Poeta negro, un seno de doncella
te obsesiona
(Antonin Artaud)
"El torso de Adèle" fue encontrado entre
los matorrales aledaños al Museo Nacional de Bellas Artes.
Buen titular de prensa roja; crimen pasional. Pero no: cuando el arte
se derrocha en la vida, todo
pierde pasión, tanto la vida como el arte.
Luis Emilio Onfray, el joven hurtador (¿carterista?, mochilero)
de "El torso de Adèle", no es ningún anti-Duchamp.
El francés -para prodigar su intuición de un siglo XX
escabroso- metió un urinario a un museo. Confeso de haber sacado
la obra de Rodin desde el Museo, nuestro precario artista argumentó
una "acción de arte".
Las acciones de arte tuvieron su génesis en Chile por los
años 50, cuando Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky desarrollaron
una serie de happenings en los cuales rebautizaron estatuas
públicas, íconos del simbolismo nacional. Pero, contrariamente,
lo que devolvió el contradicho "asesino de Adèle"
(así lo llamaremos, hasta su decisiva absolución), sigue
siendo la idea original de Rodin: una obra de 16 por 47 centímetros,
y que pesa cerca de 20 kilos. Dalí le pinta bigotes a la Gioconda,
Warhol convierte a Marilyn Monroe en menos que un bigote. ¿Qué
hace Onfray…? (buen distintivo artístico para el muchacho,
¿no?)
En 1979, un grupo de artistas chilenos funda el Colectivo de Acciones
de Arte (CADA). Desde un planteamiento artístico activo reivindicarían
la incomodidad del ciudadano común frente a la dictadura. Provocadores
-invocadores del hacer, de la poiesis- concebían la
ciudad como un museo, la sociedad como un grupo de artistas y la vida
como una obra de arte, la que es factible de ser corregida. El 17
de octubre de 1979, frente al Museo de Bellas Artes, llevaron a cabo
"Inversión de escena", una acción que comenzó
con el desfile de diez camiones lecheros para luego cubrir la fachada
del museo con un lienzo blanco. Bloquean virtualmente la entrada y
ejercen una doble censura a la institucionalidad artística
(en palabras de una de las activistas, Nelly Richard). Censura del
museo (alegoría de la tradición sacralizadora del arte
del pasado) y, segundo, como Museo "chileno" (símbolo
del oficialismo cultural de la dictadura). Reclamando a la vez la
calle como "el verdadero museo" en la que los trayectos
cotidianos de los habitantes de la ciudad pasan a ser -por inversión
de la mirada- "la nueva obra de arte a contemplar". ¿Qué
logra en cambio Onfray? Cubrió el Museo -es cierto- con un
halo de indecente apariencia, para posteriormente excusarse -indecorosamente,
por lo demás-. El torso es lo de menos. Nos queda la imagen
de un atribulado veinteañero en juicio público, una
especie de duende trabado en azaroso jardín.
El abogado defensor ahondó en que su defendido "tiene
una visión crítica del arte, quiere ver un diálogo
entre lo público y la obra, la dualidad entre lo presente y
lo ausente". Algo así como esa burla de "Los trajes
nuevos del rey", de Hans Cristian Andersen. La teoría
de la vulnerabilidad: así ha quedado en fojas. Lo que, en todo
caso, se complementa con el comentario de Milan Ivelic, director del
Museo de Bellas Artes, al explicar la masiva preocupación del
público chileno (por la "Auguste Rodin Retrospectiva",
donde desapareció el torso de Rodin, a pesar de que Rodin sigue
vivo). Estas obras "son iconos que están en la memoria
colectiva", dijo el funcionario del arte.
En el verano del 96, en el oeste de Francia, con el fin de luchar
contra "el reflejo del mal gusto" de personas que adornan
su jardín con esa reprobable acción de colocar enanos,
nació el FLNJ (FLEJ en castellano, Frente de Liberación
de Enanos de Jardín). A la fecha han llevado a cabo varias
"liberaciones". Son pocos, pero muy activos en Francia y
Bélgica, y de a poco han ganado adeptos en Italia y España.
Se dedican a robar (a "rescatar") los típicos duendes
de escayola pintada que adornan los jardines para depositarlos a su
antojo (al antojo de las figurillas, se entiende). Han "liberado"
a varios miles de geniecillos de todo tipo en este corto tiempo. "Hemos
querido desridiculizar los enanos de jardín y devolverlos a
su medio natural soltándolos en los bosques que jamás
habrían debido abandonar", señala un texto reivindicativo.
Esta acción (¿de arte?), que partió como una
broma de estudiantes, ha llegado a extremos fastuosos. Leemos: "SARREBURGO,
Francia (AFP).- Ciento cuarenta y tres enanos de jardín fueron
descubiertos en una manifestación insólita en la explanada
que se encuentra delante de la alcaldía de Sarreburgo (este
de Francia), anunciaron hoy fuentes policiales".
A propósito de Luis Emilio Onfray, me acordé de un
antiguo amigo -cuyo nombre me reservo-, también estudiante,
inquieto e idealista a extremos de creer que la sociedad se podía
mejorar. Entre otras historias que dejó salpicadas por allí
como un urinario enterrado en un patio recóndito, me acuerdo
especialmente de una. Siempre que pasábamos por una casa-esquina,
veíamos un chocante ser de losa que me seguía extrañamente
a mis momentos de delirio exquisito (igual que un surrealista, yo
también era idealista, pero ya me sané). Pues bien,
un día que pasé por el lugar camino a la casa de mi
amigo, el mamotreto ya no estaba. Mi amigo había raptado al
duende en cuestión. Los sueños de camaradería
entre nosotros se desmoronaron y nunca comprendí por qué.
Pasados unos años supe del derrumbe de su buen geniecillo y
me sentí -como en un sortilegio insólito- un tanto inculpado.
Pero bueno, eso es otro cuento.
No estoy de acuerdo con Leonardo Sanhueza al referirse al tema en
su crónica "Los jóvenes las prefieren viejas"
(LUN, lunes 20 de junio). Traficar esculturas no es "una acción
casi gagá, material digno de la "Revista de Crítica
Cultural" u otras publicaciones de la superpoderosa geriatría
intelectual". En el pensamiento del antiguo Egipto -cayendo en
esas referencias que él en este caso elude-, las imágenes
estaban habitadas por el espíritu. Un jeroglífico, por
ejemplo, contenía el significado de lo que representaba. Por
este motivo, en caso de invasión, los mismos sacerdotes destruían
las formas externas (esculturas entre otras) para liberar sus espíritus
internos, para que los invasores pudieran robar el continente pero
no el contenido que en él residía. Eran "acciones
de vida", por supuesto, de esa gente tan dada al arte.
Los duendes de Adèle parecen ratoncillos pastosos al lado
de los encantos de Nefertiti.