CARTA
AL GRAN JEFE MAPUCHE
Por Marco Aurelio Rodríguez
Publicado en DiarioSiete, 01-09-05, bajo
el título Aucán Huilcamán y Bill Gates.
Para muchos huincas es difícil entender el rechazo de Aucán
Huilcamán a la iniciativa de Bill Gates de crear un sistema
operativo Windows íntegramente en lengua mapuche. Lo anterior
parece, para cualquiera que intelectualice el lenguaje como necesidad
pura, una figura esquiva al estilo de los silogismos peligrosos. Pensemos
que huincache, desde la mirada mapuche, era la gente venida desde
afuera, la no nacida en esta bondadosa tierra, sin embargo mapuches
también eran aquellos hijos de blancos, descendientes de conquistadores
españoles nacidos dentro de la patria araucana. Ergo, nosotros
somos mapuches y no huincas. A más, debemos creer literalmente
el hecho de que el mapuche, en sentido estricto, nació junto
con la tierra que le da su fundamento y que, por tanto, todos sus
mitos de origen son tan (o más) auténticos que el Paraíso
bíblico. Algo parecido, en todo caso, ocurre con los indígenas
del Chaco y quizás por eso mismo han conservado su valía:
ellos consideran que el lenguaje base de todas las lenguas del planeta
fue el guaraní, y se lo creen como un chilote cree en el Trauco
y un mapuche en la Ñuke Mapu (Madre Tierra). Por eso —como
remarca Jorge Vásquez Iturra en su cabal exposición
“Cosmovisión, Mitología y Lengua Mapuche”— “si hay una
palabra que hiere a los agentes globalizadores, es identidad”. Si
bien es cierto que tenemos sangre europea en nuestras venas, “identificarnos
sólo con lo occidental no debe ser nuestro horizonte. Somos
algo distinto…”.
En suma, nuestra exclusividad reside en la complicidad de ambas razas.
Pero, tenazmente (cual todo amor), nuestra unidad se muestra recelosa
de su reflejo, lo que confirma la figura de la otredad. Un caso ejemplar,
por demasiado extraño, es esa imposibilidad de connivencia
cultural que contribuyó a disociar aún más la
existencia de José María Arguedas, escritor (Los
ríos profundos) y antropólogo peruano. Este, en
un deseo de rehacer su vida tras la muerte de su madre y la desatención
de su padre luego de un nuevo matrimonio con una terrateniente adinerada,
busca refugio entre los siervos campesinos de la zona andina, cuya
lengua, creencias y valores de origen quechua adquirió como
suyos, los cuales trata de integrar a su vida urbana de raíces
europeas cuando se establece en Lima y en su universidad de San Marcos,
tarea de aculturación que le fue infructuosa, toda vez que
sus traumas de infancia lo debilitaron psíquicamente y, junto
a la crisis política y social de su país, terminaron
por derrotarlo, suicidándose en 1969, convirtiéndose
así en una figura emblemática de necesidades integracionistas.
Así como nosotros debemos “aprehender” la cosmovisión
del pueblo mapuche tras su palabra, verdadero ül a la naturaleza
humanizada, ellos también debieran integrarse a nuestras maneras
de ser, aun en sus factibles extravíos. Respetuosamente creemos
esto, aunque a veces esa humildad no sea más que nuestra manera
espuria de ser ingenuos. La pobreza de nuestro ser chileno tal vez
reside en la desavenencia rústica, y más, en la desproporción
analfabeta —revocadas lealtades entre corazón y cabeza— ineficaz
para parlamentar. De allí nace la necesidad de una palabra
común para dos pueblos: Ayün.
Mapudungun quiere decir “el hablar de la Tierra”, es el canto (el
“ül”) que se manifiesta como una fiesta para los sentidos deslumbrados,
es el lenguaje de la naturaleza que alimenta con su tremenda bondad
y con su pureza a sus hijos. La belleza y su lenguaje de pájaros
y de esteros, refleja ese amor recatado y sabio de la buena madre.
Por eso, cada vez que un mapuche habla lo hace de una manera diferente,
“el mapudungun no lleva acentos rígidos, cada hombre debe ponerle
la entonación a lo que habla, pues es su sentimiento el que
tratará de expresar”. Por eso es que Leonel Lienlaf (Se
ha despertado el ave de mi corazón) decía que “el
pueblo mapuche es poético; no tiene necesidad de poetas porque
el lenguaje es poesía”. Los poetas —y los mapuches, que son
poetas— le cantan a su madre la tierra con las melodías más
hermosas. Roxana Miranda Rupailaf, por ejemplo, en su bondadoso libro
Las Tentaciones de Eva, se refiere al “Verde” de su mundo:
“Las hojas se fueron cayendo de mi cuerpo / e inundaron la pieza de
nostalgias. / Desnuda, / el sol no quiso entrar por mi ventana. /
Acurrucado entre mis dientes murió un pájaro. / El viento
me golpea contra el techo en las mañanas. / De rodillas, me
deja el leñador sin las palabras” (Portal de literatura mapuche:
www.ulmapu.cl).
Son atendibles entonces las palabras de Aucán Huilcamán,
términos cuya grafía occidental —dicho sea de paso—
conocemos, en desmedro de la oralidad del che dungun, que ignoramos
soberanamente. Pero se han hecho esfuerzos por traducir dicho “universo”.
De hecho, Microsoft plantea la asistencia de un vasto equipo de lingüistas,
hablantes mapuches y transcriptores nativos, quienes actualmente trabajan
en la traducción de 150.000 términos de un pueblo que
tiene más de 9 mil años de historia, aunque su forma
de escritura aún no supera los 500 años. El Azümchefe,
técnica de transcripción alfabética aprobada
en 2003 por la Conadi, y en la cual se sustenta el trabajo de Gates
y su gente, no representa, para el líder étnico, la
realidad sonora del idioma, quien acusa al huinca Bill Gates de “piratería
que afecta a la identidad del pueblo mapuche”. En desmedro de mostrar
la lengua indígena para legar su conocimiento a las nuevas
generaciones, Huilcamán defiende eufemísticamente la
soberanía del pueblo mapuche, esos 9 mil años que todavía
van a la deriva; vemos más su hambre de lucha política
que el resguardo por una sabiduría ancestral necesaria.
“Yo le resto validez al Azümchefe, creo que debe primar el Ranguileo,
pues es el más próximo a la lengua originaria y está
desmarcado de intereses políticos”, dice, y está bien
pero como defensa de los intereses de su gente, de su sangre tantas
veces pisoteada. Desde su postura fundamentalista, sin embargo, la
integración a la cultura de todos los hombres se ignora.
Es cierto, nosotros, los no mapuches en sentido estricto, no comprendemos
el sustento sufriente que es la tierra parturienta de estos hombres.
Pero, ¿acaso esa tierra no es de todos quienes alguna vez volveremos
a ser hermanos de ese mismo barro para, al día siguiente, seguir
rondando el rocío de las flores y su bautismo de bello amanecer?
Años atrás, recuerdo haber leído un escrito
sobre la cultura mapuche, y en uno de los recodos de ese valle mágico
encontré los vastos significados de la palabra Ayün, la
dulzura del crepúsculo mañanero, sus aguas cristalinas,
estados de la naturaleza que habitan en el hombre embelezado de sentimiento.
Pese a mi desconocimiento de esa cultura y a mi hábitat citadino,
muchas veces de espíritu asfaltado, esa palabra quedó
en mí como un sentimiento extraño, y me di cuenta que,
sin proponérmelo, había ya un raudal en semillas de
narraciones mágicas, juegos, supersticiones, cantos de pájaros
y de de soledad, toda una poesía rumorosa de la vida natural,
un manantial que, por premura de sed, olvida su reflejo de hermosura.
Hoy, de vez en cuando pienso en el Ayün y su triste traducción
al castellano en la palabra Amor.
Imagino las noches mapuches y al Ngenpin (el dueño de las
palabras), encargado de la oratoria y de contar en canciones las historias
antiguas, “verdaderos libros andantes [que] contaban a los niños
las historias de cuando los dioses crearon la tierra y le dieron esta
forma”, las evoco tan complacientemente como esas leyendas de terror
que deambulan por la oscuridad de los campos como una cabeza separada
de su cuerpo, y entiendo la dificultad de que esa cultura oral pueda
y llegue a ser traducida.
A la luz de los reinos de nuestra buena tierra, se cuenta una hermosa
fábula del amor (que a veces llega a ser eterno) y que, para
el corazón de los mapuches, es una necesaria ceremonia, un
rito de iniciación de la sexualidad (como lo hacen tantos pueblos).
Un hombre debe cruzar el río y llevarse a la mujer al otro
lado para dar rienda suelta al goce de los sentidos plenos, sobre
el seno materno mismo. Similares son el rapto simulado y aquellos
encuentros amatorios en las inmediaciones del bosque, obviamente entre
mapuches. De aquí que cierta formación de lagunas o
cascadas se deba al sortilegio simbólico del mestizaje cultural:
Cuando un hombre español (o huinca) se embelesaba por una mujer
mapuche y el amor no podía concretarse por la prohibición
de ambas culturas, surgía la desgracia y el sacrificio del
afecto se volvía tragedia, dando lugar entonces a estos elementos
irregulares de la naturaleza que —pese a todo— dan cuenta del encanto
y la armonía de nuestra geografía inconclusa en la carne
y, sobre todo, en el espíritu.