Juan Luis Martínez
 
 



LA NUEVA NOVELA: EL AUTOR, EL SILENCIO*

Soledad Fariña

Escribir: ¿Encontrar “ese” punto?

“Alguna vez pensé que la obra de Juan Luis Martínez clausuraba un camino y que por tanto condenada a iluminarnos desde la soledad. Hoy vemos –en este mismo instante lo constatamos- cómo esta soledad ha retrocedido un poco, cómo se diluye cada vez que la obra se prodiga al entendimiento de la poesía, cada vez que en cualquier parte del mundo se produce una relectura feliz”.

Con esta reflexión de Roberto Merino comienzo un intento de lectura, ojalá feliz, desde esa luz, desde la soledad de la obra de Juan Luis.

La soledad a nivel del mundo es una herida, dice Blanchot citando a Valéry: “...que la obra sea infinita quiere decir (para el mismo Valéry) que el artista, incapaz de ponerle fin, es capaz, sin embargo, de hacer de ella el lugar cerrado de un trabajo sin fin, que al no concluir, desarrolla el dominio del espíritu, y lo expresa desarrollándolo bajo formas de poder... El infinito de la obra no es sino el infinito del espíritu”.

¿Por qué llegue a la “soledad de la obra”, si las señas que me había propuesto seguir en la lectura de La Nueva Novela eran: el autor, así, sin tarjadura, el humor y el silencio? El autor, ese guiño, cómo y por qué sugerencia (o mandato) del propio autor, leemos el gesto de negación de su autoría, aproximándonos a una anonimia, como otro guiño: problematizar entonces ese gesto: la tarjadura del nombre, de los nombres –del autor y sus(s) padres- pero eso, lo del nombre del padre, no lo trataré aquí pues ya fue hermosamente expuesto en el texto de Andrés: Juan de Dios, Jean Tardieu, dios tardío y sus demonios, los de la Analogía, entonces: soledad de los nombres, soledad del autor.

“El escritor –dice Blanchot- escribe un libro, pero el libro todavía no es la obra; la obra sólo es obra cuando gracias a ella, la palabra Ser se pronuncia en la violencia de un comienzo que le es propio; acontecimiento que se realiza cuando la obra es la intimidad de alguien que la escribe y alguien que la lee. Entonces podemos preguntarnos ¿si la soledad, es el riesgo del escritor, no expresaría que éste (el escritor) está vuelto, orientado hacia la violencia abierta de la obra, de la que sólo advierte el sustituto, la aproximación, la ilusión bajo la forma de libro?”

Intimidad de alguien que la escribe y alguien que la lee ¿se produce esa intimidad en un solo momento, el mismo, para escribiente y lector?, ¿y es, acaso, la misma intimidad?, ¿cesaría en ese instante, y con ese acontecimiento íntimo –la lectura- la soledad del mundo como herida (la de la obra, también la de la muerte/desaparición del autor)?

Volvamos al autor, sin tarjadura, Juan Luis, hijo de Juan de Dios, como lector solitario, erigiendo la lectura, sus lecturas, como cauce estructurante y a la vez desafiante del Libro, de La Nueva Novela prolongada más allá de sus páginas, más allá de la casa y del jardín. De la casa inclinada y sin puertas, ¿cómo entrar?, entrar por la ventana, como propone la Tere, irrumpir, como lo hizo Roberto, en la casa; ¿pero por cuál de todas las ventanas?, ¿los cuadrados, los círculos, los huecos?, ¿el hueco delineado del troquel que siluetea, y sin embargo, es hueco, está vacío?

Para no resbalar por el vacío seguir por las no huellas. Seguir por la pista del blanco y de la albura, del cisne y de los signos, volver a los demonios: analogar troquel con anonimia, analogarlo al blanco, autor como troquel de un cisne blanco: ausencia, pero ausencia delineada, en la sonrisa, en el silencio. Qué nos dice el silencio:

El silencio escucha el silencio
y repite en silencio
lo que escucha que no escucha.
Qué nos dice el oído:
El oído es un órgano al revés, sólo escucha el silencio.

¿Del hueco del troquel?,  ¿del hueco del autor?, ¿de su presencia en la página doblada, meditando su blanco? El silencio como análogo del blanco se desplaza por el libro: quien escribe, dice Blanchot, al haberse privado de sí, al haber renunciado a sí, mantiene, sin embargo, en esa desaparición, la autoridad de un poder, la decisión de callarse... del yo desaparecido, conserva la afirmación autoritaria aunque silenciosa.

A esa palabra, entonces, doblada en su blancura, agrega (el autor) la autoridad de su propio silencio: ruptura, carencia, hueco, he aquí la trama textual (lo de dentro, lo de fuera). Ruptura, carencia, hueco, he ahí la trama de lo real (la vida, la muerte: lo de dentro, lo de fuera), la cabeza disparando desde la página –(la fijación de la escritura)- hacia el vacío que la bordea –(el retardo de la lectura)-, destruyendo objetivamente la subjetividad: lo no textual. La cabeza convertida en objeto: el proyectil que destruyendo se destruye; el cañón roto: la muerte del poeta (su vida), vigilando el inmaculado color blanco de sí mismo, inhalando su blancura... venenosa.

Entonces, la sonrisa. Gracias a esa imprevisible, pero muy oportuna aparición del Gato de Cheshire con su proverbial sonrisa en Alicia en el País de las Maravillas, desvaneciéndose gradualmente hasta quedar reducida a una estereotipada mueca, (el autor) puede dejar sentada su actitud frente al mundo, semejante a la de Alicia: Maravilla, pero también Extrañeza y Temor.

Su voluntad de sonreír tiende... al descubrimiento de su verdadera y trágica realidad más allá de todo dualismo. Intenta expresar la inexpresividad, y tal es la paradoja que por ende anima su sonrisa.

El Gato de Cheshire se aproxima con su sonrisa al contemplador, sustrayéndose al mismo tiempo hasta una inaccesible región distante y extraña... La ambigüedad de su sonrisa exterioriza el anhelo de superar el encadenamiento al ciclo de la vida y de la muerte...

¿Serán estas reflexiones, desde la ambigüedad de la sonrisa, lo que hizo pensar a Enrique Lihn que el norte de Martínez es el Oriente?

“El trabajo de J.L.M. –dice Lihn- está animado por una noción de la “ciencia oriental” que redunda en su forma de hacer poesía occidental. La “nosimismidad” ensimismada del sujeto que habla, que proviene de la oposición “sí mismo/no sí mismo”. Buda opone la ilusión de la individualidad –el sí mismo, condenado a percibir ilusoriamente el mundo- al no sí mismo como una manera de acceder a la iluminación o a la verdadera sabiduría...”

Sabiduría del gesto, del gasto, del gato que vigila su propia porcelana... sabiendo que bastaría la distracción más mínima para que desaparecieran habitación, repisa, gato y porcelana. Sabiduría del gato, de la cabeza del gato,

LA CABEZA DEL GATO DE CHESHIRE QUE A PESAR DE SU OSCURA MATERIALIDAD PARECE SUSPENDIDA SOBRE TODAS LAS COSAS, DESREALIZA EL MUNDO CON LA MISTERIOSA Y ENIGMÁTICA EXPRESIVIDAD DE SUS SONRISA, RECORDÁNDOLE AL HOMBRE EL CARÁCTER PRECARIO DE SU REALIDAD.

Como anclaje posible, de alguna realidad, llegamos otra vez a la huella del nombre (no al de los gatos, que sabemos que es un asunto difícil), los nombres hora como préstamo: Juan Luis o Juan de Dios, O Xuan de Dio, o simplemente Swan, y nuevamente al cisne, a la blancura, al préstamo del blanco en el vacío. “-¿qué es un préstamo... una urgencia, ciertamente, como el anunciarse y presentarse y arreciar de una falta. Una suplencia como lo que se agrega a la falta, puesto que no la suprime...”- (P. Oyarzún sobre “el prestado nombre” de Marchant).

El préstamo –del nombre- no suprime la falta, la carencia, el hueco del troquel, no suprime la soledad del autor para que siga siendo posible la infinitud de la obra, desde su soledad, mitigada –un instante- por el diálogo imaginario de una lectora con el troquel del (autor) –con su sonrisa-:

-Soledad: cuando estoy solo, no soy quien
está allí, y no es de ti, ni de los otros ni
del mundo de quien permanezco alejado.


* Publicado en la revista El espíritu del valle, nº 45, Santiago, del año 1998. El texto fue inicialemnte leído en un seminario en torno a La Nueva Novela de Juan Luis Martínez, Valparaíso, 1997.

 

en Merodeos en torno a la obra poética de Juan Luis Martínez.
Soledad Fariña - Elvira Hernández

 

 

 
 

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