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Por
Julio
Ortega
Malú
Urriola (Chile, 1967) formó parte del taller de poesía de la
Sociedadde Escritores de Chile (1985), del taller Horizon Carré del
Instituto Chileno Francés de Cultura (1986) y del taller
de poesía de la Fundación Pablo Neruda (1989). Sus libros son
Piedras rodantes (Santiago, Editorial Cuarto Propio, 1988),
Dame tu sucio amor (Santiago, Surada,1994), y está en prensa su
libro de poemas en prosa Hija de perra (escrito entre 1994-97).
Quizá la serie titulada "Los gatos de Jakobson" en su primer libro sea
un producto irónico de aquellos talleres de aprendizaje por donde han
pasado casi todos los poetas chilenos que empezaron a escribir en los
años de la dictadura pinochetista. Aunque los talleres son anteriores,
su íntima y algo severa determinación de espacios alternos seguramente
se forja en la agonía de esos largos años de censuras. Alguien dijo
que Chile entero era un taller literario. Por lo demás, con la misma
característica franqueza con que ha fustigado la inautenticidad de la
vida literaria, Urriola declaró a Faride Zerán en una entrevista que
había pasado por esos talleres para sobrevivir de la beca que
ofrecían.
El hecho es que
esa serie de gatos aparece como un desenfadado replanteamiento del
poema de Baudelaire y el modélico análisis estructuralista. Estos son
animales urbanos, emblemas de la arbitraria vida actual, de su íntima
violencia y suerte casual. Entre el bestiario y el fabulario, estos
gatos son a la vez literales y alegóricos; y siempre están a punto de
dar una lección de arbitrariedad vital, objetos más que sujetos de la
alucinación descarnada de lo cotidiano:
Los gatos chicos a veces mueren apretados en el
hocico de una perra y parece que juegan y mueven la
colita pero se están muriendo. Hacen globitos con la
sangre mientras la lengua arranca y un sol lúdico tironea
su sombra.
Este fragmento
tiene la precisión de una escena hiperrealista, pero el condicional "a
veces" declara el carácter figurativo de la proposición. Así trabaja
la poesía de Urriola: como la figura mediadora entre la experiencia a
flor de piel, de una inmediatez herida, pero a la vez como la alegoría
irónica de una parábola truculenta. El control de la escena dramatiza
la cruda vivencialidad de la fábula. Pero la prolijidad del horror
sugiere la figura retórica de un ejemplo persuasivo y visual. Así, el
poema se permite hacer circular en la página las hablas de la desazón
y, siempre, la carga material de la emotividad; es decir, la
temperatura física y nerviosa de un lenguaje orgánico y
acucioso.
Otra secuencia de
ese primer libro, "De noche todos los gatos son negros", incluye este
poema:
Que se suicide la poetita de mierda cuando los
gatos se agarren en los techos lanzando gritos
alucinantes llantos de guaguas en celo o se arrojen de
cabeza desde los árboles en otoño la loca chascona y
borracha apenas se termine el pisquito (traguito
chilensis) que se peque un tiro, entonces la
pendeja cuando la brisa de papitas fritas venga desde el
oscuro carrito de la esquina que cargue la pipa, el vaso y
se tire un gallitazo de fondo bailándote un rock porque a
veces estás tan down muchacha
traviesa.
El emblema del
gato incluye ahora al poeta ("Hey, malú, asume la vida de gato,"
empieza el siguiente poema), su marginalidad y su desazón. Pero
incluye así mismo la perspectiva gozosa de una palabra iconoclasta:
decir el poema con estas palabras equivale a suplantar la poesía del
taller por la poética de la calle, el poema civil por el poema maldito
(o al menos maldiciente). Al mismo tiempo, todo ocurre en una zona de
comedia del arte bohemia, en su representación funambulesca. La
autoironía domina la enunciación pero no oculta la violencia interna,
y quizá el malestar de una irresolución perturbada de este personaje
que deambula entre el dolor y el hastío.
Recorre, en
efecto, la poesía de Malú Urriola una poderosa corriente de realidad
en carne viva, entrañable y desentrañada, desasosegada e insumisa. Aun
si la ironía o la emoción promedian en el control de ese torrente
quemante y alucinado, casi todo lo que la poeta dice lleva ese fuego
negro de la desazón, entre la melancolía y la rabia, entre la protesta
y el desencanto. De allí la violencia desasida, esa vehemencia de la
enunciación que abre una herida en el lenguaje, por donde ver mejor la
trama de nervios del cuerpo alegórico del poema. Porque el poema
seguramente es una demostración de otra cosa, el síntoma de una
enfermedad sin nombre, el documento de una verdad entrevista, el
desgarro de un tejido de otro modo armónico. Esa otra cosa asoma en
los poemas en prosa de Dame tu sucio amor con intensidad y
desapego:
El amargo desencanto hiela mi corazón, un blue no
calmaría mi mente, viví errada estos últimos años, sintonizo,
hablo, sueño, he recibido golpes en algunas partes del cuerpo,
a los costados, en el vientre, suspendida en la aflicción, ya
no busco nada, el silencio abismal me ha arrojado por meses a
la mudez.
Sin embargo he abierto los ojos otra vez, esta
mañana, "Es un camino largo y viejo" mi querida Bessie Smith,
quitar las venas de la carne, algo se infecta en mi corazón,
algo se carcome, la sangre late en mi cabeza, soy abatida
desde dentro, me lato, me pulso, me toco la carne
separada. Esta es mi lesión de carnes, mi
sangradura.
El desgarrado
sujeto observa los fragmentos de su cuerpo que son los nombres que
sangran del lenguaje. Entre el cuerpo y la escritura se ha ido
produciendo una intimidad de violencia mutua, una perversa dependencia
compartida, cuyo signo amoroso hace indistintos a uno y otro, pero
cuya desazón y extrañamiento señalan el canibalismo emotivo de ese
diálogo.
Otro fragmento
declara la agonía de esta lucidez alucinatoria:
Empiezo a morir, como de costumbre, cercena mi cuerpo,
un trozo mío gritará desde su charco, todo lo que callo está
siendo dicho, los artefactos de mis recuerdos retienen de ti la
última imagen, necesito, busco, necesito verte, toco el
infierno entre haces de luz destellantes, para ser asida por
alguno de tus brazos, no he podido expulsar el parásito que me
carcome en lugar tuyo, la complicidad de pertenencia, me he
desencadenado al oscuro sentimiento. Reniega de mí soy la
deuda de mi escritura
¿De qué habla la
poeta al hablar del cuerpo/escritura fragmentado? Se diría que de esa
fuerza de lo real amenazándolo todo con su desgarradura y tajadura, y
que además impone la desazón de su signo irreversible e inflexible.
Vivir en lo real sería morir de lucidez amarga, del hastío de lo
mismo. Pero no queda sino mirar de frente a esa realidad depresora y
represiva, rebelarse y burlarse, protestar y maldecir. Buscar,
entonces, la diferencia que resiste en el lenguaje callejero, en las
evidencias contra-intuitivas, en el discurso de la subjetividad no
ocupada por el aluvión del mercado y la competencia, del veneno social
cotidiano. Allí, la escritura y el cuerpo exploran esos márgenes y
cicatrices: en el habla lo real sangra otra vez, hendido por una
palabra.
Hija de
perra lleva estas pulsiones de lo real (evidencias de muerte) a su
extremo recusatorio, al inventario de la carencia y el desamparo
(evidencias de que lo real retorna incólume y aún más
grotesco):
miro a la ventana y sólo veo una pobre y fea ventana, detrás
de la ventana se mueve el tedio, detrás de la ventana una sueña que
las cosas serán distintas, pero nada es distinto, nada cambia, como
tampoco cambia el tedio que sigue siendo fastidiosamente el mismo,
solo que los ojos enfocan hacia afuera, y una cree que al mirar
hacia afuera está a salvo del tedio, a través de estos vidrios
siento el frío del tedio inmovilizarme, nada hay afuera, salvo una
perra que en vano trata de morderse la cola, la perra y yo nos
parecemos tanto...
El paisaje urbano,
"Santiago muerto," escenifica aquí el paisaje interior, desolado por
la ruptura del diálogo. Entre ambos, discurre la soledad de la
escritura, esa obsesión de entender y de protestar, ese puente roto
sobre un mundo arruinado. Sólo la violencia del poema responde por el
lenguaje de las articulaciones, por la lectura del sentido, por la
reafirmación de ser en contra de este estar desasido.
Confesión de una
otra confesión, estas letanías son una ceremonia de exorcismo y
patetismo: el poema es el producto desollado de las disputas de la
realidad antagónica y el deseo insumiso, del eros de empatía y la
muerte de aridez.
La poesía
transforma al mundo de las evidencias en una figura radical del
desamparo, y clama y reclama por el diálogo que albergue el tributo y
el sacrificio de esta sangre vertida, de este discurso purificador.
La integridad
poética de Malú Urriola es el persuasivo eje de estas exploraciones.
Desde su inicial sátira de la vida literaria de los poetas (una suerte
de Cats chileno, donde la tribu gatuna baila el rock de las
"Piedras rodantes"), hasta su estética agonista de Hija de
perra (donde el sujeto poético equivale al perro desamparado y
vejado), esta obra no ha hecho sino acendrar su agudeza y reabrir las
heridas que cada libro recuenta como escritura/cicatriz en el cuerpo
simbólico del lenguaje/la nación/la sociedad. Entre "gatos" y "perros"
anda la suerte de la poesía, sin lugar en el mundo de la compra-venta.
La radicalidad de ese proceso no es, sin embargo, una opción marginal
sino cáustica y crítica: una forma de la puesta en crisis de la moral
dominante. Por lo mismo, esta poesía no se ha conformado con ninguna
respuesta a la mano; y, en el último libro, declara incluso que "las
palabras mienten, no yo."
De esa herida en
el lenguaje nace este "yo," esta voz doliente que nos reclama una
verdad superior a las mismas palabras que la dirían.
http://www.brown.edu/Departments/Hispanic_Studies/Juliortega/Chile.htm
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