I
Cuando mi infancia era un baile inentendible ("What a Way to
Go-Go": ¡Vaya forma del Go-Go!, se llamaba aquella discoteca
del primer episodio de Batman) me juré que, cuando tuviera
la edad de Bruno Díaz, 40 años, descifraría el
acertijo de su vida y de su máscara, Batman,
cuya serie salió al baile hace unos cuarenta años también.
Y no extraña mi pretensión, tomando en cuenta que ese
primer episodio fechado el 12 de enero de 1966 llevaba por título
"Hi Diddle Riddle", algo así como "Dime quién
soy y te diré si estoy".
Es el juego de las escondidas me decía yo. Y eso lo entendí
años después, cuando supe del retraimiento suyo desde
que unos delincuentes mataron a sus padres. Bruno (originalmente Bruce
Wayne) decidió buscar un lugar cavernoso para esconderse definitivamente
del insidioso mundo. En realidad, el niño que cae a una cueva
de murciélagos a la edad de seis años, ya había
empezado a entrar al mundo de la oscuridad en el viejo callejón
donde asiste al asesinato de sus padres.
Y aparecerá -como después de una larga pesadilla, ¡media
vida después!- disfrazado de millonario y de bufón.
Pensé entonces que todo era un sueño: el suyo, nacido
de la fantasía, y el mío también, que me reflejaba
en sus inconsistencias artificiosas, consecuencia de seguir en la
burbuja del traumático sueño que es la vida.
Y allí está el niño de seis años mirando
el teatro de las cosas banales.
Donde los villanos pretendían acabar con el Dúo Dinámico
con suplicios tales como… ¡inmensas máquinas de coser!
Visiones colmadas de tonalidades pastel y rosa como en las páginas
impresas de una aventura kitsch, encuadres inclinados que rompen
el centro de gravedad de lo real, y, sobre todo, el recuento sobreimpreso
de los golpes y los gritos coléricos (onomatopeyas) que retienen,
dan pausa y remplazan a la violencia impúdica. A propósito
de esto último, pensamos en la tragedia griega, que tenía
por norma nunca mostrar los hechos explícitos de gravedad desatada,
los cuales eran referidos preferentemente por el coro, haciendo mucho
más profunda tal vez la agonía de la trama.
Se creaba entonces una especie de simpatía por ese dolor.
Hasta el día de hoy resuenan en los sentidos nostálgicos
de nuestra memoria -junto a la música que acompañaba
esos pasos de escapes falsos por murallas infantiles: ¡¡Batmaaaan,
tara-rara-rára-rara…!!- los letreros propios del cómic
como retórica distraída, como juego: ¡POWS!, ¡BOPS!,
¡BANG!, ¡CLANK!, ¡OUNCH! y -cómo no- el maravilloso
¡¡KAPOW!!
Las onomatopeyas dan cuenta del quiebre entre lo que se hace y cómo
se piensa o dice aquello que se hace. Y en el caso de la disociación
de nuestro Bruno Díaz y su amigo Ricardo Tapia (Batman y Robin)
es más patente todavía la incapacidad de la realidad
por mostrar su coherencia. Incluso si pensamos las interjecciones
que se plantean -a modo de abstracciones infantiles- ante los actos
difíciles de afrontar, tenemos el mismo recado: la cancelación
de lo serio que es la realidad. "La vida es una cosa demasiado
importante para hablar seriamente de ella", decía alguien
(creo que Óscar Wilde).
¡Santa Chimenea!, ¡Santo Huevo!, ¡Santo Agujero
de Donut! son algunas de estas expresiones pop. Si pretendemos
explicarlas, tendríamos que urdir una revisión frontal
de las cosas, pero acordémonos que estamos asistiendo a la
ilusión de un personaje ante un mundo que -por ser sólo
sueño de papel- es psicodélica insinuación. Toda
raíz conceptual podrá perder su pista prudente, su sentido
de realidad.
Durante mucho tiempo resonó -en el niño que crecía-
una expresión que acompañó la ambigua línea
divisoria entre la lógica y la farsa: ¡SANTA CACHUCHA!
Es la voz de Robin; es la voz de Batman. El chico, entre los diez
y los diecinueve años recibe el "adiestramiento"
de parte de Batman para convertirse en un héroe disfrazado.
Representa la juventud y la inexperiencia, con los arrebatos de un
adolescente que pretende demostrarle a su maestro que se puede diferenciar
de él y que puede superarlo. De hecho, lustros más tarde,
el Joven Maravilla se separará de Batman y encontrará
su propio rumbo. Disfrazado del patético Nigthwing.
II
¡SANTA CACHUCHA!: ¡Qué batisentencia más
ilusoria!
No sabíamos si queríamos entender este acertijo. Era
pecado pensar que cachucha no sería más que el
lugar para un relicario. Los mexicanos tienen una Santa Cachucha imaginaria.
No era necesario desbaratarse en interpretaciones de improperios:
cachuchazo (los golpes que teatralizaban Batman y Robin) e, incluso,
esa relación rioplatense entre cachucha y chucha nos llegaba
a molestar.
No demos respuesta entonces. ¡Santa esperanza!
Porque ¿qué sentido nos puede entregar esa escenografía
de papel llamada gótica, sabiendo que lo gótico
es una estilización del espíritu en la materia,
y no una abstracción de la materia como en el caso de nuestra
serie, donde lo antinatural, lo artificioso y lo exagerado se tragan
el proyecto sensato de búsqueda y se quedan con una teatralización
hiperbólica -entre otras- de la feminidad? No por otra cosa,
Batman y Robin se han convertido en imagen gay, leyéndose sus
exhibiciones en un sentido de demostración pública de
la homosexualidad, así como sus representaciones escénicas
como reivindicación política del buen ciudadano.
Sus trajes con cinturones con una amplia gama de dispositivos (cuerdas,
boomerangs, cámaras antigases), más bien parecen los
encantos de los drag queens de un desfile de Los Ángeles.
Desde los años 50 se preconiza el camp, un concepto
que podemos ocupar y que entiende la existencia como interpretación
de papeles: "es la última expresión, en términos
de sensibilidad, de la metáfora de la vida como un teatro".
Camp significa afeminado en inglés clásico.
Pero, a diferencia del kitsch, el camp muestra inocencia.
Por esto se puede entender que, pese a la insistencia de una demagogia
cívica rutinaria (representada por el Comisionado y su labor
alcaldicia), Batman y Robin -con toda la galanura desatada- se resuelven
en una sensibilidad que considera a la vida meramente en su función
estética. La vida es demasiado seria: hacer parodia de
ella, sin embargo, permite mostrarla más vehementemente.
Para que Batman no provoque más burlas, en los años
70 y posteriores, se redefine como personaje.
Cuando nació Batman en 1939, su presencia cotidiana se entendió
como un grito político de la cultura americana que estaba consolidando
su estilo de vida donde cualquier ciudadano, por muy simplón
que fuera, podía travestirse en héroe. Cuando se retomó
como serie, a mediados de los sesenta, su recurrencia fue de embriaguez
tramposa; la vida era demasiado fácil: nada era imposible.
Pero ¿cuántos sueños se hicieron realidad? Batman
(¡oh, paradoja psicodélica!) pertenece al jet-set: allí
las cosas van haciéndose sin más, como tramas de tebeos.
De esta época son, por ejemplo, los cliffhanger, palabra
en inglés que significa literalmente "colgado del precipicio"
y que recoge una de las constantes argumentales, que se resuelven
de una manera tan simplona y ridícula, que nos damos cuenta
que Batman y Robin es nada más que un drama banal y sin sentido
de la vida ociosa: así nos remarca a nosotros.
Por venganza entonces cambiamos de giro, reinventándolo. El
sueño americano es, a veces, más parecido al Batman
ridículo y disfrazado, que a un superhéroe con una S
en el pecho. Los sentidos tutelares que buscamos en un cómic
(¡ah, ese miedo de la niñez!) nos llevan a actualizar
su funcionalidad. Borrar la imagen cómica del murciélago
de goma y devolverle su carácter mítico (está
bien) y oscuro (se reinterpreta ahora su misterio o, diríamos
nosotros, su trauma). Un segundo Robin -luego del alejamiento del
original- en la siguiente década, morirá en manos de
un personaje mucho más acorde con la complacencia popular:
El Guasón.
El Guasón es más entretenido, ¡sí!, lo
mismo que El Acertijo y El Pingüino, mucho más entrañables
que el propio Batman.
Por eso Batman ya no es lo mismo. Tuvo que cambiar. Envejeció.
Murió.
Ahora surge desde la oscuridad vestido de vampiro, como desde la
rancia memoria que nos da el temor. Llega con otro misterio semejante
a las sombras del mal, convertido en un roedor de silicona, rapaz
y ambiguo de valores; va su visión pesimista de las cosas.
Todavía incierto; nunca dejará de ser un cómic,
ahora quizás más cómico que nunca. Con su despótica
capa de juegos increíbles, como hace cuarenta años atrás.
Pero ya ven: tiene cosa de ochenta años y lo queremos encontrar,
todavía, en nuestras juergas.