"Tú mismo te
persigues,
narciso surtidor,
tú mismo eres la fuente,
el agua y el rumor
que corren por el mundo
siempre".
(Armando Rubio)
Es verdad. Cada uno de nosotros está condenado (no sé
si será este el término aconsejable) a ser un Narciso.
Porque la vida para el hombre es un espejo donde se consagran todos
los susurros de su adentro para una posterior convergencia espiritual.
Pero: ¿Cuáles son las imágenes más diáfanas?
¿Cuáles son las verdaderas?... Narciso, al proyectar
su
ser autovalorado (decir "sobrevalorado" es caer en un juego
de aprensiones interpretativas), cual autoestimación de todo
individuo, en las tranquilas aguas de una fuente, obtuvo una respuesta:
él y las consecuencias de su proyección confluyeron
a un estado de pureza conllevadora de una trascendencia real y hermosa,
como real y hermosa es la flor del narciso.
Las aguas siempre han tenido un simbolismo poderosamente vital, incluso
en otras culturas son indicación de "gran paso",
de "camino trascendente". Narciso se refleja en aguas tranquilas
(en una fuente), lo que se podría interpretar como una vida
serena, carente de obstáculos, aunque la vida -en verdad- no
siempre se nos muestre tan perfecta. Se olvida, por lo demás,
que cuando Narciso completa su imagen con su propio ser (cuando se
"ahoga"), florece a orillas de esa fuente una hermosa flor
amarilla, la llamada flor de narciso.
Esta circunstancia mitológica puede tener variaciones, mínimas
o no tanto. Miles pueden ser los resultados. Y su aplicación
a la literatura es evidente.
Ejemplos sobran.
Don Quijote es una elevada metáfora humana. Llegó éste
a un momento (diferente en cada uno de nosotros) en que la vida se
presenta como un necesario medio de expresión. Porque hay el
recodo existencial en que el ocio pasivo es falaz compañero,
y el hombre precisa dejarlo. Es así como la vertiente
caballeresca impresiona y estimula a Alonso Quijano, que se dará
a la búsqueda de su Quijote, aprendiz de caballero andante.
Su anacorético carácter necesita compañía
sincera, aventura enriquecedora, vivir ansiosamente para rescatar
al hombre que hay en él. Será ese el cauce que él
elige como verdadero, y es, este, concreto: cada ser vive su propia
verdad. Cada espíritu configura un juego ideal y subjetivo
que debiera ser siempre digno de respeto. Pero continuamente fulgen
ojos enceguecidos de tosquedad (de vulgaridad) que no comprenden la
esencia de una búsqueda personal; ven sólo lo ingenuo
o lo extravagante o lo ridículo; ven nada más que lo
superficial: es así como lo simple se les revela como locura
o desviación de la norma, puesto que se les desvía la
brújula de las convenciones y de la cotidianeidad.
Don Quijote es incomprendido por todos. Y este sentimiento, finalmente,
lo hizo sospechar que su búsqueda fue un recurso equivocado,
que su vida en conjunto no fue positiva. Muere con este convencimiento.
Este narciso manchego caminó por los polvorosos senderos castellanos
sin encontrar esa fuente donde se diera la mímesis catártica,
aquella que nos hace eternos.
Un ser, sin embargo, sí llegó a comprender lo vivencial
en Don Quijote. Este fue Sancho Panza, el único que verdaderamente
se asomó a las aguas vitales del Caballero de La Triste Figura
y, con una visión muchas veces intuitiva o sui generis (pero
nunca tosca), con humildad, ingenuidad e ingenio, se encuentra reflejado
en esa felicidad que todo el mundo añora como una ínsula
en medio de las aguas de la soledad existencial.
En cuanto a la trascendencia de Don Quijote, su búsqueda, a
pesar de todo y de todos, fue de resultado enriquecedor, pues vivió
"su" vida. Y la riqueza de esa su vida es la que sublima
su capacidad y su accionar y -valga la paradoja- rebaja, nos rebaja
a todos los que en algún momento nos reímos de ese enjuto
hombre que aún vive cual alongado y solitario fantasma. Como
una flor que rechaza el marchitarse.