambiado muchísimo, y si se nos salta algo, si hay alguna distracción, podemos verlo y reverlo las veces que queramos, y no como en los años de niñez y juventud, que debíamos ir a la sala cinematográfica, y cualquier desatención era irreparable, a menos que pagáramos un nuevo boleto y entráramos otra vez a ver las películas o esperar a que las repitieran en las salas de cine comercial o en los cine-clubes. La alta tecnología casi siempre ha sido para disminuir o negar el arte y el humanismo; por fortuna aplicada en el gran cine de arte ha sido un continuo bebedizo deleitoso.

No son necesarias las grandes bibliotecas[6], pero cuando al bibliófilo se une el buen lector, es mejor tenerlas que no tenerlas. La imagen que me queda de las casas del crítico literario e historiador José Luis Martínez (yo lo prefería como historiador) y la del poeta Alí Chumacero son sus grandes bibliotecas de entre 40,000 y 50,00 volúmenes, es sencillamente inolvidable. Si bien había entre los libros una cierta cantidad que no valía la pena, en general eran bibliotecas muy bien escogidas. Pero Chumacero me contó que la biblioteca de Xavier Villaurrutia contenía cosa de 5,000 volúmenes, y Bonifaz Nuño me ha contado que la suya tiene 4,000, y todo mundo sabe qué clase de poetas mayores y traductores de primerísima línea fueron ambos. Cuando Pablo Neruda donó en 1954 su selecta biblioteca a la Universidad de Chile, concluyó de esta guisa su alocución: “Yo no soy un pensador, y estos libros reunidos son más reverenciales que investigadores. Aquí está reunida la belleza que me deslumbró y el trabajo subterráneo de la conciencia que me condujo a la razón, pero también he amado estos libros como objetos preciosos, espuma sagrada del tiempo en su camino, frutos esenciales del hombre. Pertenecen desde ahora a innumerables ojos nuevos. Así cumplen su destino de dar y recibir luz”. Entre los objetos había maravillas impresas, primeras ediciones, libros dedicados por Lorca, Alberti y Éluard y “las dos cartas en que Isabelle Rimbaud, desde el hospital de Marsella, cuenta a su madre la agonía de su hermano”.

En efecto: el lector, en una de sus definiciones, volvemos al primer párrafo, es un viajero inmóvil. Leer ficción es estar en otros lugares y en otros tiempos, o si se quiere, en un lugar donde no hay tiempo. Sin quererme comparar de ninguna manera con Neruda, yo he viajado mucho por cosa de cuarenta años sobre la tierra y he viajado también en ese “sueño dirigido” –la cuña es de Borges- que es la literatura. A Neruda le gustaba llamarse poeta errante; yo, por mi parte, en los cuarenta años que me ha sido dable viajar, me he visto como un forastero en la tierra, pero algo a él me une: tarde o temprano todo viaje debe tener un regreso al país natal, porque de otra manera uno acaba perdiendo el sentido de pertenencia o viendo ajeno o distante a su país, y en mí siempre el centro del centro ha sido México. ¿No dijo acaso Neruda en la misma alocución de 1954, cuando donó su biblioteca, pensando a la vez en el viaje y en Chile que “el poeta no es una piedra perdida y tiene dos obligaciones sagradas: partidas y regresos”?  Cuando trato de recordar los viajes y los libros me parece que en el recuerdo ambos se acaban confundiendo más con las imágenes del sueño que de la realidad, y, parafraseando o adaptando a Góngora, me da la impresión final de que en la vida hombres y mujeres sólo somos actores a los que dirige un director de teatro que en el sueño nos representa en el escenario del mundo con múltiples máscaras y pasamos por ese escenario como un viento de imágenes figuradamente rápidas sin ver la terminación de la obra.

 

 

* * *

Notas

[1] En uno de sus magníficos Pensamientos (65), Pascal refiere: “Lo que tiene Montaigne de bueno sólo puede lograrse arduamente; lo que tiene de malo, prescindiendo de las costumbres (se entiende), pudo ser corregido en un momento, si se le hubiera advertido que era demasiado embrollado y hablaba demasiado de sí mismo.”

[2] Posiblemente quiso hacer un juego con el nombre de Shakespeare y el apellido del narrador francés Stendhal. Bradbury era muy dado a estos juegos literarios.

[3] Recuérdese que Crónicas marcianas, El hombre ilustrado y Fahrenheit 451 se editan en los principios de la guerra fría y el macarthismo.

[4] “No hay letras en las páginas de los libros”, escribiría desoladamente más de diez años después en “Elogio de la sombra”. En el poema hay también dos versos que aluden a su drama y los cuales me impresionaron vivamente desde muy joven y aún me siguen impresionando: “Demócrito se arrancó los ojos para pensar;/ el tiempo ha sido mi Demócrito”.

[5] El ensayo parece una adaptación y continuación, pero más íntima y acaso más bella, de un trabajo escrito en 1951 y publicado en Otras inquisiciones (1955) titulado “Del culto de los libros”.

[6] Quizá la biblioteca extrema, o mejor, total, es la del relato-ensayo de Borges: “La biblioteca de Babel”. ¿Es la biblioteca emblemáticamente el universo? ¿O es una biblioteca que alberga los libros de todas las lenguas habidas? ¿O acaso es una biblioteca ilusoria, o si se prefiere, una seductora invención que se presta a múltiples combinaciones y juegos literarios?

 





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