Escrita from Paris pero no for
export, La burla del tiempo es una novela chilena que se hace
cargo sin cinismos ni demagogia de una historia y de una generación
por descubrir: los chicos y adolescentes de Pinochet –hoy con cuarenta
y pico y al mando– que no compraron los valores del Régimen,
que protagonizaron una resistencia inexperta, a veces irrisoria, que
se fueron sin nada y vuelven para contarlo.
Electorat no es un narrador marginal pero sí, de algún
modo, subterráneo o lateral. Tiene recorrido propio, no asimilable
al de ninguno de sus compañeros más o menos generacionales,
rumorosa caterva que campea hoy y copa en apariencia un territorio
tradicional de poetas. Porque esa costumbre trasandina de criar pesos
pesado del verso –de Huidobro, De
Rocka, Neruda y Nicanor Parra, a Linhn y Gonzalo Rojas, entre muchos–
se ha reconvertido, como tantas otras cosas en las últimas
décadas, en compulsiva producción de narradores: tras
Donoso y el diplomático Edwards, llegaron los estridentes gestos
internacionales de Allende, Skármeta, Sepúlveda y el
mediático Dorfman, después el fenómeno de la
Serrano junto con los apurados modernos y posmodernos de los noventa
–Fuguet, Contreras, Rivera Letelier, la fila– y ahí están
los excelentes Jaime Collyer y Carlos Franz... Y ahora este saludable
Mauricio Electorat con perfil singular: narrador laborioso y poeta
en receso pero consecuente con sus orígenes –los acápites
de Lezama Lima y Gonzalo Rojas hablan de su fidelidad–, el autor de
La burla del tiempo sabe desmarcarse sin ira ni pudor del estereotipo
de algunos congéneres: narra from Paris –llevado por la Historia–
pero no for export, seducido por el mercado.
Nacido en 1960 y crecido en el selecto Ñuñoa santiaguino
de familia democristiana –la caída de Allende lo encuentra
un cabro más en la cola de los pelados negocios, saturados
al día siguiente del perverso golpe–, fue chico de Liceo Francés,
lector bilingüe casi de salida, adolescente poeta y militante
estudiantil en la izquierda moderada del Mapu. Como tal, padeció
la opresión y mediocridad del régimen hasta que se fue
a Barcelona –harto de y corrido por Pinochet– a los 21 años
con la universidad interrumpida. Compartió vino y piso en el
Gótico con amigos, estudió Filología Hispánica
mientras escribía y eventualmente publicaba poesía pero
se ganaba la vida del otro lado del texto: como lector de originales
primero, en la agencia literaria de Carmen Balcells, después
en el equipo preseleccionador del millonario Premio Planeta, maneras
de vacunarse contra ciertos excesos y/o facilidades de la prosa narrativa
proliferante.
Pero un día se graduó y en el ‘87 recaló en París
para vivir no de eso sino cortazarianamente de la traducción
y anexos. Y ahí sigue –pese a algún amago de regreso–
desde entonces. Ha hecho lo suyo, dos hijos y, entre otros libros
con poesía y cuento incluidos, dos excelentes novelas: El
paraíso tres veces al día (1995) –variaciones en
negro polar con portero de noche chileno, que se llevó las
distinciones oficiales mayores en su país– y esta La burla
del tiempo, Premio Biblioteca Breve de Seix Barral en el 2004.
El galardón de equívoco nombre –basta ver la “brevedad”
de algunas de las más famosas novelas ganadoras– tiene una
historia que intimida. Instituido en
1958, las tres primeras entregas fueron para Luis Goytisolo, García
Hortelano y Caballero Bonald –los nuevos novelistas españoles
de entonces– hasta que con los sesenta llegaron los latinoamericanos
y las novelas que harían época, serían inseparables
del boom, ese fenómeno escrito acá pero hecho
a medias o tres cuartos en suelo editor catalán: La ciudad
y los perros, del joven Vargas Llosa lo ganó en el ‘62;
Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, en el ‘65; Cambio
de piel, de Carlos Fuentes, se lo llevó dos años
después. Intercalados: Ultimas tardes con Teresa, de
Marsé, y Una meditación, de Juan Benet. Cada
edición era un acontecimiento. Después el premio –con
la gloriosa Seix Barral de entonces– se diluyó y sólo
ha vuelto hace cinco años, apostando joven y nuevo en general.
Con Electorat no ha sido una elección pautada por la moda,
alguna mal nombrada “tendencia del momento” o el llamado del mercado
planetario. Ha ganado la literatura.
El relato es simple y moroso. A dos orillas, de acá y de allá
–como en esa Rayuela que el autor leyó durante una oportuna
hepatitis a los 17 años– el narrador Pablo Ruitort, alter ego
ligeramente desplazado de Electorat, arranca la historia con un doble
mazazo en el presente: el abandono de la pareja acá (París),
la muerte de la madre allá (Santiago). Dos cortes brutales.
Así, de salida es la intemperie: se abre un agujero interior
y se impone el viaje compulsivo, circunstancias augurales para el
relato. El salto de París a Santiago será la ocasión
de frecuentar las otras orillas, las del tiempo, ir armando la historia
de a pedazos que se incorporan dentro de un único discurso
fluido, modulado sobre una corriente única pero jamás
monótona.
Así, Pablo reconstruirá la casi grotesca, tragicómica
militancia adolescente bajo Pinochet que termina en dispersión
de los amigos –Pablo, Rocío, Claudio, Cristian–, rememorará
un encuentro en París, años después, con el “enemigo”
Nelson, el soplón, en una noche interminable de revelaciones
que muestran la otra, la misma cara; e intercalará documentalmente,
en secreto contrapunto, las fraguadas misivas de adhesión a
la “heroica resistencia chilena” de franceses famosos –de Sartre y
Yourcenar a Brigitte Bardot y Platini...– confeccionadas a medida
de allá para acá; con las deliciosas crónicas
familiares burguesas de las cartas de la madre al hijo lejano.
La historia que vierte en un elaborado registro coloquial esa primera
persona –un Ruitort que suele hacerse al costado para dejar hablar/callar
a otros– es de las buenas. Cuenta pérdidas y perdidas –los
grandes agujeros en la vida, las batallitas por la Historia– pero
lo hace sin la mínima condescendencia respecto de sí
mismo –el que es y el que fue–; sin guiños a una supuesta corrección
política progre afecta a las mitologías, sin agachadas
para calzar en la moda literaria, en los gustos esperables del lector
posible o del mercado que contamina todo lo anterior. Y lo hace no
por el exceso aparatoso (buscar lo raro) sino desde la mesura, el
control, el humor y la ironía. Armas sutiles de narrador.
El resumen, la sensación final de regreso de la lectura y a
París, no es ni puede ser el del ajuste de cuentas con el pasado
o la Historia –el viejo fascista nonagenario ni siquiera lo merece–
pues bien sabe Electorat que esas cuentas, como las del corazón,
no ameritan siquiera el resentimiento porque nunca cierran. Apenas
resta la verificación distanciada y un poco melancólica
de la inmediatez. Pablo abre la ventana de su nuevo piso en París
y le cuenta lo que ve a su amigo que lo llama desde el otro lado (que
es también su lado) del mundo. Claro, bajará a comer
en un rato nomás, la vida continúa.
La burla del tiempo
Mauricio Electorat
Seix Barral,
348 páginas