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¡SANTA CACHUCHA!

Por Marco Aurelio Rodríguez


I

Cuando mi infancia era un baile inentendible ("What a Way to Go-Go": ¡Vaya forma del Go-Go!, se llamaba aquella discoteca del primer episodio de Batman) me juré que, cuando tuviera la edad de Bruno Díaz, 40 años, descifraría el acertijo de su vida y de su máscara, Batman, cuya serie salió al baile hace unos cuarenta años también. Y no extraña mi pretensión, tomando en cuenta que ese primer episodio fechado el 12 de enero de 1966 llevaba por título "Hi Diddle Riddle", algo así como "Dime quién soy y te diré si estoy".

Es el juego de las escondidas me decía yo. Y eso lo entendí años después, cuando supe del retraimiento suyo desde que unos delincuentes mataron a sus padres. Bruno (originalmente Bruce Wayne) decidió buscar un lugar cavernoso para esconderse definitivamente del insidioso mundo. En realidad, el niño que cae a una cueva de murciélagos a la edad de seis años, ya había empezado a entrar al mundo de la oscuridad en el viejo callejón donde asiste al asesinato de sus padres.

Y aparecerá -como después de una larga pesadilla, ¡media vida después!- disfrazado de millonario y de bufón. Pensé entonces que todo era un sueño: el suyo, nacido de la fantasía, y el mío también, que me reflejaba en sus inconsistencias artificiosas, consecuencia de seguir en la burbuja del traumático sueño que es la vida.

Y allí está el niño de seis años mirando el teatro de las cosas banales.

Donde los villanos pretendían acabar con el Dúo Dinámico con suplicios tales como… ¡inmensas máquinas de coser!

Visiones colmadas de tonalidades pastel y rosa como en las páginas impresas de una aventura kitsch, encuadres inclinados que rompen el centro de gravedad de lo real, y, sobre todo, el recuento sobreimpreso de los golpes y los gritos coléricos (onomatopeyas) que retienen, dan pausa y remplazan a la violencia impúdica. A propósito de esto último, pensamos en la tragedia griega, que tenía por norma nunca mostrar los hechos explícitos de gravedad desatada, los cuales eran referidos preferentemente por el coro, haciendo mucho más profunda tal vez la agonía de la trama.
Se creaba entonces una especie de simpatía por ese dolor.

Hasta el día de hoy resuenan en los sentidos nostálgicos de nuestra memoria -junto a la música que acompañaba esos pasos de escapes falsos por murallas infantiles: ¡¡Batmaaaan, tara-rara-rára-rara…!!- los letreros propios del cómic como retórica distraída, como juego: ¡POWS!, ¡BOPS!, ¡BANG!, ¡CLANK!, ¡OUNCH! y -cómo no- el maravilloso ¡¡KAPOW!!

Las onomatopeyas dan cuenta del quiebre entre lo que se hace y cómo se piensa o dice aquello que se hace. Y en el caso de la disociación de nuestro Bruno Díaz y su amigo Ricardo Tapia (Batman y Robin) es más patente todavía la incapacidad de la realidad por mostrar su coherencia. Incluso si pensamos las interjecciones que se plantean -a modo de abstracciones infantiles- ante los actos difíciles de afrontar, tenemos el mismo recado: la cancelación de lo serio que es la realidad. "La vida es una cosa demasiado importante para hablar seriamente de ella", decía alguien (creo que Óscar Wilde).

¡Santa Chimenea!, ¡Santo Huevo!, ¡Santo Agujero de Donut! son algunas de estas expresiones pop. Si pretendemos explicarlas, tendríamos que urdir una revisión frontal de las cosas, pero acordémonos que estamos asistiendo a la ilusión de un personaje ante un mundo que -por ser sólo sueño de papel- es psicodélica insinuación. Toda raíz conceptual podrá perder su pista prudente, su sentido de realidad.

Durante mucho tiempo resonó -en el niño que crecía- una expresión que acompañó la ambigua línea divisoria entre la lógica y la farsa: ¡SANTA CACHUCHA!

Es la voz de Robin; es la voz de Batman. El chico, entre los diez y los diecinueve años recibe el "adiestramiento" de parte de Batman para convertirse en un héroe disfrazado. Representa la juventud y la inexperiencia, con los arrebatos de un adolescente que pretende demostrarle a su maestro que se puede diferenciar de él y que puede superarlo. De hecho, lustros más tarde, el Joven Maravilla se separará de Batman y encontrará su propio rumbo. Disfrazado del patético Nigthwing.

II

¡SANTA CACHUCHA!: ¡Qué batisentencia más ilusoria!

No sabíamos si queríamos entender este acertijo. Era pecado pensar que cachucha no sería más que el lugar para un relicario. Los mexicanos tienen una Santa Cachucha imaginaria. No era necesario desbaratarse en interpretaciones de improperios: cachuchazo (los golpes que teatralizaban Batman y Robin) e, incluso, esa relación rioplatense entre cachucha y chucha nos llegaba a molestar.

No demos respuesta entonces. ¡Santa esperanza!

Porque ¿qué sentido nos puede entregar esa escenografía de papel llamada gótica, sabiendo que lo gótico es una estilización del espíritu en la materia, y no una abstracción de la materia como en el caso de nuestra serie, donde lo antinatural, lo artificioso y lo exagerado se tragan el proyecto sensato de búsqueda y se quedan con una teatralización hiperbólica -entre otras- de la feminidad? No por otra cosa, Batman y Robin se han convertido en imagen gay, leyéndose sus exhibiciones en un sentido de demostración pública de la homosexualidad, así como sus representaciones escénicas como reivindicación política del buen ciudadano.

Sus trajes con cinturones con una amplia gama de dispositivos (cuerdas, boomerangs, cámaras antigases), más bien parecen los encantos de los drag queens de un desfile de Los Ángeles.

Desde los años 50 se preconiza el camp, un concepto que podemos ocupar y que entiende la existencia como interpretación de papeles: "es la última expresión, en términos de sensibilidad, de la metáfora de la vida como un teatro".

Camp significa afeminado en inglés clásico.

Pero, a diferencia del kitsch, el camp muestra inocencia. Por esto se puede entender que, pese a la insistencia de una demagogia cívica rutinaria (representada por el Comisionado y su labor alcaldicia), Batman y Robin -con toda la galanura desatada- se resuelven en una sensibilidad que considera a la vida meramente en su función estética. La vida es demasiado seria: hacer parodia de ella, sin embargo, permite mostrarla más vehementemente.

Para que Batman no provoque más burlas, en los años 70 y posteriores, se redefine como personaje.

Cuando nació Batman en 1939, su presencia cotidiana se entendió como un grito político de la cultura americana que estaba consolidando su estilo de vida donde cualquier ciudadano, por muy simplón que fuera, podía travestirse en héroe. Cuando se retomó como serie, a mediados de los sesenta, su recurrencia fue de embriaguez tramposa; la vida era demasiado fácil: nada era imposible. Pero ¿cuántos sueños se hicieron realidad? Batman (¡oh, paradoja psicodélica!) pertenece al jet-set: allí las cosas van haciéndose sin más, como tramas de tebeos. De esta época son, por ejemplo, los cliffhanger, palabra en inglés que significa literalmente "colgado del precipicio" y que recoge una de las constantes argumentales, que se resuelven de una manera tan simplona y ridícula, que nos damos cuenta que Batman y Robin es nada más que un drama banal y sin sentido de la vida ociosa: así nos remarca a nosotros.

Por venganza entonces cambiamos de giro, reinventándolo. El sueño americano es, a veces, más parecido al Batman ridículo y disfrazado, que a un superhéroe con una S en el pecho. Los sentidos tutelares que buscamos en un cómic (¡ah, ese miedo de la niñez!) nos llevan a actualizar su funcionalidad. Borrar la imagen cómica del murciélago de goma y devolverle su carácter mítico (está bien) y oscuro (se reinterpreta ahora su misterio o, diríamos nosotros, su trauma). Un segundo Robin -luego del alejamiento del original- en la siguiente década, morirá en manos de un personaje mucho más acorde con la complacencia popular: El Guasón.

El Guasón es más entretenido, ¡sí!, lo mismo que El Acertijo y El Pingüino, mucho más entrañables que el propio Batman.

Por eso Batman ya no es lo mismo. Tuvo que cambiar. Envejeció. Murió.

Ahora surge desde la oscuridad vestido de vampiro, como desde la rancia memoria que nos da el temor. Llega con otro misterio semejante a las sombras del mal, convertido en un roedor de silicona, rapaz y ambiguo de valores; va su visión pesimista de las cosas. Todavía incierto; nunca dejará de ser un cómic, ahora quizás más cómico que nunca. Con su despótica capa de juegos increíbles, como hace cuarenta años atrás.

Pero ya ven: tiene cosa de ochenta años y lo queremos encontrar, todavía, en nuestras juergas.

 

 


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Marco Aurelio Rodríguez: ¡Santa cachucha!.
octubre de 2004