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LAS TUMBAS HERMOSAS

Por Marco Aurelio Rodríguez

 

La peor ofensa la profirió Boris Vian alguna vez: Escupiré sobre vuestra tumba. Y la novela que habla de una venganza tal vez justificada pero de destino infructuoso, argumenta ese rumbo: borrar los rastros y el espíritu del inculpado en la admonición. Mancillar la sepultura es el peor agravio que alguien pueda recibir, es desaparecer por los siglos de los siglos (lo que se llama, en lenguaje del convencimiento de la fe, “no tener cristiana sepultura”). Aun cuando quizás nadie esté exento de ello. “Pronto lo olvidarás todo; pronto serás olvidado”, dice el filósofo.

Detengámonos un instante —¿qué es un instante?: “Tumbas detenidas (los remos dejados a los vivos, los jóvenes y los forasteros)”(1)

Los sepulcros son hermosos —debiéramos defender— porque son el elíxir, allí descansan las fábulas humanas; es la imagen que tiene que ver con el genio encerrado en la lámpara mágica, que, luego de milenios, despierta y se expande hasta las obras de los mortales, favoreciéndolos o injuriándolos. Se han hecho sepulcros principescos en forma de pirámides irascibles o fantásticas. Hipogeos. Se los ha descubierto exagerados de caballos de barro y bronce, acompañantes del que sueña formas diferentes de Dios; con perfumes todavía quietos, objetos sagrados y blasfemos, mujeres fieles que —por la mueca en sus caras de espanto— seguramente mentían.


Tumbas de la necrópolis de Crucifijo de Toba (Orvieto)

De entre todas las manifestaciones del arte etrusco, una de las más singulares son las tumbas. Este conjunto, parece haber sido concebido como un barrio urbano en el que las casas —rectangulares y sencillas— de los difuntos se disponen a continuación unas de otras, alineándose al exterior las puertas de las tumbas.

Tumbas colectivas —en la antigua Europa mediterránea— en forma de cuevas naturales o artificiales, con o sin ajuar, que reflejan la existencia de grupos corporativos que se diferencian unos de otros dentro de una escala jerárquica, pero siempre dentro de unas relaciones de parentesco; catacumbas en Roma, Nápoles, Alejandría o Siracusa, con paredes donde se abrían nichos para los enterramientos de los primeros cristianos; más cercanamente, en la capital peruana tenemos el caso de San Francisco de Lima, que presenta un conjunto colonial de gran renombre, con iglesia, convento y las catacumbas que conservan los restos de nada menos que 70.000 personas; la cultura azteca entronó al rey Huitzilopochtl que todavía reina sentado en su altar de sacrificios humanos: en México bien lo recuerdan. Hoyos con historias anónimas pero solidarias, como las semillas de un gran roble. Fosas, en fin, de extrañas sepulturas. Recordamos aquellos perros “nobles” y “domésticos” que —cual refiere Cicerón— la plebe de Hyrcania alimentaba y criaba, “según sus facultades”, para devorar a sus amos después de muertos, puesto que ellos creían que los canes solícitos eran la mejor sepultura.

En algunas zonas europeas se practicaba la incineración, especialmente en los siglos V y VI, para evitar que los muertos regresaran a atormentar a los vivos, de la misma manera se ponían arbustos espinosos sobre la tumba. Los familiares acudían regularmente a los túmulos para celebrar banquetes funerarios. En el cementerio se reproducía el mundo de la aldea. Ser consumidos por el fuego es ser arrastrados por en viento de la eternidad. Lo hacen en la India junto al Ganges. Lo hacían los vikingos en los atardeceres ya incendiados, y el drakkar se llevaba al guerrero escandinavo al Mar de la Gran Batalla. Lo sugieren, incluso, los cementerios y su hermosa etimología, koimetirion, palabra griega que quiere decir dormitorio, lugar donde se sueña.

Se cuenta la siguiente historia del hijo del emperador Napoleón III, luego de que éste recibiera asilo de la reina Victoria después de su fracaso en la guerra franco-prusiana de 1870: Luis —tal era el nombre del vástago— llegó a sentirse tan ligado a su país de adopción, que realizó de forma voluntaria el servicio militar en Sudáfrica y, en una batalla contra los zulúes, rindió su vida; fue enterrado no lejos de allí, aunque nadie estaba muy seguro del lugar exacto. Un año después, en 1880, su madre, la emperatriz Eugenia, va con una expedición en busca del cadáver, tarea prácticamente infructuosa. Ya quebrantada su salud en estos menesteres, un día la emperatriz detectó un aroma de violetas —la flor favorita de su hijo— y siguió el rastro hasta que el olor se extinguió. En ese mismo punto la madre encontró la tumba de su hijo, cubierta y escondida por la crecida maleza de la selva.

El hallazgo, el 2003, de varias fosas comunes en la localidad de Hilla, al sur de Bagdad, congregó a familiares de desaparecidos desde la invasión norteamericana y la caída del régimen de Saddam Hussein. En la imagen se aprecia a familiares excavando por sus propios medios, a veces usando sus propias manos, para encontrar y trasladar los restos anónimos.

No es extraño que los parientes más cercanos puedan “entender” las sepulturas, llegar a soñarlas, contenerlas. Así como el árbol más enhiesto que asombra el cielo con su follaje necesita las raíces más fuertes, el hombre necesita la memoria para recuperar su infancia primera, padre y madre: patria y materia. Cuando ciertos pueblos antiguos eran expulsados de sus tierras, se llevaban consigo hasta las tumbas de sus muertos. Pero, ¿qué ha quedado hoy de estas raíces? ¿Se recuerda, diariamente, que caminamos sobre millones de muertos, que somos como sueños que se desprenden de ellos? Es así, no podemos dejar de pensarlos, de soñarlos (entrecruce de sueños, será mejor decir) como en la novela Pedro Páramo, como cuando Dante ve a Beatriz en la rosa de los Cielos, como cuando conservamos a alguien en las fauces de nuestro devoción.

El siguiente caso debe ser interpretado. Veamos:

Un Brahamán tiene una hermosa hija que, cuando llega a la edad de la floración, congrega a tres pretendientes de alta alcurnia. El padre, por no ofender a los demás, no la da en matrimonio hasta que, repentinamente, la niña enfermó y murió. Sus cenizas fueron inhumadas y el primero de los tres pretendientes construyó una choza y se instaló a vivir junto a ellas. El segundo, reunió sus huesos y los arrojó al Ganges. El tercer pretendiente, para desterrar tan grande dolor, decide viajar. Llega una tarde a una familia donde hay un niño inquieto que —tan mal se porta— lo arrojan al fuego. El peregrino se escandaliza. Pero el brahamán jefe de familia, luego de abrir un libro misterioso, declama una fórmula mágica y el niño reaparece sentado a la mesa. Por la noche, el viajero roba el libro, regresa a su hogar y resucita a la doncella dormida. Nuevamente los tres pretendientes se disputan a la niña. La que no puede ser del tercer pretendiente, diríamos nosotros, pues huyó del lado de ella. Ni del segundo, que se despidió de sus huesos. Del primero sí, pues fue fiel a sus restos, como un esposo.

La respuesta hindú es similar. Pero la explicación varía. El que le devolvió la vida, simboliza al padre. No puede ser de él. El segundo juntó sus huesos y los despidió en el río sagrado, una costumbre que los hijos deben cumplir con sus progenitores. La muchacha no podría casarse con quien representa a un hijo. Pero el primero, que permaneció fiel a su lado, que reposó junto a ella, aquel que compartió su sepulcro, ése es su esposo.

 

(1) Del poema La Visita, de Eduardo Anguita.

 

 

 

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