La aproximación estética a los márgenes en la obra de Eltit se relaciona con la ubicación de los sujetos en la periferia de la ciudad. Son personajes que deambulan por las noches en una ciudad vigilada y asediada por mecanismos de poder. El correlato es la dictadura con sus prácticas de violencia extrema y los dispositivos de control y disciplinamiento de los cuerpos que intentan borrar cualquier forma de pensamiento contrario al sistema. El inicio de las políticas neoliberales activa el libre mercado creando una serie de necesidades antes desconocidas por los ciudadanos, pseudo-necesidades que les dirige y manipula el deseo. Así objetos, vestuario, tecnologías, como novedad o moda, comienzan a transformarse en la vara de medida del ser humano que, a su vez, se convierte en un ser alienado y regido por un sistema autónomo de consumo. A continuación, analizaremos algunos personajes en la obra de Eltit que alegorizan estas cualidades marginales, además de tener ciertos elementos en común, como el haber sido escritos durante la dictadura y habitar físicamente el margen: una plaza pública, el eriazo y el barrio marginal, un lugar de encierro. Los sujetos periféricos proceden de diferente raíz o condición, pero todos están cruzados por las diferentes “minoridades” y responden a lo que se conoce como “clases populares”. Son sujetos que se encuentran en el margen social y que deambulan por rutas urbanas construidas a la intemperie; se encuentran arrojados por su condición económica, social, sexual o subversiva frente a los haceres y poderes de un sistema que intenta someterlos y, a su vez, mantenerlos en este mismo margen.
En la historia de la literatura latinoamericana, los desposeídos han estado presentes como personajes en muchas obras, desde la figura del bandolero en Facundo de Sarmiento hasta la literatura indigenista con Raza de bronce de Arguedas, existe una tradición acerca de la representación del marginal en la literatura. El ethos particular de América Latina es el mestizaje, no solo racial sino también cultural que, siguiendo las raíces hacia sus inicios genéricos, se basa en la unión de la madre india y el padre español que conciben un hijo “huacho”[1] (Rodríguez 1985): “La noción de huacho se desprende de ese modelo de identidad, de ser hijo o hija ilegítimo, gravitará en nuestras sociedades —por lo menos los datos para Chile así parecen indicarlo— hasta nuestros días” (Montecino 1993, 50). Este sello de ilegitimidad tendrá como consecuencia la conformación de una identidad basada en la carencia de uno de los progenitores, generalmente el padre y, por ende, de apellido. Es por ello que la identidad latinoamericana se basa en esa carencia cuyas ramificaciones se hallan en una identidad que, por un lado, se identifica con el padre ausente (español) por medio del blanqueamiento (45), y por otro, con el mestizo que habita en los lupanares de la ciudad.
Bajo este escenario del “huacho” —hijo ilegítimo—, que ha sido marginado históricamente y que tiene el sello del vagabundaje, es desde donde resurgen los pálidos desarrapados de Lumpérica que se constituyen desde la periferia de la periferia. El frotamiento[2] con otros cuerpos es lo que permite una de las características más importantes de la protagonista: sus múltiples identidades. Los personajes son subjetividades que se construyen a retazos de una memoria ciudadana donde el lumperío de “vencidos en vencedores se convierten resaltantes en sus tonos morenos, adquiriendo en sus carnes una verdadera dimensión de belleza” (Eltit 1983, 13), provocando así la incomodidad en el centro mismo de la ciudad moderna. La exclusión en la plaza es lo que origina la trama, que es la búsqueda de un nombre propio y el intento de fijación de una identidad ciudadana, pero la desarrapada junto a los pálidos se apropia, o mejor dicho, se “toman” la plaza, por lo que la luz del luminoso que intenta definirlos es apropiada —tomada— por L.Iluminada: “Ella misma ha tomado su lugar, se va lentamente hasta su imagen y se pone bajo él para imprimirse” (31). Así desmonta el discurso del luminoso —cartel publicitario— para regocijarse ante esa luz, subvirtiéndose en una pluralidad de identidades que se confunde con los diferentes apodos que ella posee: la iluminada, la desarrapada, la lumpeniluminada, la rapada, la quemada, la mafiosa, etcétera; es una serie de nombres y de identidades, cambiando las leyes de la descendencia civil. El capítulo tres de la novela transgrede completamente los límites de la identidad produciendo una serie de mutaciones animalescas: “muge en verdad como una vaca se recoge en sus marginaciones, la yegua se sosiega, la cosa que ha llegado a ser detiene en pleno […] el árbol que la nutre, su hocico se refriega para alcanzar las ramas, mancha dirime su hocicada forma, marca la punta de pezuñas ritmo, enaltece el anca/se mama” (59). Estamos, por lo tanto, ante una exacerbación de la subjetividad que ha explosionado no solo la identidad personal, sino también la fisiológica, que goza de múltiples nombres, apodos y formas donde “cada uno es desmentido por su facha” (12). L.Iluminada se presenta vaciada de toda categoría de legitimidad calificable, moviéndose entre dos bordes, ya que el vacío producido por la carencia de nombre o identidad fija suscita un exceso de nombres, apodos y formas. Carencia y exceso hacen que L.Iluminada se presente de forma incierta, “sospechosa”, frente al luminoso y frente a la cámara que intenta fijar su pose. Esta teatralidad de apariencias provoca un juego de representación en la plaza donde la protagonista, con el resto del lumpen, “reapropiados constituyen el escenario” (12), el boceto, el borrador bajo una luz fantasmagórica. Los personajes se mueven como una comunidad desobrada para mostrar todas sus formas posibles, hechos y deshechos como un ensayo premeditado para provocar constantemente “erratas conscientes” (102) y la pose se tenga que rehacer nuevamente.
Esta misma multiplicidad del sujeto aparece en forma dual en Por la patria y El cuarto mundo. Coya/Coa y los mellizos son personajes que, al igual que L.Iluminada, no aceptan una categorización de nombre, raza o género. Coya es Coa, es decir, reina india y reina del barrio periférico en Por la patria, mientras los mellizos destrozan el discurso que intenta atribuirles parámetros de género, ya sea literario o sexual en El cuarto mundo. Es por esto que en estas dos obras se agrega otro componente de la marginalidad que es “el estigma comunitario sudaca” para referirse a la categoría de lo latinoamericano. En ambas obras el término “sudaca”, peyorativo de sudamericano, se utiliza para referirse al moreno o al mestizo recreando la dicotomía conquistador/conquistado en los personajes y en su forma de relacionarse con el poder. Recordemos que Montecino afirma que la cultura latinoamericana se basa en el mestizaje bajo la categoría del bastardo, donde “el problema de la ilegitimidad/bastardía atraviesa el orden social […] transformándose en una marca definitoria del sujeto en la historia nacional” (1983, 45). Producto de esta ilegitimidad surge el “huacho”, sin reconocimiento “cristiano” ni legal. Por esto en el imaginario mestizo latinoamericano surge el padre que se convierte en un sujeto colectivo representado por figuras masculinas del caudillo, el guerrero, el militar, que son una “presencia que llena el espacio que está afuera de la casa; pero que impone un hálito fantasmático de su imperio, aunque solo sea por evocación o visión fugaz” (33). Debido a este estado de vergüenza permanente, el mestizo sudaca optó por dos modalidades: blanquearse o “aindiarse”, es decir, adoptar las “cualidades propias” del indígena, según el paradigma civilizador, que es ser borracho, porfiado, flojo y proclive a las “bajas pasiones”. Es por ello que en las novelas se rescata este “llevar sangre india” porque se convierten en signo y símbolo de transgresión de una normativa civilizadora, masculina, blanca y europeizante.
En Por la patria encontramos una protagonista que intenta reconstruir una identidad por medio de una narración femenina latinoamericana mestiza y degradada. Es por ello que para algunos críticos, esta es la novela de la dictadura chilena, pero también una épica de resistencia a la Conquista, como afirma Sergio Rojas, porque “narra también la historia no contada de las clases populares, la historia imposible de América Latina” (2012, 63). Coya, reina indígena mestiza, se convierte en líder por una herencia autóctona que se intenta reinscribir políticamente por medio de lenguajes periféricos donde el coa, lenguaje marginal chileno utilizado en las cárceles, iniciará la explosión de la mala lengua: “Se levanta el coa, el lunfardo, el giria, el pachuco, el caló, calinche, slang, calao, replana. El argot se dispara y yo” (Eltit 2007b, 282), ya que el alzamiento de la mala lengua colectiva se produce para mostrar las dos marginalidades más representativas como son la femenina y la sudaca. El correlato de la novela es el golpe de Estado en Chile, pero también alude a la fundación del continente. En ambas acepciones se refiere a la violencia que la Conquista y el golpe propinaron a los habitantes, ya sea chilenos o latinoamericanos. Por ello, Por la patria es la novela de las clases pobres y populares que históricamente han resistido diferentes formas de violencia a lo largo de la historia.
El problema identitario de la protagonista, cruzado con la violencia, aparece en los inicios de la novela cuando afirma “Mi mami, mi padre / mi trío que soy machi” (16) donde se asume el carácter mestizo al celebrarse como machi que conlleva una superioridad dentro del grupo, por la responsabilidad de transmitir conocimientos a las generaciones futuras acerca de las prácticas de la comunidad. Coya es también madre, machi y generala que lidera a esta comunidad en la resistencia:
Madre Generala
Coya
– ¿Ama?
– ¿Hampa?
– ¿En qué estilo?
– De lo mejor
– ¿Desde cuándo?
– De procreación
– ¿Quiénes intervienen?
– Madre, padre, ambos […]
– ¿Origen?
– Nobleza quechua
– ¿Nobleza quechua?
– decadencia aimará
– ¿Decadencia?
– Caída urbana
– ¿Urbana?
– De Coya a Coa (Eltit 2007b, 262).
La protagonista elabora un itinerario de la violencia chilena y latinoamericana, identificándose con el sometido, el indígena y el marginal urbano. La violencia fundacional se homologa a la violencia del golpe en la mirada hacia los militares donde se describe el ingreso violento al barrio a través de la imagen del alacrán, un organismo que funciona contra su propia gente: “A través de la vela se multiplicaban los muchos alacranes viriles extenuados. Por encima de la mesa se movían subiendo, trepando los vasos y resbalando la superficie. ERAN OSCUROS, MORENOS, CHILENOS ESCURRIDIZOS Y TRAIDORES” (88). Esta tropa de “virilidad extenuada” marcha “copiando desenfrenadas potencias” que están “unidos por operación unitas criollas”. Lo anterior tiene como referente la ayuda prestada por Estados Unidos al golpe militar cuando se encontraba la Operación Unitas en Chile. El sometimiento en que vive la gente del barrio cuenta con una extensión de poder que incluye la violencia, las armas, el dolor y la humillación, como lo afirma la narradora: “Con fecha agosto caen barriantes cesantes: uno, diez, quince expiran, 24, entre gañanes, mujeres y demás seres humanos y no hermanos en principio sanguíneo. Y la sangre sí, que roja, que muge, que moja, que toca y ya no se sabe si están heridos los salpicados” (155). La crueldad del hecho se resalta a través de la sangre de las víctimas, sangre roja “que muge y que moja” a hermanos no solo de sangre sino a una comunidad latinoamericana. Esta novela traspasa la violencia local de la dictadura chilena, ya que cruza la temporalidad para indagar en la fundación misma de la violencia en América Latina, alojada en los procesos de producción de subjetividad donde esta se normaliza. Coya narra la travesía de la violencia que se ha inscrito en su cuerpo, memoria de un continente que ha producido hijos catalogados como delincuentes:
Han parido, han parido hasta el cansancio, hasta llegar a la perversión incestual como enamoradas, como engañadas, como enardecidas.
Han emigrado:
Portando, llevando en las espaldas los vástagos. Han cruzado altiplanos, cumbres moderadas, huyendo de la invasión y acurrucadas sobre los arenales con las piernas abiertas y la sangre: el niño, la niña bañada con agua fría en el río al alba […]
Reductas al fin pariendo y mezclando la sangre con blancura, cayendo siempre en la huida, al servicio necesario y civil: han opuesto a ustedes extranjeras arrogantes, insinuantes y banales […]
Tupidas, enrarecidas, habrán huido de nuevo de la reducción, acomodándose en el barrio la herida.
El tajo del barrio y el surco que ustedes aran piernas abiertas y luto de la viudez repentina.
De la nobleza perdida llegan al delito incipiente, paren:
monreros
cogoteros
lanzas y escaperos (263).
En El cuarto mundo (1988), los personajes se presentan como una familia que reconoce y rinde homenaje a la estirpe sudaca. Ellos habitan, como en un cuarto mundo, los márgenes de una ciudad asediados de mendigos y pandillas. Los mellizos, en el primer capítulo, intentan mantenerse alejados de “esas” personas, pero la melliza, quien porta en su cuerpo la pulsión marginal, tiene su primer encuentro sexual con uno de ellos. El hermano, por su parte, describe a los sudacas afirmando que “su raíz popular formaba un cuerpo único, diseminado en distintos movimientos individuales. También era común entre ellos, precisamente, la eficacia de sus movimientos, muy acentuados en el límite de la provocación” (68). Poco a poco, esta familia que niega su origen irá reconociendo su condición comunitaria heredada del deseo, la violencia y el incesto. Esta pulsión sudaca de los hermanos es obtenida por la estirpe materna, que ya portaba en sus sueños la condición perversa. Recordemos que la caída de la familia se produce por la infidelidad de la madre, por lo que se encierran en la casa para ocultar la vergüenza del padre y el oprobio de una ciudad entera que se burla de ellos. El encierro gatilla el reconocimiento de su naturaleza hacia las perversiones propias de la raza y comunidad sudaca: “En ese tiempo atroz e inaugural la familia se permitió todos los excesos salvo la penumbra, que a mi hermana melliza la horrorizaba. Mantuvimos vigentes, neones candelas fluorescentes para espantar la oscuridad que podía arrastrarnos a prácticas solitarias censuradas por el orden” (79). Estas prácticas contrarias al orden se desarrollan en el segundo capítulo narrado por la hermana melliza después de la caída de la familia. Los mellizos siempre se sintieron atraídos hacia los sudacas por sus cuerpos sudorosos, sus idiomas extraños, sus olores, relacionándolo con lo prohibido y lo perverso. Es así como la segunda parte de la novela elabora un homenaje a la raza sudaca que tiene primacía y superioridad. Los personajes se someten a rituales para rendir culto a esta estirpe comunitaria perversa por medio de tres formas: el engendramiento, la danza y el sexo. Recordemos que, en esta parte de la novela, los mellizos, más la hermana menor llamada María de Alava, se han quedado solos en la casa rindiendo homenaje a la raza, mientras los padres han abandonado el hogar horrorizados por las perversiones de sus hijos. La hermana melliza espera un hijo de su hermano, María Chipia, quien se ha travestido en virgen (83). María de Alava juega un papel interesante en esta segunda parte, ya que no abandona el hogar, sino que se transforma en una especie de cuidadora del futuro bebé, una partera medio ciega que debe guiar a los remanentes de la familia. Se le describe con rasgos de guía espiritual, una especie de machi a quien se le confiesan los sueños y los dolores: “Decidí entregar a María de Alava la custodia del niño que acabábamos de gestar. Lo decidí en ese mismo instante original como ofrenda y perdón por las culpas familiares” (83). Así, la gestación del niño se produce por una razón sagrada y ritual, que es pagar las culpas de la familia, ya que el niño se engendra para ser una “obra sudaca terrible y molesta” (88) que esta familia brinda como ofrenda a la supremacía de la raza sudaca. Como digno ejemplo de su comunidad, el niño será un engendro, un ser físicamente anormal que contendrá todas las perversiones que la familia, como se ha vaticinado desde antes de su nacimiento:
(El niño venía ya horriblemente herido) (83).
(El niño venía con la paz cetrina de su mal semblante) (84).
(Supe que el niño venía con el cráneo hundido) (85).
María Chipia murmuró en mi oído que el niño nacería malformado (90).
Hacia el final de la obra, los hermanos quedan solos en la casa para la espera del nacimiento: “Lejos, en una casa abandonada a la fraternidad, entre un 7 y un 8 de abril, diamela eltit, asistida por su hermano mellizo, da a luz una niña. La niña sudaca irá a la venta” (128). El hijo profetizado ha nacido. Es una niña y es la novela que hemos estado leyendo. La gran obra monstruosa, gestada por el alter ego de la autora, diamela eltit (así con minúscula) viene a fracturar la narrativa oficial porque ha sido concebida por las perversiones de una familia que se siente orgullosa de su comunidad sudaca. El bebé, es decir, la novela, es el homenaje monstruoso que se rinde a esta raza. La monstruosidad se encuentra en la aparición de un lenguaje no oficial que circula por la ciudad, en la exaltación de los deseos reprimidos y en el carácter discursivo de esta “gran obra” que han gestado los hermanos.
La deformidad se constituye en la fractura corporal que estos personajes encarnan por medio de la monstruosidad que representa la resistencia y la transgresión en una sociedad disciplinaria, haciendo de la marginalidad una decisión política, una acción que incorporan en sus discursos y sus cuerpos. De ahí que estas figuras siempre provoquen un golpe a la mirada, ya que su apariencia estética y sus comportamientos sociales están completamente anormalizados. Con esto queremos afirmar que los personajes no son subordinados inactivos; ellos portan, en la conciencia de la subordinación, las herramientas que les permiten crear una grieta en ese sistema hegemónico que intenta marginalizarlos. El desafío a la organización social, la fisura al cuerpo y al lenguaje, el torcimiento de la lengua, son algunos de los puntos de fuga que utilizan para instaurarse porfiadamente en el escenario de la Historia por medio del orgullo sudaca. L.Iluminada, Coya/Coa y los mellizos son personajes que asumen su condición sudaca y crean una estirpe comunitaria desobrada que reniega del “blanqueamiento” fundamentando su poder precisamente en aquellos aspectos que la cultura oficial ha tratado de ocultar o invalidar: Coya utiliza los conocimientos ancestrales para sanar a su padre herido, L.Iluminada y los mellizos elaboran un ritual como homenaje a la comunidad marginal, perversa y desobrada. Por ello María Chipia afirma que “soy un digno sudaca, soy un digno sudaca” (87), porque la perversión, el maquillaje desgastado, el homenaje a través de la procreación, los erigen como orgullosos representantes de la comunidad sudaca. Por otro lado, Coya, digna reina indígena, y Coa, reina del lumpen, se alzan como representantes de un habla torcida indígena y marginal, completamente exiliada del habla oficial de las academias. Por ello, en la marginalidad social del barrio y de la ciudad, es donde se produce un traslado hacia una etapa superior: un nuevo circuito en la literatura. Se ha producido un quiebre en el juego de las relaciones de poder, ya que la comunidad desobrada a la que pertenece el mestizo y el sudaca no “blanqueado”, no se la observa desde la perspectiva del desposeído o del que padece del poder, sino que se levanta desde su propio poder resaltando las cualidades mismas que se le han atribuido en forma repetitiva. Así, el poder es fisurado desde su interior con las mismas armas que este utiliza. El mestizo, el sudaca, el latinoamericano, han re-creado su propia resistencia y gozan dentro de las cualidades que posee: L.Iluminada desde la plaza pública vigilada, Coya/Coa dentro de la barriada logra ser “reina” y los mellizos realizan su gran “obra sudaca” terrible y molesta. La marginalidad se ha manifestado desde su centro, con todas las formas en que se puede representar: han producido una obra sudaca terrible y molesta.
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Notas
[1] La palabra no tiene una grafía definida. Para Zorobabel Rodríguez en aimará huajcha que es huérfano; en quechua huaccha, pobre, huérfano y en araucano huachu, el hijo ilegítimo, los animales mansos, domesticados. Afirma que “las acepciones que damos a guacho guardan perfecta consonancia con las etimologías que acabamos de apuntar. Su significación más conocida, fundamental, por decirlo así, es bastardo: terrible palabra con que la sociedad echa en cara a los hijos el pecado de los padres” (1985, 235).
[2] El frote, el corte y la mutilación son las técnicas que usa L.Iluminada para provocar el quiebre a la norma, al sistema, a lo común, es decir, al poder. Lumpérica es una novela inaugural no solo porque es la primera, sino porque en ella encontramos todas las pautas que se profundizarán en las obras posteriores. Así estos atentados al cuerpo serán cualidades intrínsecas en las obras. Más adelante veremos cómo esos atentados producen el quiebre en la escritura.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com “Una obra sudaca terrible y molesta”.
Por Mónica Barrientos.
Publicado en "La pulsión comunitaria en la obra de Diamela Eltit".
Pittsburgh, Estados Unidos: Latin America Research Commons. 2019