Hemos visto un debate político reciente donde las ideas quedaron
suficientemente dosificadas. Así, la ideología sigue
su rumbo. El concepto de la persona mediática funcionó
a la perfección. La imagen política de las candidatas
—sobre todo de Bachelet— no sufrió resquebrajamiento; todo
lo contrario, ganó
más coherencia precisamente porque pasó al dominio del
imaginario colectivo. Este “inconsciente colectivo” sin embargo, posee
las inconsistencias típicas de la teorización proselitista
de los últimos tiempos, a saber: un aparataje crítico
con más atención en los formatos que en los axiomas
con contenido. Lo que llamaremos la era de los sentidos se
hace patente fundamentalmente en lo que se considera la búsqueda
del credo doctrinario y sus opciones de confianza, que no es lo mismo
que hablar de la búsqueda de verdades.
McLuhan, medio siglo atrás, al creer exageradamente en los
medios de comunicación como una premisa de la evolución
de la sociedad (su frase programática era: “El medio es el
mensaje”), estimuló una interpretación ingenua de la
realidad. La historia le ha dado la razón en el sentido que
el progreso se ha desbarrancado pero ha seguido adelante como un fantasma
en busca de su cuerpo. Esa imagen (pues todo se ha vuelto ligereza
de pasado, hechura de futuro) dio pie a todo lo reciente, desde la
poesía moderna postromántica del rompimiento de los
sentidos, hasta —en el otro lado del espejo— la explosión de
la realidad de la física quántica. Ahora no importan
las interpretaciones, sino las posibilidades de participar en ellas.
En esta edad de los sentidos en desorden (como un Rimbaud digital),
vivimos un ciclo hedonista, bien en la significación espiritual
del término, o acaso en su alcance más material.
En el “último grito de la moda” que estudia el fenómeno,
podemos situar al filósofo francés Gilles Lipovetsky
(La era del vacío, El imperio de lo efímero),
quien defiende lo superfluo como parte del arte de las masas. En esta
hipermodernidad que tiende al restablecimiento del lujo a un nivel
democrático, a la farandulización de los grandes temas,
el eje del placer es la consigna. Habla del individualismo hedonista,
del mercado en cuanto a globalización extrema (que rinde frutos
deliciosos, que hay que degustar, según él) y de los
límites impensados de la tecnología.
Ya la Galaxia Gutemberg implicó un cambio importante
de conexión con la realidad. La oralidad participativa familiar
es trocada por el individualismo arrogante del lector, individuo alfabeto,
racional en el sentido moderno: ese ser empecinado en clasificar incluso
las causas humanas menos tangibles. Los Derechos del Ciudadano son
su mejor ensayo. Pero la verdad será recuperada y tendrá
una nueva plática en un ámbito de la “oralidad secundaria”
que para McLuhan llega con las innovaciones tecnológicas y,
particularmente, con el advenimiento de la televisión. La oralidad
a distancia (la imagen que, finalmente, termina por ser “mi propio
yo”) me da la sensación de connivencia planetaria, de Aldea
Global.
Aquí es donde la dictadura de la globalización justificó
su proclama. Para ello se vale del sobre-despliegue de las nuevas
tecnologías (que McLuhan no conoció, pero sí
intuyó). La televisión digital e Internet nos confinan
en un “mundo inteligente”, aquel que se alimenta de una economía
monstruosa de gran maquinaria, y cuyo mejor referente es la realidad
virtual (alteradora del sujeto) que fomenta una necesidad hedonista:
unos cuerpos consumen a otros.
La leyenda la resumiremos así: Hasta la invención de
la escritura el hombre estuvo como en el vientre materno, no reconoce
historia. Luego llega su destino mundano. El hombre nacerá
a su infancia antigua y medieval. Luego será el príncipe
de primaveras racionales. Finalmente —en nuestra época— se
quedará en el reino de la imaginación al estilo de la
Gran Matrix. “El circuito electrónico no es en realidad la
prolongación de un sentido particular, es más bien la
extensión del sistema nervioso central. Todos los medios electrónicos
representan una extensión de las funciones o los sentidos de
nuestro cuerpo, como lo significaban las antiguas tecnologías
mecánicas”. Galaxia Faraday la llaman algunos.
Por supuesto que McLuhan actúo por instinto. Veía a
los medios como extensión del cuerpo humano: los libros impresos
como extensiones de los ojos, la radio como la de los oídos.
Creía que cada nuevo avance tecnológico modificaría
y traumatizaría a la humanidad. “Nosotros moldeamos nuestras
herramientas y ellas nos moldean a nosotros”. Proyectó el concepto
protector de las ciudades hasta el ámbito de los
sentidos humanos (“una extensión de nuestras pieles”).
Pero hoy “hemos puesto todo nuestro sistema nervioso fuera de nosotros
mismos”.
El mensaje se volvió táctil (digital). Ahora nosotros
somos el mensaje. Nuestro cuerpo es un signo más de esta maraña.
(Todo esto es mera proyección, ciencia-ficción si se
quiere.) Los medios imponen maneras, fantasías que incluso
perfilan mi propia forma de ser; me miro en el espejo de la pantalla
y entonces acomodo el cuerpo para que el traje de turno me quede a
la medida de la felicidad. Así me constituyo en la otredad
de dios. Por mientras, buscamos la luz en tierra de ciegos.
La candidata es un lazarillo de ideas.