NOSOTROS, LOS ESPEJOS
Crítica al libro "Con los ojos abiertos",
de Marisol Jara C., Calíope Ediciones, Santiago de Chile, noviembre de 2006
Por Marco Aurelio Rodríguez.
Marisol Jara C.
Los chistes, las crónicas y los celos poseen un común gozne: precisan sentidos
complementarios para su efecto. Podríamos caer en la trampita del ying y el yang. Lo
trascendente y lo inmanente no son un chiste para Judith Butler (Cuerpos que importan)
ni para Simone De Beauvoir (El segundo sexo), aunque pareciera que sí para John Gray
(Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus). Recorrer La ciudad de las
mujeres, la hilarante mente del Fellini que nos desborda como a sátiros que buscan a su
patria y a su madre en la mujer total, y apenas sonreír ante la idea de una ciudad exclusiva
para mujeres que proponen los chinos en Chongqing (ideada por Li Jigang hace unos años,
cuando trataba de conquistar a su hoy esposa, a la que prometió entonces obedecer durante
toda la vida), frente al candor del Taj Mahal, ofrenda póstuma del emperador Sha Jahan
para su consorte fallecida luego del parto del hijo número 14 del desconsolado monarca,
nos lleva a repasar lo caprichoso que es el vivir las historias y, sobre todo, contarlas:
decir lo que se cree, lo que se ve y lo que se ha vivido, como lo hace por ejemplo Marguerite
Yourcenar en su libro Con los ojos abiertos, e igualmente lo que intenta la
primeriza cuentista chilena Marisol Jara en su libro de cuentos de igual nombre.
El lector de Con los ojos abiertos, expone Juan Antonio Massone en su Carta a la
autora "A modo de prólogo", lleva a la anuencia de la confidencialidad de la narradora,
quien agita "el rumor de las zonas más íntimas" (a pesar de que hay un algo que jamás se
puede compartir con el otro, el lector, el entendedor o el enamorado). Situaciones "curiosas,
inquietantes y urgentes" que esbozan "el mapa de un presente", donde lo insólito y lo fatal
se presentan apenas como una astilla en el agua del acontecer cotidiano. En fin, "espacios
abiertos donde el vivir queda expuesto" (pp. 11-13).
Precisamente la inquietud que provoca la lectura de los cuentos de Marisol Jara induce
un déjà vu que nos detiene en una infancia rasgada de Horacio Quiroga y de locura,
siendo abusados, rechazados o queridos. Más que lectores privilegiados como promueve el
prologuista, nos sentimos lectores en peligro, compungidos o, por lo menos, desposeídos de
valor o de confianza, y entendemos eso de la "dejadez de los personajes ante sus vidas".
Vidas burdas o desbarrancadas, solitarias o tristemente extraviadas (no quiero utilizar
para los protagonistas de los cuentos la palabra perturbada, que sí utilizaré para los
personajes causantes de las tramas sentimentales o trágicas si los hubiera: aquellos
movidos por los celos o por las hoscas pasiones), pasivos ante el veneno de la realidad.
Un tercio de las historias está contado en tiempo presente, lo que compromete más la
falta de movilidad, el devenir de la historia que nos lleva a expectativas y salvaguardas;
a veces incluso se abusa del afán prosaico y poético del ejemplo y moraleja (el cuento
"Traición" queda traicionado por su último párrafo, que está de más), o de sentimentalismos
que entendemos como exceso de biografismo en una autora que tendrá que refinar un poco
más ciertos manejos literarios.
Pero lo más logrado invita a la perplejidad, y esa manera tenue de embriagarnos. Interesante
resulta "La amante de mi padre", cuento de dolor e incesto, donde se remarca el observar en
cuanto a indagación mental y simbólica presente prácticamente en todos los relatos: "No
pudo verla, jamás la descubriría; sus ojos se cegaban al tenerla tan cerca". Generalmente
el protagonista, mayoritariamente "la protagonista", se sitúa en un lugar estable y desde
un rol pasivo (en cuanto a especulativo y rememorador) pero fuertemente crítico frente a lo
que ocurre: "Tendida en su cama, lo observa detenidamente" ("El vaso"). A continuación un
ejemplo certero de delicadeza y profundidad, con la crudeza de la mirada femenina que lo
testifica y lo vomita a nosotros los lascivos, los infieles, los desventurados que divisaron
a una muchacha en el Metro y se enamoraron de golpe y la siguieron enloquecidos y la
perdieron para siempre entre la multitud. Porque ellos serán condenados a vagar sin rumbo
por las estaciones y a llorar con las canciones de amor que los músicos ambulantes entonan
en los túneles y quizás el amor no es más que eso: una mujer o un hombre que desciende de
un carro en cualquier estación del Metro y resplandece unos segundos y se pierde en la noche
sin nombre:
LA RUBIA DEL METRO
Todas las miradas se concentran en ella cuando sube al carro.
Luciendo su despampanante figura, se instala en la mitad del pasillo, quedando frente
al ventanal que le sirve de espejo. Con mucha gracia, acomoda su rubia cabellera una y
otra vez, desatando diversas reacciones.
Algunas damas la observan con cierta envidia mientras que los caballeros imaginan con ella
extrañas fantasías. Un hombre, sin duda el más osado, logró inquietarla, clavando su mirada
en la de ella.
En la siguiente estación la mujer descendió, girando levemente el rostro. Él se deshizo del
anillo de oro en su anular y bajó del carro.
El tren cerró sus puertas.
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