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UN DEBATE SOBRE PAISAJE:
UN CAMINO PARA SU COMPRENSIÓN EN MARTA BRUNET Y MAURICIO WACQUEZ[1]

A DEBATE ABOUT LANDSCAPE:
A WAY TO ITS COMPREHENSION IN MARTA BRUNET AND MAURICIO WACQUEZ

Sebastián Schoennenbeck Grohnert
Pontificia Universidad Católica de Chile
sschoenn@uc.cl
Publicado en Revista de Humanidades, N°29 (Enero-Junio 2014)


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Resumen:
Este trabajo revisa un debate teórico en torno al concepto de paisaje. Siguiendo las ideas de la Naturphilosophie alemana y defendiendo una definición de paisaje como aventura, López Silvestre cuestiona la propuesta de Alain Roger, para quien el paisaje es el reconocimiento de imágenes culturales en la naturaleza contempladas por un sujeto: no habría una belleza natural, sino tan solo invenciones culturales y el consecuente reconocimiento de estas en la naturaleza. El artículo analiza las descripciones paisajísticas en los relatos Montaña adentro (Marta Brunet) y Frente a un hombre armado (Mauricio Wacquez) a la luz de la discusión mencionada. En tales autores chilenos, se aprecia un extrañamiento de la hacienda del Valle Central, dando lugar a un paisaje visualizado como una aventura que altera las imágenes pictóricas con las cuales se reconocía el orden tradicional.

Palabras claves: Paisaje, reconocimiento, extrañamiento, hacienda, narración.

Abstract:
The present article looks over a theoretical debate about the concept of landscape. Following the ideas of the German Naturphilosophie and defending a definition of landscape as an adventure, López Silvestre questions the proposal of Alain Roger, for whom landscape is the recognition of cultural images in nature that a subject contemplates: there would be no natural beauty, just cultural inventions and the recognition of them in nature. The article analyses the descriptions of landscapes in the novels Montaña adentro (Marta Brunet) and Frente a un hombre armado (Mauricio Wacquez) in the light of the discussion mentioned. In those Chilean authors we can appreciate an estrangement of the estate of the Central Valley, giving place to a landscape visualized as an adventure that alters the pictorial images with which were used to recognize the traditional order.

Key words: Landscape, Recognition, Estrangement, Estate, Narration.

 

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El paisaje no es otra cosa que visiones fingidas, una especie de engaño o
fraude para tus propios ojos, con tu propio consentimiento y colaboración,
y con la convivencia de tu propio artificio

Edward Norgate

1. ¿Es el paisaje un reconocimiento o la aventura del extrañamiento?

En Chile, el espectáculo de las bellezas naturales ha sido, desde un comienzo fundacional, motivo de escritura. Pedro de Valdivia, en una carta dirigida a Carlos V, describe las bondades de una naturaleza que no abandona verano. Pese a los escasos versos dedicados a ello, Ercilla cantó la fertilidad de estas angostas tierras y de sus ríos que mueren en un mar cuyas olas se baten violentamente. Más tarde, el sacerdote jesuita Alonso de Ovalle compuso en Histórica relación del Reino de Chile un paisaje idílico que describe flora, fauna y geografía. Durante el siglo XIX, la naturaleza despertó el interés del ojo extranjero. La mirada foránea sobre la naturaleza se plasmó en textos y obras visuales en los que el paisaje y el discurso científico se conjugaban. Pese a que la naturaleza siempre ha estado aquí, los discursos que describen su belleza han variado históricamente: “Siempre ha habido anatomías, pero el desnudo data de ayer. Siempre ha habido montañas, bosques y ríos en torno a parajes habitados… Pero la naturaleza no crea ni el culto de las bellezas naturales ni la presencia de imágenes talladas, la sensibilidad estética. El espectáculo de una cosa no es dado con su existencia” (Debray 161).

Dado lo anterior, el objetivo de esta reflexión es revisar los modos de representación y contemplación de vistas de parajes abiertos y de la naturaleza en dos momentos diferentes de la literatura chilena del siglo XX: el relato de Marta Brunet titulado Montaña adentro (1923) y la novela de Mauricio Wacquez, Frente a un hombre armado (1981). Para ello, estas obras serán leídas a la luz de la noción de paisaje, puesto que en ellas se privilegia una descripción estética por sobre la de una naturaleza articulada en espacios y miradas. En ambos casos, el espacio y la naturaleza están asociados a la hacienda, lo que justifica la inclusión en un mismo corpus de obras cuyos contextos de producción están distantes. En efecto, si bien estas obras suponen sistemas de representación muy diferentes, su inclusión en un mismo corpus podría establecer parcialmente un devenir histórico sobre la representación de la hacienda y del Valle Central como paisajes. Sin embargo, el carácter contrastivo de los sistemas de representación de Brunet y Wacquez no impide auparlos en una unidad opuesta a las miradas decimonónicas de los paisajes de la hacienda y del Valle Central que se han dado cuenta. Es cierto que Mauricio Wacquez construye un paisaje desde una mirada que abarca el corazón del Valle Central, mientras que Marta Brunet, en cambio, sitúa sus relatos y paisajes en una zona limítrofe que podría demarcar la zona central del sur del país. También lo es que la autora conserva una lógica lineal y secuencial en su mimesis del espacio y, de tal forma, da lugar a una ékphrasis a través de la cual incluso un lector actual podría identificar parajes reales de la zona central del país. Wacquez, por el contrario, a través de una escritura experimental, rompe aquella verosimilitud históricamente afín al género del paisaje. No obstante, ambos desarticulan un orden social y estético implícito en las imágenes con las cuales reconocíamos pictórica y literariamente la hacienda.

El paisaje puede ser entendido como un género pictórico[2] y también como experiencia estética del sujeto moderno, cuya mirada se ha vuelto atenta a la naturaleza. Se trata de una aproximación que surgió en la historia moderna de Occidente de manera paralela al estudio científico de la naturaleza: “…el paisaje no es un ente objetual ni un conjunto de elementos físicos cuantificables, tal como lo interpretan las ciencias positivas, sino que se trata de una relación subjetiva entre el hombre y el medio en el que vive, relación que se establece a través de la mirada” (Maderuelo 12). Para Agustín Berque, esta mirada permite describir la belleza de un entorno, reconociendo que no se trata de un valor esencialmente inherente a la naturaleza, sino más bien de la creación de esa misma mirada, en la medida en que pasa a desinteresarse del negocio o el trabajo agrícola: “Esta forclusión del trabajo de la tierra es un rasgo fundamental en las sociedades lo suficientemente complejas… como para desarrollar ciudades y una «clase ociosa» apta para contemplar la naturaleza en lugar de transformarla laboriosamente con sus manos” (40). Otra definición de paisaje se formula en oposición a la noción de territorio, aunque ambas son construcciones culturales y no espacios naturales o terrenos. Según Pedro Urquijo y Narciso Barrera, el territorio es una “unidad espacial socialmente modelada y vinculada a las relaciones de poder”, mientras que el paisaje es “la dimensión cultural de la naturaleza” (231).

Entre aquellos que han defendido una aproximación interdisciplinaria al problema,[3] Graciela Silvestri indica el carácter multifacético del paisaje, ya que acepta su carácter artificial, pero también lo reconoce como espacio “real”: “La palabra paisaje alude simultáneamente a un ambiente predominantemente natural y a las formas de ser interpretado, representado o transformado. Muchas de las cuestiones teóricas que el tema convoca se derivan de este ‘doble sentido’ de la palabra, que lleva de paisajes mentales a paisajes materiales, de naturaleza a arte…” (231).

En los últimos años, se ha generado un debate en torno a la noción de paisaje desde el cual se pretende iluminar el análisis en torno a los relatos de Marta Brunet y Mauricio Wacquez. Se trata de una revisión crítica llevada a cabo por Federico López Silvestre de la noción de paisaje como reconocimiento, propuesta elaborada por Alain Roger, para quien el sujeto construye paisaje cuando reconoce en el entorno que mira una serie de imágenes registradas a modo de un bagaje cultural. Es decir, el paisaje se produce cuando el sujeto mira el espacio como si fuese un cuadro, mecanismo que, por lo demás, ya había sido pensado por Gilpin al definir la categoría de lo pintoresco en el contexto del empirismo inglés del siglo XVIII. Al comprender el paisaje como reconocimiento, Alain Roger negará la existencia de una belleza natural, indicando que todo paisaje es una invención determinada por modelos artísticos. Por lo tanto, el paisaje supone una artealización y una superposición de lo artificial por sobre lo natural:

La hipótesis que exploro y expongo desde hace veinte años (Roger, 1978, 1997) y que quiero reiterar en esta publicación es resueltamente culturalista: no hay belleza natural. Nuestros paisajes son adquisiciones o, más exactamente, invenciones culturales que podemos fechar y analizar. Considero que toda nuestra experiencia, visual y no visual, está más o menos moldeada por modelos artísticos. La percepción cultural histórica y cultural de nuestros paisajes —campo, montaña, mar, desierto— no necesita ninguna intervención mística (como si bajara del cielo) o misteriosa (como si saliera de la tierra), sino que se opera según lo que yo llamo, tomando una palabra olvidada de Montaigne, una artealización. (Roger 67)[4]

Dado lo anterior, el paisaje se constituiría cuando se ve el espacio como si fuese un reflejo cuyo referente original y artístico recordamos. Sin embargo, también es posible pensar en el paisaje como el reflejo, el eco o la huella de algo que ya habíamos olvidado. En este sentido, el paisaje es reconocimiento porque se recuperan, a través del recuerdo, las pérdidas de la memoria. El reflejo asoma entonces como un recurso de composición paisajística. Solemos atender a la belleza de un cerro cuando sus laderas se ven reflejadas en la superficie de un lago o cuando el viajero moderno, después de sus andanzas, muestra la naturaleza sobre la superficie del cartón fotográfico. En efecto, la naturaleza se transforma en paisaje cuando se nos aparece, al modo de la simulación, como la representación de una ausencia. El marco de la ventana que nos permite mirar el entorno natural es análogo al marco de un cuadro o al marco de un espejo. Se trata de algo así como un tromp l’oeil al revés: una naturaleza que engaña al presentarse como algo que no es, un lugar transformado en un no lugar, una utopía, la experiencia en la que el sujeto sueña su propia desaparición.

La oposición naturaleza/artificio que Alan Roger pone en tensión será anulada por Arturo López Silvestre tras revisar los modelos fundacionales para una elaboración de la historia del paisaje identificados en la Naturphilosophie, y cuyos principales representantes son Goethe, Herder, Schelling y Carus. Tales pensadores proponen, según López Silvestre, una cercanía entre la mirada racional de la ciencia y de la filosofía y, por otra parte, la mirada subjetiva de las artes y las humanidades ante la naturaleza:

A juicio de todos ellos esa cercanía se descubre, por un lado, en la persona libre consciente por igual de sus pensamientos y sus sentimientos, y, por otro, en una naturaleza que alberga en sí misma una “cierta espiritualidad” manifestada en ese proyecto de libertad que se refleja tanto en su productividad y metamorfosis como en la fuerza integradora que la caracteriza. En relación con esto y al contrario de lo que plantea el objetivismo, la belleza no se considera algo concreto, numérico, material o fijo. Tampoco se trata de algo subjetivo, de algo que arroje la persona sobre las cosas. Si la belleza es el despliegue libre de la fuerza productiva y organizadora, estará presente en la naturaleza como algo esencial a ella y no como algo añadido por el ojo humano. Artificio en la naturaleza y naturaleza en el artificio: lo que hace el ser humano es reconocer esa organización como se reconoce lo propio fuera de nosotros. (López Silvestre, “Pensar la historia del paisaje” 16)

López Silvestre y A. Roger discrepan en la comprensión del esquematismo, idea expuesta por Kant en Crítica de la razón pura (1781). Según López Silvestre, el esquematismo es la facultad que permite relacionar las impresiones sensibles con universales, conceptos o generalidades. Sin embargo, el sujeto, ante una especie animal o una obra de arte, no se apoya en un concepto o en un universal establecido a priori tal como se afirma en Crítica al juicio (1790): “Kant extrae que las bellas artes carecen de concepto y que el juicio del gusto es aquel en el que juzgamos reflexivamente, es decir, aquel en el que la imaginación esquematiza sin concepto” (López Silvestre, “¿Es el paisaje un simple reconocimiento?” 95). Alain Roger refutará la reducción kantiana del arte al juicio reflexionante, afirmando que, en el caso del paisaje, no es pertinente pensar en un “esquematismo sin concepto”, sino más bien en todo un arsenal de esquemas que, siendo diferentes a los conceptos, nos enseñan a conocer y a valorar el mundo: “[L]as obras de arte serían, ellas mismas, una suerte de preconceptos que servirían para avisar y condicionar las mentes de las personas en el seno de las culturas donde se manejan” (95) Para López Silvestre, el límite de la teoría de Roger revela una contradicción: ¿Cómo un “primer artista”, carente de esquemas previos, sí pudo valorar inauguralmente la belleza de, por ejemplo, un bosque? ¿Cómo fue posible entonces que Petrarca fuese el primero (al menos en la cultura europea) en subir una montaña para lograr una vista panorámica? En definitiva, Roger reduce el paisaje a algo ya visto.

Para superar la teoría idealista de Roger, Arturo López Silvestre propone el paisaje como una aventura. Sin caer en la teoría materialista, el autor español indicará el carácter imprescindible de la materia prima de todo paisaje, vale decir, de aquello “que da contenido a nuestras miradas” (98), puesto que origina una llamada que despierta la atención del sujeto que mira. Si en Roger advertíamos una jerarquía implícita dada por la supremacía de lo ya conocido (la imagen artística) sobre el espacio, en López Silvestre, en cambio, la naturaleza reclama nuestra atención sensorial. Dado lo anterior, el paisaje ocurriría en el momento en que somos sorprendidos por aquel medio observado: “…los juicios reflexionantes serían aquellos en los que, efectivamente, no subsumimos, aquellos en los que nos movemos de abajo arriba, de lo particular a lo general, y que pergeñamos en ausencia de concepto” (Roger 99).

A la luz de Roland Barthes, López Silvestre finaliza su reflexión visualizando el paisaje como advenimiento, es decir, como la llegada de aquello que se espera o como aquello que, al ser esperado, tarda en realizarse o no se realiza jamás. En este sentido, el paisaje es lo inminente, lo que está por ocurrir. En suma, al ser una espera a lo largo de la observación, el paisaje es una promesa compartida por el sujeto, el espacio y el tiempo.


2. El Valle Central, la hacienda y el paisaje en Chile

M. Brunet y M. Wacquez producen un paisaje entendido como aventura, ya que ambos logran alterar la imagen con la cual reconocemos tradicionalmente el Valle Central.

Es difícil pensar en una historia del paisaje en Chile sin una referencia al Valle Central. Este entorno geográfico sintetiza su naturaleza heterogénea, trascendiendo así una multiplicidad de espacios y permitiendo establecer una asociación entre nación y territorio. Desde el Valle Central identificamos otros lugares como si el carácter central del valle le otorgase existencia a la cordillera, al sur o al norte del país. En otras palabras, el Valle Central es el eje articulador de un sistema territorial, algo así como si no pudiese existir cordillera sin valle o tampoco pudiésemos contar con el norte o con el sur sin el lugar central desde el cual una voz, tal vez hegemónica, nombra e imagina. Al respecto, Alfredo Jocelyn-Holt se refiere a “la centralidad del Valle Central” como una tautología que podría explicar la imposibilidad de ver un paisaje y una unidad de país sin este espacio crucial: “Son demasiados los paisajes; por tanto, a menos que aceptemos que son también muchos los posibles Chiles (postura que nadie ha pretendido sostener), es obvio que debe existir al menos un eje desde donde se articula lo que venimos denominando históricamente Chile, es decir, el Valle Central” (121).

La hacienda chilena[5] figura como un continuum aparentemente ahistórico que se localiza, una y otra vez, en el Valle Central de Chile. La narrativa chilena insiste en tal asociación.[6] Al mismo tiempo, la representación del país como un espacio natural intervenido por la hacienda podría pensarse como una tradición que asegura una representación clásica del territorio. En efecto, el medio natural siempre es el mismo, lo que explica la asociación del paisaje con lo clásico:

Lo clásico supone un desentrañamiento de ciertas constantes si es que no una lógica compartida que estaría y nos remontaría a la naturaleza misma.... Esto, porque cuando se asume una perspectiva clásica o clasicista se tiende a sintonizar con lo mismo, con lo constante. De ahí la uniformidad común, valga la redundancia, en todas las visiones “clasicizantes” y la insistencia en el paisaje... lo que apreciamos como clásico en sus obras no sería más que la constatación de persistencias que estarían presentes en la misma naturaleza. (Jocelyn-Holt 43-44)

¿Por qué la hacienda puede ser visualizada como un paisaje? Pese a sus fines prácticos, la hacienda supone una composición paisajística, porque interviene el espacio trazando un diseño. En este sentido, la hacienda supondría una especie de jardín.[7] En efecto, la intervención agrícola implica una modificación de los entornos naturales y con ello da lugar a una nueva composición de lugar: cercos, potreros cuyos perímetros muchas veces dibujan figuras geométricas, avenidas, siembras, plantaciones, canales de regadío que simulan arterias, talas de bosque nativo, raleo de arbustos, construcciones (casas patronales, casas de inquilinos, bodegas, capillas, etc.), corrales, senderos, podas. Al respecto, José Donoso, en su artículo “Algo sobre jardines”, indica que el Valle Central es un jardín dada la artificial incorporación de especies extranjeras que han desplazado a la flora nativa:

Chile entero, y me refiero sobre todo al Valle Central, parece un jardín. Y digo “jardín” con toda precisión: porque este paisaje tan “nuestro”, es en esencia un paisaje artificial, un “jardín”, de importación. Los componentes del paisaje chileno de tarjeta postal —la alameda, el sauce del estero, la zarzamora, la galega, los trigales y viñedos que le dan su sello— no son originariamente nuestros sino que encarnan el triunfo de los conquistadores sobre lo conquistado (130).

Ahora bien, a modo de hipótesis, proponemos que Brunet y Wacquez desarticulan la noción rogeriana de paisaje como reconocimiento, puesto que representan la hacienda rompiendo la verticalidad (señor/ inquilino, intervención agrícola/entornos silvestres, especies extranjeras/ especies endémicas) con la cual tradicionalmente la imaginábamos. Esta ya no es mirada desde arriba, sino más bien se supone un narrador cercano visualmente a los espacios, quien de tal forma da representación a lo que había permanecido invisibilizado.

La pintura de Alejandro Ciccarelli titulada “El valle de Santiago desde Peñalolén” (1853) sintetiza el modelo de hacienda cuya imagen más tarde Brunet y Wacquez alterarán. Según Catalina Valdés, esta obra, que ofrece una representación fundacional del Valle Central (específicamente del Valle del Mapocho), es el origen del paisaje pictórico en Chile.



El valle cuadriculado por los potreros y cultivos remite a un entorno que ha sido civilizado por el paisaje. Desde una tradición clásica, la autorrepresentación de Ciccarelli proyecta la instauración paisajística de la hacienda: “Mediante una interesante estrategia de puesta en abismo, pareciera que el artista se representa en tanto pintor europeo en un mundo vacío de referentes, mundo que debe justamente ser llenado con el orden previamente aprobado en el lugar de dónde él proviene” (Valdés 10). En efecto, el autorretrato del pintor (vestido de traje y con sombrero de copa) es definido por Catalina Valdés como un “principio eurocéntrico que está en la base del neoclasicismo” (10).

En la obra de Ciccarelli, el lugar desde donde se lleva a cabo la mirada es la hacienda de la familia Arrieta ubicada en Peñalolén. Es decir, la hacienda se asocia con el paisaje en tanto es el lugar de la mirada y, con ello, de la experiencia del ocio necesaria para una contemplación de las bellezas naturales del entorno. Considerando este panorama pictórico, demos un vistazo a los paisajes de Marta Brunet y Mauricio Wacquez como si fuesen estos una degradación, alteración o reinvención de la mirada decimonónica.

3. Marta Brunet o la superación del paisaje panorámico

La autora aborda el mundo rural desde una sensibilidad propia del criollismo.[8] Con el objetivo de representar el color local y propio de una identidad nacional, el paisaje criollista se compone en un diálogo directo con la representación del campesino, sus costumbres y entornos.[9] En este sentido, el paisaje de Marta Brunet contiene una serie de variaciones con respecto a la pintura decimonónica mencionada. Si el paisaje de Cicarelli elidía la figuración del sujeto popular, la representación criollista de la hacienda integra aquel sector social que hasta entonces había permanecido en la obscuridad. Se trata, por cierto, de lo que Bernardo Subercaseaux ha denominado como “etapa de integración”.[10]

En el caso de Brunet, la representación de la naturaleza conlleva dos miradas: la de la narradora y la de los sujetos campesinos. La primera se enuncia con un lenguaje ilustrado, mientras que la segunda reproduce los idiolectos campesinos.[11] La tensión producida por esta bipolaridad formal tiende a disminuir en lo que a paisaje respecta. En efecto, Montaña adentro presenta un paisaje dado por la mirada popular sobre la naturaleza, pero mediado por la voz de una narradora que ha conservado ciertas marcas tradicionales de enunciación (distancia del mundo narrado, omnisciencia, etc.). No se trata de un paisaje popular, ya que, en estricto rigor, este no puede producirse en la experiencia de un sujeto campesino, sino más bien de un paisaje producido por una mirada ilustrada que indica aquello que el otro ve. En Brunet, las perspectivas han cambiado, porque la observadora/narradora se ha posicionado junto al campesino para poder ver lo que este ve. No se trata de un mimetismo de la mirada de la narradora en la del campesino, puesto que las formas de mirar siempre serán diferentes. El problema radica más bien en que la naturaleza observada ahora ya no es la misma una vez que se ha bajado de las alturas precordilleranas de Peñalolén. El efecto de tal descenso es una distancia disminuida entre el ojo y el entorno, una proximidad que permite ver nuevas realidades, mientras otras han dejado de ser visibles. En otras palabras, la narración deja de reconocer en los parajes una serie de imágenes con las cuales históricamente se había identificado la hacienda. Hemos abandonado así el paisaje panorámico.

La incorporación de la flora nativa es un nuevo elemento visible en el paisaje de Marta Brunet. El ajardinamiento del Valle Central al cual aludía José Donoso da lugar a quebradas emboscadas en las que la voz narradora menciona con precisión algunas especies nativas que efectivamente crecen en las zonas geográficas aludidas en el relato:

Los robles, los raulíes, los palosantos, los lingues, los laureles se alzaban centenarios juntando en lo alto las testas locas de azul. Por los troncos ceñidos por el tiempo, que año a año ahondaba el sello de su brazo, subían las copihueras cuajadas de sangrientas floraciones. Fucsias rojas, violáceas y blancas sacaban burlescamente la lengua a las humildes azulinas que estrellaban el tapiz de verde musgo. Los maquis se inclinaban al peso de los frutos maduros… Un pitío quejábase obstinado en unas quilas. Coqueteando con los árboles, el agua de deslizaba murmurante y reidora sobre las pulidas piedras, formando a veces remolinos de blanca espuma. (Brunet 71-2)

La voz narradora ha seguido de cerca a los principales personajes femeninos del relato, doña Clara y su hija Cata, quienes recorren la orilla del río en busca de agua y hierbas medicinales para socorrer al herido Juan Oses. Los nuevos enfoques y lugares de observación permiten ver detalles que hasta entonces habían permanecido ocultos en el paisaje como, por ejemplo, las diminutas flores azules que contrastan contra el verdor del musgo. Tras internarse en el bosque y en el cauce del río, la mirada paisajística se hace dueña de una nomenclatura específica para dar cuenta de las especies. Cada árbol es identificado en su particularidad: roble, raulí, lingue, maqui, etc. El pájaro carpintero, por su nombre y canto (pitío). No obstante, el tipo de nomenclatura no siempre es la misma. Pese a que las designaciones se enuncian siempre en lengua vernácula y no científica/ latina, algunas veces la autora utiliza un lenguaje más universal para nombrar la naturaleza y, en otras ocasiones, opta por voces altamente locales. Por ejemplo, las fucsias no son identificadas como “chilcos”, palabra de origen mapuche con la cual en Chile se designan las variedades endémicas de la fucsia magellanica. Lo contrario sucede en el caso de la quila, (chasquea quila según la designación latina), especie de gramínea de la subfamilia del bambú.

Esta integración de la flora y fauna nativa como parte de un entorno silvestre contrasta en el relato con la representación de paisajes de cultivo en los que el sujeto campesino lleva a cabo un duro trabajo agrícola. En efecto, la novela comienza con la descripción de los trigales en tiempos de cosecha:

Ondulaba el trigal impulsado por el puelche. Abajo, en la hondonada, el río Quillén regañaba en constante pugna con las piedras. El agua no se veía oculta entre los matorrales y eran éstos a lo largo del trigal como una cinta verde que aprisionara su oro. De roble a roble las cachañas se contaban sus chismes interminables, riendo luego con carcajadas estridentes terminadas en í. En la jerga que se extendía más allá del río roncaba jadeante el motor, lanzando al cielo su respiración grisácea. Se detallaban ya los trabajadores que silenciosamente hacían su faena. (41-2)

Se trata de una descripción un tanto esteticista cuando se la compara con los diálogos violentos que el cruel capataz y los peones sostienen pocos momentos después. Cabe destacar que el paisaje del trigal es el espacio de los hombres, el lugar donde se lleva a cabo un trabajo altamente alienante y donde la relación del sujeto con los demás y con la naturaleza está marcada por la violencia. Los paisajes en los que la naturaleza tiene lugar en un estado silvestre, en cambio, aparecen asociados a personajes femeninos y a un popular uso medicinal de las plantas.

La descripción de trabajos agrícolas a modo de escenas típicamente rurales es otro modo de representar el espacio y la naturaleza, logrando así trascender los límites y convenciones del género del paisaje: “En distintas direcciones partieron los hombres. Quedó sólo el administrador mirando con ojos torvos la máquina inservible. Una fila de carretas emparvadotas lo sacó de su abstracción. Avanzaban lentas, balanceando el alto rombo de gavillas; sentado sobre ellas el emparvador dirigía la yunta con gritos guturales... Una bandada de cachañas se posó en un roble...” (44). Esta inclusión señala la suspensión de un paisaje panorámico en Brunet. En efecto, el paisaje panorámico, asociado desde el siglo XVII a la cartografía, marca una línea de horizonte tan alta que el resultado es una superficie como si fuese mirada desde el cielo. Se trata de una perspectiva conocida como “a vista de pájaro” que da lugar a un paisaje despoblado en el que consecuentemente no se reconoce la gente en sus actividades laborales.[12]

Al gozar de alturas privilegiadas, las miradas de Ciccarelli se dirigen siempre hacia lo bajo para así hacer del valle el gran protagonista. Marta Brunet, en cambio, nos ofrece un paisaje que supone tanto miradas descendentes como ascendentes. En muchas ocasiones la narradora mirará desde el camino que sube montaña adentro y que es transitado por los personajes: “Hecho de dinamita en el flanco de la montaña el camino bordeaba un precipicio. Hacia arriba, en el vértice de la pared granítica, abrían los pinos sus parasoles de prolijo encaje; montaña abajo no se veía un ápice de tierra. Era aquello un compacto matorral en cuyo fondo se adivinaba el río” (69). El arriba y el abajo, doble tránsito de la mirada que se vuelve múltiple, instaura un paisaje donde el orden ya no está asegurado a diferencia de los planos geométricos dibujados por Ciccarelli. Este paisaje más rudo, agreste y jamás idealizado es parte de la violencia ante la cual los personajes sucumben como si fuese un fatal destino: “La narrativa de Brunet puede leerse como una reflexión sobre el curso del erotismo y de la violencia en el espacio doméstico, en el marco de la cultura hacendada de principios del siglo XX que el criollismo interpreta” (Carreño 76).

Considerando lo anterior, la cuesta es el paisaje privilegiado por Marta Brunet y, al mismo tiempo, el lugar desde donde principalmente se mira para obtener, sin éxito alguno, las vistas panorámicas. La cuesta permite también el movimiento dificultoso de los personajes y, por ende, precipita un paisaje cambiante en la medida que la mirada de la narradora sigue a los transeúntes:

La cuesta seguía internándose montaña adentro, serpenteando entre los árboles que se hacían más compactos, hasta no dejar libre el bosque más que el lomo pardo del camino. Si en la montaña de Rari-Ruca se necesitó dinamita para tallar la roca dura, aquí el hacha fue pacientemente derribado árboles colosales que arrimados luego al borde del camino hacían de cerca. Buscando claros de bosques que aliviaran la tarea, el hacha hizo el camino zigzagueante e inacabable, bellísimo e imponente. (Brunet 70)

Las amplias vistas que la pintura decimonónica garantizaba desde las alturas de Peñalolén son interrumpidas aquí por la densidad de los bosques. La imposibilidad del sitio despejado desde donde mirar modifica los paisajes, poniendo en tensión la presencia humana (la dinamita, el hacha, el camino) con su naturaleza arrebatadora. La síntesis de esta misma oposición es la imponencia del paraje.

La asociación del paisaje con la hacienda no solo queda plasmada en la descripción paisajística de los trigales y en las narraciones concernientes a los trabajos agrícolas, sino también en la mención a las casas patronales que paradójicamente, tratándose de un texto criollista, no son descritas con detalle: “Más allá a la izquierda, asomaban los chalets de la hacienda y el retén de los carabineros rojo como la ira. Una extraña ciudad rodeaba la estación; así, desde lo alto, parecían viviendas primitivas, de cerca eran enormes rumas de maderas laboradas. La estación, la casa del jefe y la bodega, era sólo techumbres de cinc que reverberaban al Sol” (69). En efecto, la casa patronal no logra ser objeto de una mirada frontal. Su representación se plasma más bien como una presencia fantasmal que solo “asoma” ante la mirada que regula y ensaya su proximidad ante el objeto. “Desde lo alto” o “desde cerca”, la casa del patrón, siempre mentada y jamás observada, es solo parte de un conjunto de construcciones indiferenciadas. El poder que el asentamiento patronal conlleva se representa al modo de la metonimia en la figura de don Zacarías, el cruel capataz y, más indirectamente, en la corrupta policía que desencadenará la muerte trágica del protagonista masculino hasta entonces plasmado con rasgos heroicos.

A modo de conclusión, es posible afirmar que en Marta Brunet la hacienda ya no es aquel paisaje en el que el sujeto se recrea en la naturaleza como si esta fuese un jardín “importado”. Esta vez, la naturaleza, al ser transformada por una mirada que simula la experiencia del campesino, aparece como el espacio del padecimiento fatal, un espacio cuya misma belleza y organización determina el sino trágico y violento de los personajes.


3.1 El paisaje del criollismo y la pintura chilena del siglo XIX

Es posible asociar el criollismo en general y el de Marta Brunet en particular con la pintura de paisaje en Chile. Sostenemos que el criollismo redescubre los entornos rurales y silvestres para dar cuenta del color local y propio de la nación gracias a la pintura de la segunda mitad del siglo XIX, cuyos representantes, liberados de los principios de la Academia, comienzan a cultivar el género del paisaje y, por ende, a observar el entorno local. En este sentido, el corpus pictórico recién aludido es un antecedente ineludible para comprender el paisaje del criollismo. En suma, es posible afirmar que, en cuanto a paisaje se refiere, la pintura se adelantó a lo que la literatura más tardíamente cultivará. Sin embargo, que la pintura del siglo XIX haya sido una antesala del paisaje criollista no quiere decir que no presenten diferencias entre sí. Los paisajes pictóricos de la segunda mitad del siglo XIX darán cuenta de la subjetividad de los observadores artistas, dejando a un lado la documentada y objetiva precisión que el criollismo sí rescatará a la hora de representar los entornos y la naturaleza.[13] Milan Ivelic y Gaspar Galaz se han referido a un grupo de pintores chilenos que se rebelaron contra la Academia Nacional de pintura fundada en 1848. No se trataría de una corriente o de un movimiento cohesionado bajo una estética o un ideario en común, sino más bien de individualidades creadoras que solo comparten una fuerte vocación por el paisaje. Paradójicamente, la valoración por el paisaje se explica, según los autores citados, por un encuentro directo con el arte europeo. En efecto, este grupo de artistas, ya liberados del yugo académico, viaja a Europa, lugar donde apreciará directamente aquel arte que ya conocían por intermediación de la Academia. Lo que los pintores chilenos ven en los salones oficiales es un paisaje romántico que lograba un estado emotivo susceptible de ser compartido por el autor y el espectador:

Otro hecho novedoso en la pintura oficial fue la incorporación del paisaje en los salones, desusado en sus habituales exposiciones, porque el paisaje se había convertido en algo muerto durante la época del Imperio. En un comienzo, los paisajes exhibidos no constituyeron un estudio de la naturaleza por sí misma, sino que, por el contrario, se trató de utilizarla para conseguir un cierto estado lírico y trasponer en seguida al lienzo un paisaje que provocara en el espectador el mismo estado de ánimo. Nunca entendieron los académicos que cuando los románticos propusieron este motivo, lo hicieron para establecer una relación íntima entre naturaleza y paisaje y no para servirse de él con el objetivo de ambientar simplemente el gran tema y reducirlo a un efecto escenográfico. (Ivelic y Galaz 92-93)

Los artistas chilenos apreciarán en sus viajes este escenario europeo que más tarde los inspirará, ya que, a su regreso, comenzarán a cultivar el paisaje y, de paso, se reencontrarán con la naturaleza y los entornos del país de origen, logrando así superar la división establecida entre lo foráneo (Europa) y lo local (la nación): “El paisaje autóctono dejará de ser el gran olvidado” (94). Considerando a Manuel Rámírez Rosales (1804-1877) como el artista pionero en la incorporación del paisaje en Chile, podemos destacar a Antonio Smith (1832-1877) y luego a Onofre Jarpa (1849- 1940) como dos exponentes del paisaje pictórico chileno. El primero empapará al paisaje de subjetividad y emoción, dejando a un lado una representación objetiva de la naturaleza: “En algunas de sus obras somete el hecho natural y sus efectos (puestas de sol, nieblas, amaneceres,) a una intensidad fuera de lo común, creando una atmósfera pictórica que transfigura el fenómeno natural. Partiendo de la naturaleza, trata de detener la fugacidad de los estados anímicos para lograr que el sentimiento perdure y se ‘eternice’ en la tela” (100). Onofre Jarpa, por el contrario, demuestra una preocupación por representar la misma naturaleza, independientemente de sus efectos sobre el ánimo del espectador: “Gradualmente, su obra se orientó hacia el mundo exterior desprovisto de resonancias afectivas. Para aclarar esta afirmación, compárese la obra de Jarpa con la de Smith: mientras éste propone un paisaje que es revelador de una emotividad, aquél, por el contrario, se proyecta al mundo exterior, respetando la percepción natural de los objetos” (102).





No se trata aquí de hacer un recorrido histórico por el paisaje pictórico chileno. Sin embargo, es necesario destacar que, paralelamente al desarrollo del criollismo en Chile, el paisaje irá evolucionando e incluso presentará diferentes modos de expresión. Desde Pedro Lira a Juan Francisco González o desde Eugenio Guzmán Ovalle a Valenzuela Puelma y Valenzuela Llanos, el paisaje podrá variar entre una pincelada más romántica, más realista o más impresionista, pero la mayoría de las veces su mirada se dirige a una naturaleza local que el criollismo brunetiano abrazó.

En suma, el paisaje como reconocimiento es complejizado al presentar cierto deslizamiento desde una disciplina a otra. Marta Brunet describe en Montaña adentro un paisaje transmitido no por una tradición literaria, sino más bien por una producción pictórica que la antecede.


4. Mauricio Wacquez y los paisajes trasatlánticos

Acaso la novela de Mauricio Wacquez, Frente a un hombre armado (1981), cita el cuento de Borges “El inmortal”. Juan de Warni, el protagonista de la novela, es todos los hombres. Al figurar en tiempos históricos tan diversos y distanciados entre sí, logra actuar una infinidad de identidades. El protagonista es entonces todos los otros, todos los rostros, atravesando diferentes siglos y dando lugar a una multiplicidad del “yo”. Esta vinculación intertextual también permite asociar la novela de Wacquez con Orlando de Virginia Woolf: un joven isabelino que no envejece sufre un cambio fantástico de sexo y vive a través de los siglos. Tras una serie de experiencias (políticas, viajeras, matrimoniales, artísticas), Orlando, mujer, cierra la novela en el contexto de una Inglaterra que se asoma a los primeros años del siglo XX. En Wacquez, la experiencia de Juan Warni oscila entre la adolescencia vivida bajo Napoleón III y el retorno de un hombre ya maduro a Dordogne en 1946, entre la práctica deportiva de la caza durante su juventud rural y las labores de mercenario, entre su niñez enmarcada por los árboles de un parque que existe en varios lugares (Perier y Quinahue) y sus participaciones tanto en las revueltas del ’48 como en una guerra donde los aviones surcan los cielos. La voz del padre de Juan de Warni sintetiza este modo de comprender al individuo cuyos contornos se difuminan para identificarse en los demás: “... nada es tan parecido a la vida de un hombre como la vida de otro hombre. Por eso haces bien en no ceñirte al diseño de unos personajes que terminarán siempre por ser tú mismo... Recuerda: todos somos todos y sólo la mala fe puede enmascararnos de inocencia después de los veinte años” (Wacquez 157). Pese al tono de una crónica que la novela no tarda en desmentir, pese a la simulación de un discurso autobiográfico que rompe sus propias convenciones, la obra insinúa un sujeto cuyo origen no es capaz de sostener una unicidad.

Sin embargo, a diferencia de los personajes de V. Woolf y J. L. Borges, Juan de Warni, según una de las versiones del relato, muere. Tal vez no podría ser de otro modo al tratarse de una novela en la que la muerte irrumpe como un motivo central para dialogar con la sexualidad, el placer y las relaciones bipolares de clase. La múltiple identidad del sujeto, partícipe en el juego proliferante de los espejos, se aúna con el juego de la muerte: “El remedo de la muerte se parece al encuentro entre lo lleno y lo vacío, un compendio de contrarios en el que la muerte es buscada como anhelo de ser y no como necesidad” (80). La muerte es tal vez ese centro esencial que consolida al sujeto extraviado en la simulación, práctica visualizada en el relato a través del juego de disfraces llevado a cabo en los salones de Perier y que se conoce como La Musaraña. Por esto mismo, Danilo Santos afirma que “[e]l problema de la identidad reaparece a través de toda la obra. El mundo se exhibe como representación e impostura…” (121). La voz del padre, en lugar de instalar una ley que hace de la identidad del sujeto una única versión, promueve y organiza la pantomima: “. . . todo estaba bien mientras no sobrepasara el estadio de la ilusión al que él mismo se plegaba convencido de que la realidad y el engaño se homogeneizaban según el orden antojadizo de la lectura” (Wacquez 108).


4.1 Espejos y parques en Frente a un hombre armado

El sujeto descentrado y no identificable con un solo rostro precipita, en la novela de Wacquez, un paisaje que es el resultado de una doble representación o de una superposición de espacios correspondientes a tiempos y continentes diferentes: “Los espacios y los tiempos aparecen, en efecto, aquí como medios nebulosos y desorganizados. Francia, Alemania, Argel, Chile —descrito este último reconociblemente pero sin nombre— convertidos en escenarios de guerras, terremotos, incendios, parques, asesinatos, casas, amores y muertes, como en un caleidoscopio que no cesa nunca de revolverse sobre sí mismo” (Cordua 5). En efecto, la novela primero describe el parque de la casa de campo que es propiedad de la familia de Juan de Warni: un espacio señorial diseñado por su abuelo flamenco en Perier, un lugar que es tal vez ficción, pero que la novela sitúa en la Francia del siglo XIX bajo el reinado de Luis Felipe. Ahora bien, sobre este paisaje se superponen las imágenes correspondientes a un parque que rodea la casa de la familia de Juan de Warni pero que esta vez se ubica en las cercanías de Quinahue, localidad del Valle de Colchagua. Esta superposición es paulatina. El narrador no ofrece explícitamente marcas que diferencien un parque del otro. Es como si, al representar el parque francés, fuesen asomando, poco a poco, algunos signos que el lector identifica con Chile y, específicamente, con el Valle Central.

No se trata de una metamorfosis monstruosa o de una alteración grotesca del paisajismo francés por la aparición invasiva de signos y referentes ajenos dados a conocer casi involuntaria o automáticamente por el narrador. Más bien, apreciamos un paisaje incapaz de representar un espacio unívocamente, puesto que la mirada ya no es solo una, como tampoco lo es el sujeto que asume la enunciación. El narrador, en efecto, no corresponde a una única, estable y fija figura. Siendo algunas veces un personaje y otras una voz que figura en tercera persona, el narrador fluctúa entre múltiples identidades cuyas miradas también proliferan vertiginosamente. Así como la unicidad del sujeto está en juego, lo está también el espacio, porque las miradas que lo abordan son múltiples. De este modo, el espacio ya no será representado tal como el realismo lo hizo y, en consecuencia, el paisaje describirá cómo el parque francés va siendo semi-borrado o semi-cubierto por el parque de Colchagua para convertirse finalmente en una huella fantasmal, en una ausencia que irradia sus efectos sobre otros tiempos, otros espacios y otras subjetividades.

¿Cuál es la relación entre ambos parques que el narrador nos presenta diferenciadamente? Más que una oposición dramática entre ambos, la novela cita una vinculación histórica que da cuenta de cercanías y lejanías trasatlánticas. El modelo paisajístico europeo primó en Chile durante la segunda mitad del siglo XIX y los comienzos del XX, operación que puede explicarse por la creación de la Quinta Normal en la ciudad de Santiago. Este espacio urbano, inaugurado oficialmente el año 1842, tenía como función “normalizar” las especies vegetales foráneas, por lo general, de Europa. Es decir, se quería estudiar el comportamiento de tales especies bajo las condiciones climáticas y geográficas locales. Su función, por lo tanto, era más bien científica y agrícola, y no paisajística. Sin embargo, la Quinta Normal será, según el arquitecto Teodoro Fernández, el modelo de paisaje que se tendrá en consideración para el diseño y plantación de los parques que solían rodear las casas patronales de las haciendas del Valle Central: un conjunto de árboles exóticos plantados con relativa poca distancia entre sí de manera tal que sus copas tendían a juntarse y entremezclarse. El resultado es entonces una bóveda verde que encierra la casa patronal. Encapsulada en el denso parque, la casa no dialogará con el entorno rural que se extiende más allá de las rejas que circundan su parque: “Caminando por ellos se tenía la impresión de haber sido tragado por una enorme bestia verde: la atmósfera húmeda y sombría del parque, sin cielo, sin horizonte ...” (Wacquez 55). Por lo tanto, el paisaje corresponde a un espacio tajantemente delimitado y carente de vistas panorámicas. En otras palabras, el parque privado y rural en Chile fue una réplica del parque europeo abundantemente descrito por Wacquez y singularizado por medio del protagonismo espacial de Perier: “. . . los árboles de Perier, semiocultos por la niebla, quebradizos en medio de la niebla helada de las mañanas invernales, las encinas, las hayas, los alerces, los grandes fresnos del sendero que conducía al poulailler, que rodeaban (y ocultaban) las dependencias; también las magnolias y paulonias del parque, los jacarandaes” (14).

En síntesis, el paisajismo en el Chile de la segunda mitad del siglo XIX y de las primeras dos décadas del siglo XX se nutre del modelo francés que surgió en tiempos de Napoleón III. No es este el modelo paisajístico de Le Notre que dio lugar a las áreas determinadas por la prolongación de los ejes arquitectónicos de los palacios y por las espectaculares perspectivas que insinuaban infinitud. Más bien, se trata de espacios que, si bien conservan algunos ejes dados por algunas avenidas arboladas (no olvidemos que es el tiempo del Barón Haussmann), contienen áreas sobre las cuales algunos senderos indagan por el terreno, trazando así líneas curvas bajo la densa sombra. Algunos ejemplos en Chile de este modelo francés son los parques rurales y privados diseñados por Guillermo O’Reilly (creador del parque de Lota), Guillermo Renner (creador del parque de la viña Cousiño en Macul) y Cánova (quien diseñó el parque de la hacienda de Cunaco, en Colchagua). Con respecto a este contexto, Cristián Boza afirma: “Podríamos decir que en la segunda mitad del siglo XIX cambia el rostro típico de la casa rural chilena pues los patios, antes duros y áridos, se transforman ahora en verdes jardines mientras que el parque ocupa los espacios circundantes” (20).[14]

Esta réplica histórica que hace del parque chileno un espejo del francés irá siendo complejizada en la novela Frente a un hombre armado a través de la superposición ya mencionada. Sin marcas textuales que anuncien un traslado de continente, el parque de Perier será caracterizado paulatinamente por especies endémicas de Chile (lingues, boldos, quillayes) y otras especies que, si bien son extranjeras, forman parte del hábito visual de un habitante del Valle Central (crespones, hortensias y otros arbustos tan propios de los patios chilenos): “… y el resplandor de las hogueras recobraba algo de esa noche: rostros, trozos de un caballo, el follaje de un boldo” (Wacquez 77). A medida que la novela avanza, el parque irá dando cabida exclusivamente a especies endémicas, dejando atrás el ejemplar francés que había sido ya detalladamente descrito: “Por el tiempo que Juan insiste en recordar, los lingues del parque habían sobrepasado la altura habitual de estos lauráceos, dejando atrás los coigües y pataguas reducidos a calidad de arbustos, injusta condición ésta respecto de su majestad acostumbrada” (159). A lo anterior, se suma el eco de voces en el jardín que reproducen algunos idiolectos propios del español de Chile y que en el texto indican diferentes procedencias sociales. Es así como se oye la voz de la madre dialogando con el niño que tal vez es Juan de Warni o los enunciados de las empleadas y niñeras al cuidado del personaje principal: “Ahora la nana pierde la paciencia, ya pues niñito, si para lo único que sirve es para darle trabajo a una” (92).

Con Wacquez, la imagen europea de postal ha sido medianamente desplazada al recodar los recursos locales que el criollismo rescató. En el parque de Quinahue ya no se reconoce del todo el parque francés o, en el parque de Perier, se ha producido un experiencia de extrañamiento, ya que, entre encinas y fresnos, ha asomado una rama de litre o un sonido tan localmente chileno como el canto matutino de una diuca. Por ende, la representación de la hacienda decimonónica ha sido alterada a través del recuerdo de la flora nativa cuidadosamente identificada que Ciccarelli negó sobre el orden geométrico de las extensiones cultivables.

Las variaciones paisajísticas entre Europa y Chile que romperán el reconocimiento del paisaje no atañen directamente a la hacienda en tanto espacio agrícola. Tanto los campos de Perier como de Quinahue son viñedos, con lo cual perpetúan un tipo de cultivo y de paisaje. Por el contrario, el parque convierte al paisaje en extrañamiento. Al ser definido como una artealización del espacio in situ (Roger), bajo los dictados de tratados retóricos que operan de acuerdo con la idea rectora de mímesis (Silvestri), el parque logra el estatuto de paisaje y, en la descripción verbal wacqueziana, se vuelve un lenguaje que extraña su modelo.


4.2 Paisaje y tiempo en Wacquez o “... la sensación claudicante de no estar en ninguna parte”

Es tal vez la pérdida lo que motiva la composición del paisaje que en Wacquez podría definirse como el recuerdo de lo ya desvanecido por el paso del tiempo: “De aquel lugar preferido a todos, veo que no quedan más que los espacios asépticos de un centro de inseminación artificial; de las antiguas salas de Jeanne, de la biblioteca, de la sala de billar, se han hecho laboratorios y del parque hay restos cuyos vínculos con la botánica son puramente accidentales” (18). La recuperación fallida de lo perdido explica la representación de una infancia a través de un discurso autobiográfico. En Wacquez, el paso del tiempo esculpe el paisaje. Convertido en un recuerdo de lo irrecuperable, el parque de antaño es desenmascarado para revelarlo como ficción o como una ruina fantasmal.[15] Y entonces la muerte, como un velo fúnebre, cubre el paisaje, volviéndolo borroso, múltiple y contradictorio. La fascinación por la muerte, puesta de relieve a través de la metáfora de la caza, precipita un paisaje entendido como pérdida o como la experiencia de la última mirada. Durante su agonía, el parque se constituye en paisaje bajo la mirada de un sujeto que también se extravía en la disolución. En efecto, según Danilo Santos, la clave del relato, develada por el ejercicio detectivesco del narrador omnisciente, radica “en la comprensión del fragmentario flujo memorial de Juan como una expansión de la agonía del protagonista” (121-2). Adriana Valdés, por su parte, se refiere al “juego de inventarse para postergar la muerte” (4), lo que explicaría las contradicciones de la historia y de los límites de los personajes así como la invención de los recuerdos que exceden la memoria. Lo anterior también guarda relación con la afirmación de Carla Cordua acerca de esta obra como una versión paródica de Proust. No se recuerda una vida, sino más bien se relata la experiencia de un sujeto en el trance de la muerte.

El parque en ruinas, objeto de la pérdida, señala la transitoriedad de una hacienda burguesa y, al mismo tiempo, supone la experiencia sensorial del morir en el momento de la posesión de otro cuerpo. En este sentido, el parque es análogo al cuerpo de Alexandre, el empleado con quien Juan de Warni se deja sodomizar para luego dar lugar a la muerte de ambos: “… la venganza que él [Juan de Warni] se tomaba de todo aquel que lo colocaba, mediante el placer, al borde de la muerte, o al revés, el hecho de imaginar la muerte como lo único que ponía en marcha sus sentidos. El placer como delirio y vulnerabilidad: en resumen, la repetición incesante de la escena final de Perier y Alexandre” (Wacquez 205). Eros y Tanatos perpetúan y rompen a la vez el orden de clase para que el rostro de lo extraño irrumpa en el paisaje: “Cada árbol, cada matorral debía ser capaz de hacer surgir el rostro fidedigno de Alexandre” (14). Más allá del reconocimiento, el parque es el rostro des-territorializado del joven lacayo que acompaña al protagonista en su lucha agónica:

No hay rostro que no englobe un paisaje desconocido, inexplorado; no hay paisaje que no se pueble con un rostro amado o soñado, que no desarrolle un rostro futuro o ya pasado. ¿Qué rostro no ha convocado los paisajes que amalgamaba, el mar y la montaña, qué paisaje no ha evocado el rostro que lo habría completado, qué le habría proporcionado el complemento inesperado de sus líneas y de sus rasgos? (Deleuze y Guatari 178)

Finalmente, el paisaje en Mauricio Wacquez se dibuja como una promesa no cumplida. La cita a la cultura europea que asegura la aparición del parque en Chile en tanto reflejo del modelo paisajístico francés se desmorona, poco a poco, a lo largo del relato. Con ello, la novela no solo deja atrás aquel sentir decimonónico hispanoamericano que tenía a la cultura europea como fuente inspiradora a la hora de construir una civilización (recordemos la cita de Domingo Faustino Sarmiento con la cual da comienzo a su obra Facundo: civilización y barbarie), sino también disloca al sujeto ilustrado y burgués que había hecho del paisaje su ethos. Es en el parque y otros paisajes rurales donde aquel mismo sujeto será atravesado por el deseo y contaminado por el contacto de otras clases.


5. Algunas conclusiones

Más que afirmaciones conclusivas, el análisis de los dos textos literarios puede arrojar algunas nuevas preguntas sobre el paisaje. En primer lugar, nos encontramos con la cuestión sobre la ficción y su relación histórica con el paisaje. ¿Los paisajes de las novelas estudiadas deben ser comprendidos como recursos de un discurso referencial o de un discurso ficcional? Javier Maderuelo insiste en que, en el ámbito pictórico, no todos los paisajes han sido compuestos in situ, llegando incluso al abandono de criterios naturalistas de representación. También podemos hablar de paisajes imaginarios o alucinatorios tal como lo hace Hugh Honour al señalar la obra de algunos pintores románticos. Al mismo tiempo, antes de la consolidación del paisaje autónomo en el siglo XVII, muchos artistas bosquejan algunos paisajes, al modo de un boceto, con el fin de utilizarlos más tarde como “fondos” de obras que finalmente no podríamos catalogar como paisajes.[16]. Resulta interesante considerar tales antecedentes históricos en los casos de Marta Brunet y Mauricio Wacquez, cuyas ékphrasis, dados los contextos biográficos de los autores[17], supondrían una observación de ciertos parajes históricos para luego insertarlos en las novelas al modo de paisajes. Dicha inserción otorgaría a los paisajes una posición inestable y tránsfuga que oscila entre enunciados referenciales y ficcionales. Sin embargo, ambos autores presentan diferencias. Montaña adentro de Marta Brunet mantiene una ilusión de realidad[18] que hace de sus paisajes una representación cuyo referente podría ser identificado por un lector en su propio contexto territorial. Por el contrario, Mauricio Wacquez, al romper tal ilusión, compone un paisaje como condensación, es decir, un paisaje tal vez ubicable en ninguna parte pese a que el lector puede reconocer sus elementos composicionales gracias a una enciclopedia naturalista.

Lo anterior conduce a la pregunta acerca de la pertinencia o impertinencia del paisaje con respecto al género narrativo. Tal vez el paisaje en la novela sea más bien un recurso de “contrabando” en la medida que, desde el siglo XVIII, el paisaje pasa a ser más afín o más familiar a géneros referenciales tales como las crónicas o los relatos de viaje[19], En este sentido, el paisaje en la novela sería literal y figuradamente una “desubicación”. Sin embargo, la diferencia entre paisaje y paraje[20] nos recuerda cuán lejos puede estar el primero de un referente real, en tanto la mirada, al ser una construcción, puede tener mucho de ficción y, por ende, cierta complicidad con el discurso novelesco.

La última pregunta indaga acerca de la autonomía del paisaje.[21] Un paisaje es autónomo cuando es a-temático, es decir, cuando la representación y descripción de un lugar no son utilizadas para otorgar verosimilitud a una acción narrada o representada visualmente. En otras palabras, el paisaje se vuelve autónomo y, por lo tanto, se consolida como género cuando presenciamos una desaparición de la figura humana. En relación con las novelas estudiadas, la pregunta es tremendamente compleja y obliga a revisar nuevamente el cuestionamiento anterior. No obstante, las novelas ponen en jaque, hasta cierto punto, la figuración del sujeto. En efecto, la sombra de lo trágico oscurece, al menos argumentalmente, ambos relatos.[22] En Marta Brunet, la preponderancia del fiero paisaje es inducida por la muerte del héroe. En Mauricio Wacquez, por su parte, la proliferación de los rostros desdibuja la unicidad del yo y, de paso, el deseo sexual establece una relación dramática con la vida, disponiendo final y obscenamente la muerte del lacayo y del amo al modo de las catástrofes trágicas. Me pregunto entonces si con aquellos lenguajes que se atreven a narrar la muerte de los héroes, el paisaje deja de ser el telón de fondo, aquellos “lejos” o “fondos” según la nomenclatura pictórica del Renacimiento, para constituirse finalmente como objeto autónomo. Es esta autonomía la que tal vez nos ha permitido afirmar que los paisajes del Valle Central, tanto en el caso de Brunet como de Wacquez, son la aventura de un sujeto que ya no reconoce el lugar de la muerte.

 

 

* * *

Notas

[1] Este artículo es resultado del Proyecto de Iniciación FONDECYT n° 1111004 “El paisaje en la literatura y pintura chilena: representación, ideología y nación”. Para elaborarlo, se ha contado con la valiosa colaboración y ayuda de Cristian Foerster y Sebastián Grau, ayudantes del proyecto.
[2] Gombrich definirá la noción de paisaje al revisar sus orígenes como género pictórico institucionalizado.
[3] Ver López Silvestre, Federico.
[4] Dicha artealización puede llevarse a cabo, según el autor, bajo diferentes modalidades: “La primera consiste en inscribir el código artístico directamente en la materialidad del lugar, en el terreno, en el zócalo natural: ésta es la artealización in situ. Es el arte milenario de los jardines y de los parques, y, mucho más tarde, ya en nuestros días, el land art. La otra forma es indirecta: ya no se artealiza in situ, sino in visu; es decir, se opera sobre la mirada colectiva, a la que se le proporcionan modelos de visión, esquemas de percepción y de deleite” (Roger 68).
[5] Para una definición de hacienda en un contexto histórico chileno, ver Alfredo Jocelyn-Holt, Historia General de Chile. 3. Amos, señores y patricios. El autor plantea la hacienda como una “unidad económica” (132) cuyo origen fue “una necesidad urgente de atraer y retener mano de obra” (132) que deviene más tarde en lazos de dependencia, adhesión y protección entre trabajadores y patrones. Al mismo tiempo, dada la importancia de “peonaje o contratación de servicios temporales” (132), la hacienda solo fue parcialmente una comunidad. Esta constatación impide entonces reducir Chile y el Valle Central a la hacienda: “Incapaz de cubrir a toda la sociedad potencial, al país entero, Chile nunca devino, figurativamente hablando, en una hacienda” (132).
[6] En el caso de la narrativa chilena (distinto es el caso de la pintura), el Valle Central será representado como el espacio de la hacienda. Los ejemplos son múltiples y esta convención trasciende las diferentes generaciones, épocas y estéticas: desde Mariano Latorre y Eduardo Barrios hasta José Donoso, Mauricio Wacquez y Adolfo Couve.
[7] Berque establece siete criterios o condiciones que deben darse en una cultura para poder hablar de paisaje propiamente tal. Uno de ellos es la construcción de jardines de recreo. Según Alan Roger se trata de la artealización in situ tal como se explica en la nota a pie de página número 6.
[8] Para una definición de criollismo, ver Ignacio Álvarez.
[9] La identificación de Marta Brunet con el criollismo podría ser ampliamente discutida, asunto que, no obstante, rebasa los límites de este artículo. Alone, por ejemplo, establece una evolución en el caso de la autora quien comenzaría su carrera literaria bajo los preceptos del criollismo para finalmente dar con una escritura cosmopolita como resultado de sus experiencia cultural y biográfica en Buenos Aires. Dado lo anterior, Montaña adentro, primera obra de la autora, correspondería a su etapa criollista. Para una mayor profundización del asunto, ver Alone.
[10] B. Subercaseaux ha planteado un modelo histórico dado por cuatro escenificaciones del tiempo nacional. Las dos primeras se presentan como tiempo de fundación y tiempo de integración: “[e]n la primera etapa se trata de construir desde la elite y el Estado una nación de ciudadanos, de educar y de civilizar en el marco de un ideario republicano e ilustrado; en la segunda, sin abandonar este marco, pero ampliándolo, se busca integrar a los nuevos sectores sociales y étnicos, extendiendo los servicios del Estado y reformulando el concepto de nación hacia el mestizaje” (12).
[11] Ver Kemy Oyarzún.
[12] Para una comprensión mayor del paisaje panorámico y su relación con la cartografía, ver Svetlana Alpers.
[13] Al respecto, Juan Gabriel Araya afirma lo siguiente: “Resulta pertinente recordar que la producción de los relatos regionalistas —o mundonovistas en la terminología de Francisco Contreras (1877-1933)— se realiza en las primeras décadas del siglo XX bajo la influencia del naturalismo y del positivismo europeo. De acuerdo con el canon naturalista la representación de la realidad externa debía ser realizada con el máximo de objetividad. Es por eso que nuestro autor, dirigiendo su mirada hacia el ámbito agrario, recurría a un procedimiento documental para reafirmar el carácter impersonal del relato, como lo prueba la incorporación de voces dialectales que requerían de un glosario para su comprensión cabal” (50).
[14] Otra fuente indispensable para un estudio del paisajismo en Chile es C.J. Larraín.
[15] En efecto, la segunda parte de la obra es algo parecido a un epílogo en el que un narrador omnisciente, a través de un lenguaje meta-literario, rompe la apariencia o ilusión de la realidad de todo lo relatado anteriormente.
[16] Para profundizar sobre los “fondos” o “lejos” del paisaje así como la relación entre las composiciones paisajísticas y el referente real, ver Javier Maderuelo.
[17] Recordemos que Marta Brunet proviene de la ciudad de Chillán, así como la infancia de Mauricio Wacquez transcurrió en Cunaco, comuna de la provincia de Colchagua, Sexta Región, Chile.
[18] Utilizo aquí la expresión “ilusión de realidad” según Leonidas Morales: “La ilusión de realidad se genera mediante la aplicación constante del principio realista de verosimilitud, es decir, lo representado respeta la lógica, la causalidad del mundo cotidiano, y describe imágenes comparables a la de la experiencia práctica del lector” (88-9).
[19] Sobre tal correspondencia discursiva, consultar Javier Maderuelo, “La teoría de lo pintoresco y la obra de William Gilpin”.
[20] Sobre la diferencia entre paisaje y paraje, ver Javier Maderuelo, “La definición de paisaje”.
[21] Para una definición de paisaje autónomo, ver Javier Maderuelo, “8. Un paso adelante y otro atrás”.
[22] Max Scheler, en “Acerca del fenómeno de lo trágico”, define lo trágico más allá de los límites de la tragedia como género dramático, al señalar que se trata del conflicto de valores positivos tras el cual uno de ellos debe ser destruido. En el caso de nuestro objeto de estudio, no se trata de valores morales, sino más bien de equivalencias forjadas por el sistema de valores que cada relato instaura autónomamente.

 

Bibliografía

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https://i.pinimg.com/736x/2a/0c/97/2a0c97538922e354621c30d4a496e2af.jpg



 

 

 

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UN DEBATE SOBRE PAISAJE: UN CAMINO PARA SU COMPRENSIÓN EN MARTA BRUNET Y MAURICIO WACQUEZ
Por Sebastián Schoennenbeck Grohnert
Publicado en Revista de Humanidades, N°29 (Enero-Junio 2014)