Éramos cinco: Daniel, Silvia, Mario, el Pato y yo quienes,
con los bolsos en la mano y periódicos escondidos entre las
ropas, esperábamos la salida del vuelo en Aeroparque, allí,
frente al Riachuelo, en la Costanera Norte de Buenos Aires. Estábamos
expectantes, esperando ver el milagro del nacimiento de un gobierno
socialista del otro lado de las montañas. Los trámites
de aduana sin sobresaltos y un viaje plácido de una hora y
media, bastaron para que pasáramos de nuestra realidad -nuestros
militares- al otro lado del espejo.
Al llegar a Santiago nos dispersamos. Mario y yo fuimos a casa de
mis primos. Sentados en el jardín, en ese barrio privilegiado
de casas unifamiliares y frondosos árboles, veíamos
la cordillera -gran muralla al fondo-, casi al alcance de la mano.
Podíamos contemplar los pliegues de sus laderas y los blancos
picos dibujando el horizonte.
Al día siguiente nos acercamos hasta al pequeño hotel
donde habían pasado la noche nuestros amigos, en el centro
de la ciudad, y con ellos nos sumamos a la muchedumbre que iba llenando
las calles para acompañar la toma de posesión del Presidente
Allende.
Nos encontramos inmersos en la emoción y la alegría
común que enlazaba a esos seres y diluía las individualidades
de cada una de las trescientas mil personas que llegaron a cubrir
aceras y calles. Era esa intensa sensación de fuerza en la
unidad la que provocaba el grito más escuchado: "el pueblo,
unido, jamás será vencido", palabras tan repetidas
hasta hoy, tan pocas veces hechas realidad -quizás porque no
alcance que el pueblo esté unido, quizás porque no lo
esté suficientemente-, grito que parece haber nacido allá,
en Santiago de Chile, ese cuatro de noviembre de 1970.
Nuestro itinerario se desarrolló en forma espontánea,
llevados por lo que llamaba nuestra atención, atraídos
por esa escena en permanente cambio: alguna vez, por la profusión
de banderas, alguna otra, por el corro que atendía a las palabras
vertidas desde un improvisado podio. Un espectáculo de color,
de sonido, de comunicación, de solidaridad, de ilusión,
de confianza.
Observábamos a nuestro alrededor con avidez, comentando los
diálogos que escuchábamos a nuestro paso: acerca de
la elección, las expectativas de desarrollo, el precio del
cobre, la Revolución Cubana…, o los improvisados expositores
que se habían organizado con cuerdas y sillas apoyadas en las
fachadas, en los que se desplegaba la propaganda de algunos grupos
de la izquierda chilena.
La tarde pasó sin que nos diéramos cuenta, el sol ya
se había puesto y, a pesar de que estaban encendidas las luces,
se sentía la noche que convertía en figuras difusas
los cuerpos y las caras. De pronto, Daniel y Mario desaparecieron.
Avanzamos a paso lento, caminando por la misma acera, para que ellos
pudieran reencontrarnos. Mirábamos en todas direcciones, tratando
de identificar las sombras reconocibles en un mar de otras sombras
que nos rodeaban.
Los vimos, por fin, algo más adelante, en el centro de la
calzada, a la cabeza de una columna que crecía a sus espaldas.
No tenían pancartas ni banderas pero sin embargo estaban allí,
dirigiendo a la gente con sus voces y sus brazos en alto. Detrás
de ellos, un grupo que crecía constantemente, coreaba sus consignas.
Poco después se escabulleron y aparecieron a nuestro lado.
" Nos pusimos a gritar, otros se nos unieron y se armó
la manifestación" contaron a dúo, con la voz entrecortada
y los brazos intentando representar la escena, impresionados por la
espontaneidad y la rapidez con que habían logrado organizar
a esa multitud.
Daniel estaba acostumbrado a dominar asambleas universitarias. Su
voz fuerte, sonora, emanaba seguridad. Mario expandía su convicción.
Pero nunca habían tenido una experiencia semejante, nunca habían
vivido un momento así, en el que un gesto podía, en
un instante, aglutinar, unificar la heterogeneidad que cubría
la calle.
Después de este episodio seguimos con nuestro particular deambular
que terminó, algo más tarde, en aquella masa humana
compacta que llenaba el vacío de la plaza. Allí nos
paramos, hipnotizados por una voz que salía del balcón
de "La Moneda". Vimos la silueta negra contra el fondo amarillo
que escapaba por el hueco de unas puertas abiertas. A su lado otras
siluetas, quizás la del mismísimo Presidente. Imposible
recordarlo, tanto como imposible fue olvidar ese canto.
Era Víctor Jara quien llenaba el espacio y el absoluto silencio
de la multitud con sus canciones. El mismo Víctor Jara a quien,
en 1973, cuando mataron esta historia de ilusiones y esperanzas aquel
11 de septiembre, mataron también, allá, en Santiago,
en el Estadio.
Por fin terminó el canto, fueron las voces de la plaza las
que rompieron el silencio del balcón y todos se dispersaron
a través de calles donde ahora resonaban los pasos de quienes
volvían a sus casas, aislados o en pequeños grupos,
desapareciendo la sensación de unidad, otra vez individuos
que buscaban su camino, con las caras satisfechas y cansadas.
Quedamos un día entero en Santiago. Pato y Silvia descubrían
la ciudad y Daniel debía asistir a reuniones, hacer contactos.
Veníamos de otro mundo, tan cercano y tan lejano en ese momento,
en que los grupos argentinos buscaban su retaguardia en Chile, apoyados
por quienes se pensaba podrían sobrevivir con libertad.
Ese día disfrutamos de una generosa hospitalidad, una mesa
donde nos agasajaron con loco y erizo -exquisiteces del mar- y donde
seguimos admirando el paisaje constante de las montañas, horas
en las que fueron inevitables las largas charlas y discusiones con
mis primos y sobrinos, análisis que serían tema para
otra memoria, otro instante que sintetice las distintas visiones,
tan compleja y en ebullición la situación en el Cono
Sur, nuestro territorio de referencia.
Y por fin, los cuatro, con nuestros bolsos, nos encontramos, esta
vez en Pudahuel, el aeropuerto de Santiago, dispuestos nuevamente
a atravesar el espejo y volver a Aeroparque, a los militares, a nuestra
propia vida.
30 de octubre, 2004