El trabajo de la poesía en la materia de las palabras es un
lance lento, a veces acelerado por la irrupción que recibe
el nombre algo desgastado de inspiración. Los poemas son la
prueba última de este trabajo, y al leerlos lo que tenemos
ante nosotros la mayoría de veces son unas pocas líneas,
los versos, dispuestas en un papel en blanco que podemos murmurar,
leer
en silencio, o francamente declamar. Este acto concreto, sin embargo,
necesita una especie de silencio, que no debemos confundir con la
reverencia religiosa, ni con un ceremonial por muy laico que se quiera;
es un silencio activo para absorber las palabras escritas en una hoja,
o quizá, con más suerte, las que va recitando algún/a
poeta con mejor o peor entonación. Se parece más al
silencio que practica el que afina el oído al oír un
concierto.
Hasta qué punto los comentarios de poesía propician
esta disposición es muy discutible, pues las más de
las veces los versos quedan sepultados por la artificiosa preocupación
de crear taxonomías, inventar genealogías de influencias
prestigiosas, legitimar "escuelas" o tendencias y cosas
afines. Toda esta actividad no necesariamente conduce a la mejor lectura
de poesía. Es más bien un desvío, un ruido, una
interferencia. Ejemplo de ello son numerosas reseñas de poesía
publicadas en Babelia, el suplemento cultural del importante
diario español El País. Al leerlas podemos enterarnos
de las manías y preferencias del reseñador, pero apenas
si lograremos entresacar un verso del poeta reseñado.
En el Perú, últimamente algunos medios periodísticos
han identificado la crítica de poesía con la idea de
formular un "canon". Los esfuerzos en este sentido son en
realidad intentos de hacer que la poesía entre en el redil
literario de una buena vez. Convertida en un bien cultural, podría
ser gestionada, vigilada como una especie de patrimonio, domesticada
como parte de un "capital académico" o "intelectual".
Pero hay algo en la poesía que justamente se rebela contra
este proyecto, y eso es lo que debemos asumir de su práctica
y de su lectura: esa dimensión de tiempo no sometido al exaltado
ciclo del capital diversamente adjetivado; esa exigencia de cortar
con el ruido para poder penetrar en su dominio.
La precariedad misma del ámbito poético, definida por
la dificultad editorial, que es básicamente la realidad de
una circulación no mediada por el mercado, indica a las claras
que la poesía en este momento del desarrollo capitalista es
uno de los "objetos" más refractarios a convertirse
en capital, lo cual, bien mirado, es un motivo para una cierta esquiva
felicidad, pues afirma tenuemente la posibilidad (¡aún!)
de un arte gratuito, libre, que incluso brota indiferente al maniático
circuito mercadotécnico. "Aducir" la poesía
como un argumento para ocupar un espacio cultural exige ante todo
desoír los poemas, si bien eso (¡precisamente!) puede
llevar al triunfo literario de un poeta o de grupos enteros de poetas.
La poesía no es cultura, ni es discurso; tiene cierta relación
con estos ámbitos pero los sobrepasa y los elude, por eso mismo
la poesía dificulta, traba y repele la formación de
"capital cultural". Que haya interesados en establecer un
canon (¡nada menos que poético!) que proclamen también
su condición de poetas, es un dato de poca relevancia para
la poesía, aunque pueda interesar a la sociología como
indicio de la alienación que fomenta el mercado cultural-literario.
Y es que la poesía no vale nada.