LA
INCOMPRENSIBLE MODERNIDAD
Por MANUEL ESPINOZA ORELLANA
Si nos preguntamos en que lugar se piensa, se organiza el lenguaje
que toma el carácter de un discurso en que la razón
pareciera esencializar su certeza, no es raro referirse a una cierta
intimidad del ser humano a la que una tendencia aun pretende convalidar
bajo el concepto metafísico de interioridad.
Podría recordarse sin embargo que todo individuo del género
es parte del orden biológico de la naturaleza lo cual no es
negable, y ésta es exterioridad en evolución. El presente
cotidiano es un conjunto de variables haciéndose y deshaciéndose
en la exterioridad. Lo
que palpita es porque existe y existir es la cualidad esencial de
lo natural. Pensar en cambio es latido de lo humano, función
que da de sí la idea que permite la crítica que es crítica
valorativa de la existencia. Y si pudiera discutirse que el pensar
sea un “fenómeno” del ser biológico, no podría
negarse que la operatividad del pensamiento produce sus efectos en
la exterioridad inmediata de todo ser humano y su importancia deriva
de la situación en que se encuentren.
La historia del pensamiento ha generado un camino que ha paralelizado
la vida del hombre. El enfoque de los desconocimientos básicos
de la relación de lo humano con el mundo y el universo y en
especial consigo mismo ha llevado al desarrollo de la metafísica,
es decir, para citar un punto aristotélico, a la preocupación
por lo que está más allá de lo físico.
No obstante el conocimiento científico va demostrando aceleradamente
que muchas cosas que constituían lo desconocido en tiempos
de Aristóteles ahora están develadas y otras conforman
el tema de una investigación incansable, de tal suerte el pensamiento,
factible es decirlo, tiene cada vez más posibilidades de concretar
su función en la objetividad de la única dimensión
que le es propuesta: la exterioridad del existir. Si puede ser posible
la metafísica sus instrumentos serán la imaginación,
la invención y la fantasía, en tanto creadores de arte,
utopías cuya circularidad podría romperse cuando el
conocimiento descubra en ellas contestaciones válidas a sus
propias interrogantes. En todo caso es una proposición cuya
base deseamos mostrar con un planteo que a su vez puede entrar en
discusión.
Nosotros pensamos en un país situado en el continente denominado
hispano o iberoamérica, de fisonomía exterior diferente
a la de Europa. Pero aquella región está presente porque
de ella provino la cultura impuesta por el colonizador. De tal modo
la evolución cultural del “viejo mundo” produjo sus efectos
colaterales en el “nuevo mundo” y sabemos que la sincronía
cultural del continente nativo fue paralizada provocándose
un orden diacrónico distinto. La conciencia mestiza adquiere
por mimesis la noción de lo clásico de la cultura europea
y desde allí pasa por el mismo camino hasta llegar al romanticismo
y luego a la vanguardia y el proceso de la modernidad es asimilado
como reflejo de un acto consciente que opera en sectores restringidos
de la comunidad y un estilo de vida se abre paso confirmando hechuras,
costumbres y relaciones cuya normalidad se fue acreditando sin alternativas.
Si la “emancipación” fue una alternativa política, no
lo fue culturalmente. Síntomas de ello fueron las formas de
razonamiento en torno a la problemática que se presentaba a
las repúblicas nacientes y que no podían dejar de basarse
en las experiencias y formulaciones del corpus teórico europeo.
Figuras tan resaltantes como Andrés Bello y Domingo Faustino
Sarmiento contribuyeron en el cono sur con distintos acentos a mantener
la imagen cultural colonialista.
La modernidad en el continente fue entonces la que ideológicamente
representaba Europa y que configuraba el instrumento más adecuado
para el asentamiento de sus intereses materiales. La modernidad homologaba
bien con el desarrollo de los intereses empresariales y la cultura
proveía de un sentido de los valores que iba esculpiendo la
conciencia regional y justificando a la vez o enmascarando los actos
depredatorios.
La cultura, forma y fondo de una civilización “avanzada”, imponía
razones incontrovertibles a la conciencia mestiza hasta el punto que
la hacía avergonzarse de su mesticidad. Toda posible alternativa
quedaba clausurada y lo autóctono relegado a ser un residual
de absoluto rechazo. En tal sentido la modernidad no es una forma
de vida generalizada en la región sino una máscara que
un sector de la población mantiene condicionando las relaciones
de la comunidad. Y si en la actualidad existen en el planeta diferentes
niveles de desarrollo humano, básicamente la prehistoria el
feudalismo y el capitalismo avanzado, la modernidad imperante en el
continente es sólo un concepto que define una parte restringida
de lo real. Y esto hace necesario llevar a examen lo que se ampara
bajo el término y definir si constituye un orden estructural
susceptible de ser interpretado como un avance general de lo humano
o es por el contrario la manifestación de una contradicción
seria que impone dudas acerca de la esencia reflexiva individual y
por consiguiente de una teleología cuya acción especulativa
no ha logrado establecer un punto referencial definido.
II
Nos situamos en el espacio de la posmodernidad.
¿Qué es la posmodernidad? Traducido por lo más
literal diríase que es lo que viene después de la modernidad
y a continuación. ¿Y qué es lo que viene? En
Europa el desencanto, el vértigo de lo “consumido” y de las
insatisfacciones por los resultados, el temor a perder preeminencias
materiales y espirituales, derrumbamiento de los grandes controles
coloniales, fragmentación de las fuentes de poder, aparecimiento
de nuevos controles de irradiación tecnológica como
Japón y otras naciones orientales, competencia económica
que provoca crisis de producción, quiebres doctrinales y estructuras
políticas de esencia polarizada, unificación de la imagen
del capitalismo mundial en torno a la idea de libre mercado y desplome
de las ideologías sustentadoras de valores comunes. Sustentaciones
religiosas de carácter teocrático generan efervescencias
políticas en el oriente medio y en el este europeo. La violencia
convulsiva del despertar de las mayorías, su inconformidad
respecto de una situación de pobreza que la tradición
arraigó, convierte el final del siglo XX en un caos social
en que el hambre y la miseria afectan al 50% de la población
mundial.
El postmodernismo es el descubrimiento de la inseguridad a nivel planetario,
las burocracias socialistas que sustentaban el poder en la U. Soviética
y otros países del este de Europa se derrumban estruendosamente
y dejan de manifiesto la imposibilidad de ese camino para la solución
de los problemas de las mayorías.
¿Hacia dónde mirar? La ciencia ha continuado su camino
impulsada en un gran porcentaje por necesidades de carácter
bélico-defensivo-militarista y su aplicación a los avances
tecnológicos provoca el aceleramiento de las comunicaciones
lo que hace del planeta una “aldea global”. Y si los reales beneficios
científicos llegan a un sector reducido de la comunidad mundial,
los estragos de este desarrollo ( contaminación, destrucción
de la flora y fauna terrestre) afectan a todo el mundo.
Hay conciencia crítica, se levantan los organismos de representación
mundial y toman acuerdos que parecen decir ¡basta!, pero la
inanidad de estos acuerdos consiste en que en ellos han primado los
intereses del poder económico mundial. Y el conocimiento científico,
pese a todos sus adelantos y a sus aplicaciones tecnológicas,
está imposibilitado de dar por sí una solución
integral a los problemas que afectan a los grupos mayoritarios poblacionales,
no pueden hacerlo porque su dependencia del poder económico
es permanente pues éste controla las decisiones del poder político.
El postmodernismo ha sido en algún sentido la toma de conciencia
de este “impasse”, entre otros factores que acusan la diversidad de
variables que ha desatado o descubierto la modernidad. La ideología
se ha convertido en una pragmática del desarrollo productivo
integral y revierte el sentido de las polaridades e incita a un afán
competitivo de objetividades meramente materiales para lo que se obvian
las diferencias políticas en virtud de las necesidades de consenso
que produzcan beneficios inmediatos de naturaleza tangible. Y el desmembramiento
del mundo socialista y las luchas internas de sus saldos estructurales
por mantener cierto poder central de regulación hacen que el
capitalismo como gestor económico y como sistema de poder se
erija en la única imagen generalizada como concepción
del mundo y de la vida. Asume así más o menos invisiblemente
el papel regulador del mercado de ideas, sentidos y significados y
la democracia cae en el mismo juego de siempre: declaraciones profusas
a favor de la libre expresión y bajo ellas un adecuado filtro
evita que las ideas expuestas sean demasiado claras y que la investigación
sea demasiado intensa y esté demasiado orientada en el sentido
más racional. El postmodernismo es el reflejo de un caos que
afecta a más de la mitad del planeta. En él no hay alternativas
de cambio, el lenguaje anquilosado, coriáceo practica su egiptismo
conceptual del que rebalsa una medianía susceptible de ser
descifrada por el lenguaje público de lo cotidiano. Así
esta acción de vasos comunicantes confirma una arqueología
del pensar eminentemente situada sin sospechas en certezas que han
dejado de serlo hace mucho tiempo. La cultura europea ha sido materia
de una crítica profunda por parte de los mismos europeos y
la llevó paulatinamente desde principios del siglo XX a una
ruptura de su sincronía. Su unidad fue quebrada por el efecto
de la investigación circunstanciada en el espacio de las ciencias
humanas y por la confirmación de ciertas certezas que emergieron
no sólo de las ideas de C. Marx sino del psicoanálisis
y de la lingüística. Algunas designaciones de lo humano,
centro de esas investigaciones perdieron su preeminencia. Michel Foucault,
C. Levi-Strauss, Jaques Lacan, J. Derrida, R. Barthes y otros pocos
formaron el núcleo de investigadores cuya situación
en el espectro intelectual europeo constituía el centro de
una búsqueda independiente de toda coacción política
y por lo mismo el resultado de sus trabajos proyectaba formulaciones
que ponían en “tela de juicio” los intereses particulares del
discurso oficial de la cultura institucionalizada.
III
Y es ese institucionalismo cultural el que continúa siendo
la estructura base desde la cual se sigue manifestando la reflexión
en el continente. Todo sistema de valores se orienta por los cambios
o permanencias que fluyen de ella y es notorio el apego condicionado
a lo más tradicional de esa cultura. Se repiten esquemas conceptuales
que confirman formas trascendidas de interpretación de lo humano
imponiéndose un nivel de desarrollo del pensamiento más
allá del cual todo intento de innovación en los predicamentos
es traducido como falto de “verdad” o en lo íntimo peligroso
para el discurso del poder. Este propicia el juego de las ideas como
generalización de una imagen cuya ambigüedad supere la
certeza de un desciframiento real. Hay un empeño evidente en
mantener la supremacía del discurso oficial por sobre los intereses
reales de lo humano. Se reviven entonces algunas fórmulas del
neoclasicismo dieciochesco y se impone el orden de los signos sobre
el hombre concreto, se manipula con las diferentes formas de comunicación
y se organiza una realidad cuyo artificio es intronizado cotidianamente
y opera al nivel de las creencias que la comunidad cultiva bajo presión
continua de los medios de expresión política, social,
comercial y académica porque el discurso académico se
ampara en la especialización y evita interponerse al discurso
político por razones de organización institucional,
o por convictas formas tradicionales de traducir la relación
mundo-género humano. La oralidad de los emisores políticos
manifiesta su medianía al circunscribirse ceñidamente
al juego de los intereses que reclama el partidismo, el parlamento
y el gobierno que en conjunto representan un solo interés general.
De tal manera el orden de la representación es coincidente
con el orden de lo humano y la cultura de masas es una falsa cultura
que tiene por misión mantener a la comunidad dentro de hábitos
regulables por el interés del mercado. Así la modernidad
no trae felicidad al individuo medio de las ciudades en que es más
notoria, sino desesperanzas y alegrías pasajeras determinadas
por las posibilidades intermitentes de consumo. Los continentales
viven una cultura escindida por el populismo administrable en el discurso
del poder. Asimilan la incertidumbre y la ambigüedad ilustrándolas
en el coa cotidiano de las deformaciones de la comunicación
oral. El conceptualismo que cultiva y emite el sector sostenedor de
la imagen cultural de occidente, en la región continúa
separada de la realidad humana y no se logra descubrir un verdadero
lenguaje de comunicación o sencillamente se lo elude dado el
requerimiento que sería para este sector asumir la responsabilidad
de una crítica profunda a su propia tradición de adhesión
incondicional a las traducciones culturales europeas , y sin embargo
de esos desciframientos no han asimilado la crítica que los
propios europeos más conscientes han hecho de su cultura. Han
retenido en cambio un taxonomía que excluye del orden de la
realidad la concreción más sensible de lo humano. Nietzsche
nos muestra en su crítica más eficiente que en el siglo
XIX después de haber descubierto al hombre centro de todos
los actos se lo vuelve a perder desvanecido en la proliferación
de los signos. El es el antifilósofo europeo que hace de la
reflexión acerca de lo humano un acercamiento a su realidad
menos convencional e inauguraba a fines del siglo XIX el principio
de una crítica profunda a todo esquematismo cultural vigente,
pero los continentales continuaron privilegiando el conservadurismo
de una metafísica que les permitía eludir todo compromiso
con la más concreta realidad regional. En verdad el postmodernismo
podía ser un camino hacia la liberación cultural del
continente si perdiera en la conciencia del ente reflexivo de nuestra
zona esa calidad de etiqueta que se le impone, bajo la cual es factible
desarrollar un amplio cúmulo de especulaciones conceptuales
en que la gracia, el “pavoneo” intelectual y muchas veces la agresividad
competitiva sólo conducen a poner de manifiesto la carencia
de una reflexión profunda sobre lo humano regional.
IV
Romper el duro esquematismo del discurso oficial significa volver
la mirada hacia la relación del ser humano del continente con
su entorno y consigo mismo. Hay un saber implícito que la comunidad
reitera en lo cotidiano: sus usos y costumbres, hábitos, formas
de pensar, creencias e ideas, opiniones, instituciones políticas,
sindicales, comerciales, etc, que forman lo que puede ser la base
de sustentación necesaria sin la cual no podría existir
el conocimiento científico y las formas de teorización
e hipótesis que representan la expresión de la inteligencia
discursiva y de la conciencia crítica, Hay una interrelación,
un desarrollo no paralelo sino de interferencia mutua de ambos correlatos
de acción y pensamiento. No puede haber una cultura interpuesta
o sobrepuesta, la comunidad es un todo en acción y reacción,
no debería haber una noción de primacía entre
la teoría y la práctica, ambas se generan en la acción.
La teoría no es en sí, ella fluye de la acción,
es parte resultante del quehacer humano. Los continentales para desarrollar
su acción de vida tienen el entorno regional en que naturalmente
están implicados y de cuya relación debiera emerger
la necesidad calificada que tendría que dar margen a la emergencia
de su realidad social y cultural.
Hoy la teoría se impone sobre la vida como un límite
y bajo él nada se resuelve, el discurso político define,
grafica, crea instituciones, es un conjunto que se proyecta paralelo
a la realidad y ésta tanto como los individuos constituye para
ese conjunto sólo signos que usurpan su verdadera representación.
Las generalizaciones sirven a las estadísticas pero no a los
seres humanos reales. Y el postmodernismo es descifrado, globalizado
y amparado en su imagen se describe, se muestra, se cae en teorizaciones
ambiguas que paralelizan toda posible acción. Entre la acción
emanada de las resoluciones políticas, es decir del discurso
oficial del poder y del corpus teórico académico hay
un lapsus de ambigüedad o de indiferencia o sencillamente de
justificación de cualquier concepto que ayude a la permanencia
del statu-quo. Y el discurso científico parapetado en su terminología
se aparta ostensiblemente de la realidad social pretendiendo que de
ella no hay ningún tipo de dependencia para él puesto
que ha creado su propio nivel de acción. Para el poder político
la acción científica es un coadyuvante del poder económico
en cuanto conversión tecnológica, por lo que en algún
sentido es también parte de su propio equilibrio. He aquí
los destellos de una parálisis que afecta al planeta pero que
se hace más visible en el mundo “subdesarrollado” y por lo
mismo en nuestro continente.
Los afanes intelectuales por esclarecer el término postmodernismo
si son restringidos al nivel académico tienen sólo el
valor de contribuir al acrecentamiento de un discurso cuya reiteración
no compromete un esclarecimiento real de la problemática humana
al finalizar el siglo XX, y al discrepar de la ciega obsecuencia con
que suele descifrarse la conceptualidad cultural de occidente y al
proponer con nuestra crítica una mirada más independiente
de ella que nos libere del conjunto de las imposiciones que proyecta,
justo es reconocer que hay en un sector de esa conceptualidad fundamentos
que profundizados ayudarían a instrumentar la liberación
que creemos necesaria.
Pensadores e investigadores europeos convergieron hacia los años
70 en un nivel de sus proposiciones a fundar un camino de acercamiento
a lo humano que continúa vigente pese a que los sucesos políticos
mundiales posteriores, al permitir el hegemonismo de hecho del capitalismo,
haya planteado un retroceso de esas investigaciones. Este retroceso
fue facilitado además por el prematuro desaparecimiento de
algunos de los pensadores aludidos. Quedan sus proposiciones indescartables
en los espacios de la lingüística, del psicoanálisis
y de las ideas centrales de C. Marx sobre la economía y la
historia. Las ciencias humanas sólo pueden continuar su búsqueda
bajo el enfrentamiento de dos alternativas: una es el postulado de
la hermenéutica que señala la necesidad de descubrir
el sentido que se oculta tras la representación, y la otra
precisa encontrar el sistema, la estructura que no varía y
que puede ser un red de expresiones simultáneas. Y quizá
lo concreto, como expresó G. Bachelard, es la importancia de
calificar una epistemología no subordinada a la sola experiencia,
sino reconocer la invención, la fantasía, la búsqueda
producto de un pensar abierto a todas las posibilidades del entendimiento.
En tal sentido la cultura occidental en el continente debe ser resumida,
reasimilada con una mirada vuelta hacia nosotros, proponiéndonos
una conceptualidad que sea el reflejo de nuestras carencias y necesidades.