He aquí, un tema esencial que concita hoy profundas interrogantes.
Si nos remite al sentido primigenio de constituir la expresión
de lo religioso y cultural de un pueblo, su sentimiento de existir
para una finalidad trascendente, concluiríamos en que esa voz
parece perdida en el trasiego de las evoluciones
y de los profundos cambios que hacen del ser humano actual, de su
itinerancia, un rescoldo de contradicciones.
El hombre ya no escucha su voz, sólo oye el eco de un rumor
al que otorga cada vez menos importancia. La vida se ha transformado
en un constante batallar por permanecer en una consistencia cada vez
más absorbente y complicada que consume sus horas y lo confirma
en una ingente exterioridad de la que no desea ya ausentarse. La voz
de la tribu sólo puede escucharse en el silencio de una comunicación
honesta del ser humano consigo mismo, en búsqueda de un sentido
auténtico para el existir. Pero el ser humano no es contemplativo
hoy sino vertiginoso, y si el poeta representa de una manera genuina
la voz del pueblo, pocos seres humanos leen a los poetas, actitud
que en el siglo XX se vio decrecer lamentablemente.
En el poeta está la proeza esencial del ser confidente, el
lenguaje se le propone como un modo de exorcismo, mutación
de aquello que para la colectividad es lo real, dar sentido más
puro a las palabras de la tribu dice Mallarmé y este reclamo
no puede residir en la exigencia de una hazaña de simplicidad
retórica que a menudo es un traslucimiento de simpleza. Por
el contrario, es el afán de una invocación: se le pode
al lenguaje regresar al origen de las palabras, instante en que comienza
a nacer lo real como un orden destinado a cubrir el caos elemental
del existir. Y más allá de esta consideración
tan pertinente quizá se nos reclame detenernos en el concepto
por razones de la misma raíz.
Voz de la tribu alude a la esencialidad del decir, proyección
desde la duda, búsqueda, necesidad de expresar y comunicar
identidades, formas que constituyen la cifra de cohesión esencial
de las vivencias ancestrales. Se interfiere entonces una noción
de lenguaje : si es una función social estaría hondamente
peculiarizada por una singularidad regional o local. Si es un suceso
universal de la conciencia-que no niega el hecho de ser una función
social- su tendencia práctica sería una proyección
constante hacia el desciframiento del acto de pensar sobre el mundo,
que es un modo de ordenamiento de éste en la conciencia, que
es a su vez una manera de convertir en abstracto lo concreto.
La designación "voz de la tribu" propone a nuestro
entender un sentido de comunicación en el que se incluyen estas
dos formas en tanto complementos inseparables. Los individuos se relacionan
entre sí en la comunidad y lo hacen con cierta objetividad
del mundo que implica una red de nominaciones. Nominar es otorgar
a una presencia, de una cierta manera, su sentido y su forma. Es un
modo directo de significar que representa una designación,
el objeto es caracterizado por las palabras, acotado, convertido en
vehículo transferible por sus cualidades de una conciencia
a otra a través de las palabras. En éstas está
la imagen que va a emerger en lo consciente como resultado de una
invocación, el sonido se transforma en opacidad, forma aislada
que se configura en el aire como una presencia cuyo sostén
es ilusión, ausencia de materialidad aunque su proyección
implique un acto material, pero en sí a los efectos de la comunicación
impone una sensación de falta y al mismo tiempo de anhelosa
solicitud. El lenguaje hecho voz o la voz hecha lenguaje ha operado
una dimensión, el mundo se ha transformado en objeto porque
la conciencia ha demostrado sus características subjetivas.
Objetivo-subjetivo es unidad inseparable y su instrumento es el lenguaje.
Perfecciona la individuación de las cosas, es decir las torna
consciente y tornar consciente es poner en lo humano la participación
de la esencia del objeto, vale decir el reconocimiento de sus consistir
en tanto presencia. Es un reconocimiento individual que implica establecer
el sentido de la diferencia, así sabemos que las cosas están
allí, que su variedad denota desigualdades y lo sabemos porque
el mundo como totalidad se nos ha organizado en tanto imagen de una
realidad complementada merced al lenguaje. Lo que la conciencia constata
lo percibe en la interpretación del lenguaje, pues sin él
todo se le viene encima como un caos, irrupción de un desorden
incomprensible.
La propiedad del lenguaje señala un paso en la evolución
del ser humano como género, factor que repercute ostensiblemente
en la vigorosa conformación de la conciencia individual. Voz
de la tribu es de este modo invocación a ciertas peculiaridades
culturales y religiosas que conforman una determinada comunidad y
que asimismo trasminan la práctica de su lenguaje. Sin embrago,
la estrechez del mundo como entidad planetaria debido al desarrollo
vertiginoso de las comunicaciones opera sobre las comunidades culturales
un proceso de mediación. Por él, la universalidad se
alimenta y se hace extensiva en cuanto tendencia que borra el énfasis
de las diferencias culturales, de las formas de pensamiento enclaustrado
en una regionalidad singularmente particularizada. Lo regional si
es una innegable realidad de situación para el ser consciente,
es también el soporte recurrente y concurrente al acto de universalización
del lenguaje, y lo es porque el lenguaje es el factor clave de todas
las mediaciones. He aquí la instrumentación primordial
de lo consciente, vehículo de ida y regreso que impone su dinamismo
proyectando un clima de abstracciones. En la abstracción los
hombres comprueban el existir y le imponen una definición que
cualifica lo cotidiano y le da ese aspecto de seguridad sin el cual
la vida sería imposible. Por el lenguaje el ser humano se pone
ante sí mismo y ante los demás y busca y transfiere
el sentido variable de los valores y acerca mezclando, comparando,
fijando diferencias en cuyo espacio se concretan fusiones y cambios
que hacen activo el proceso de la cultura y la civilización.
La voz de la tribu no puede ser más que la voz de la conciencia
como entidad universal, ingente superación de lo concreto para
entrar en lo abstracto que es, que no puede ser otra cosa que la conversión
de las especies en sus esencias nominadas. Lo abstracto es una necesidad
de relación, juego de la síntesis sirviendo al ancho
campo de lo referencial, sustitución de lo representado en
y por sus cualidades y éstas aprehendidas en sus infinitos
modos de relación y complementación, los seres humanos
se muestran el mundo en el matiz más o menos profundo de sus
concepciones individuales. De esa manera la subjetividad prueba su
carácter singular e irreemplazable, la condición única
de su perspectiva personal.
En este orden de relaciones palpamos las inequívocas alteraciones
de precisión en el uso y concepción de los lenguajes
que emergen al finalizar el siglo XX, la presencia humana al transformarse
aceleradamente, su régimen de intereses se desplaza en un tránsito
que le hace perder periódicamente la legitimidad de su voz.
Un discurso anémico, inane desligado de raíces esenciales
se empeña en dibujar las formas de un período que se
hunde en el caos y la desesperanza, es lo que muestran los últimos
años del siglo XX, prolifera el coa, la desconstrucción
vertical del campo reflexivo en una atmósfera de asociaciones
mentales que dan cuenta de un mundo fragmentado por sus contradicciones
y estas contradicciones emanan de la visión de la presencia
humana como productora de vida material, hacedora de bienes de consumo,
que al final caen derrumbados cuando algunos individuos logran atravesar
el límite de sus relaciones inmediatas y se miran a sí
mismos en la precariedad de su existir irredimiblemente finito. Un
sentido de la historia parece haber terminado ya, y el ser humano,
producto de la resaca social se ha perdido en la orfandad de un existir
inmediato, cuyas raíces se hunden en la simultaneidad de sus
perspectivas contradictorias. Es el problema que traduce la voz de
la tribu y que afecta a la inteligibilidad de sus proyecciones, la
voz de ha convertido en coro que reitera un modo de estar en la exterioridad,
lo fragmentario se opone a la globalidad complementada y la unidad
global se ha transformado en colectivismo y uniformidad y el signo
se hace indescifrable como instrumento del pensar.
La historia parece no ser ya el seno del suceder, sino la trama dispensable
de toda la influencia pues el pasado no puede influir en el presente.
El lenguaje de la historia es una mera obsolencia y el ser humano
al prescindir de él, cae en el vendaval de su dispersión.
El presente se llena de lenguaje, el discurso se vacía de repercusiones
y el ser humano al finalizar el siglo se muestra perdido, desprovisto
de ser ontológicamente precisable. Es el acto primando sobre
el pensar, y le conocimiento que pareciera explicarlo todo se enajena
en una alto nivel tecnológico mientras el origen ancestral
es pulverizado por la incertidumbre.
¿Dónde está la voz de la tribu, la fuerza desde
la cual el lenguaje puede levantarse para enjuiciar y mantener viva
la búsqueda del sentido que abolirá el absurdo de la
mirada en el acto mismo de la reflexión?
No hay grandes sistemas de pensamiento en el siglo XX, sólo
esquemas reflexivos dentro de un positivismo ad hoc, con el grado
de cientificidad que asume erráticamente el conocimiento.
Del presencialismo evidente en que el ser humano se encuentra lo
rescatable debiera ser su libertad, es decir su derecho a cuestionarse
a sí mismo y a encontrarse con su rostro singular más
allá de la máscara de lo colectivo. Si se redencionó
al fin de la doctrina esclavizante, ahora lo esclaviza la colectivización
que impone el mercado. He allí un lenguaje sin alternativas
de redención, una semántica del desarrollo material
que impone un desciframiento de relaciones puramente mercantiles,
aún en el arte. Nunca se había manifestado de modo tan
claro como en nuestro tiempo el carácter opresivo de los lenguajes
oficiales, esa nomenclatura impuesta a lo consciente a través
de la necesidad y operada como un natural estado de intercambio social.
Sólo la literatura puede cumplir la hazaña de abrir
un " forado " en la continuidad uniforme de esta superficie
lingüística. Es una vulneración que reclama la
actitud consecuente de artistas y escritores para cambiar la morfología
verbal del reconocimiento cotidiano e introducir una semántica
de descomplementación del sentido y mostrar que nuestra presencia
está hecha en gran parte de lenguaje y que en éste confirmamos
las relaciones que nos impiden cambiar. Y si las formas del mundo
son diseños de un acto verbal que las traduce y grafica, igualmente
al modificar el sentido de esos actos nos estaremos dando la posibilidad
de un encuentro consciente con el devenir en que se inscriben indefinidamente
todas las transformaciones universales.
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Manuel
Espinoza Orellana, escritor y crítico
literario chileno, nacido en Valparaíso, sus textos son conocidos
en Latinoamérica, Europa y América del Norte, colaborando
asiduamente con revistas y periódicos internacionales. Ha mantenido
una comunicación epistolar con Humberto Díaz Casanueva,
Ludwig Zeller, Pedro Lastra y Waldo Rojas. Sus textos críticos
giran en torno a la escritura de grandes talentos literarios, entre
sus estudios podemos citar la obra de Diamela Eltit, Humberto Maturana,
Enrique Lihn, Octavio Paz, Dürrenmatt, Marguerite Yourcenar,
Felix Guattari, Waldo Rojas y otros. Actualmente, vive en la ciudad
de Villa Alemana, Chile y continúa su labor de investigador
y crítico literario infatigable.