CAFE OBOLA
(Frente a un mundo
delirante,
sólo existe el ultimátum del realismo.)
Jean
Baudrillard, LAS ESTRATEGIAS FATALES
(Pareciera que duerme: es de la cocina escuchas las sílabas
incongruentes que emite en su monólogo. Al juntar la puerta, dejas de
oírlas repetirse delirantes. Entonces, sin prisa, vas llenando la
tetera en el grifo que gotea y la pones encima del quemador que
enciendes con un fósforo. Esta misma madrugada comienzas a abrir los
muebles en busca de los ingredientes que verterás a cucharadas en la
taza: dos de café, químico, y azúcar en polvo: varias colmadas de
azúcar volátil: exactamente cinco, o serían cuatro. Aún así, este
brebaje que sumarás a tu desvelo es tan insípido comparado al de
anoche (me dices). A ése que bebiste en el bar al que llegaste como
resguardo primero y final de tu huida. La noche del jueves (anoche,
repites): cuando no te quedó más alternativa que partir con premura
del departamento. Buscabas una tregua. Improvisabas una salida. No
supiste cómo, en qué sutil instante la mecánica entre ustedes había
comenzado a cambiar: durante los primeros encuentros su avidez
permanecía encubierta bajo la sutil apariencia del encanto. Tocaba el
timbre con el codo, equilibrando en las palmas un paquete de pasteles
que dejaba sobre la mesa para abrazarte. Y se quedaba en el perfume de
tu cuello, y lamía el lóbulo de tus orejas como tanteando el ansia de
las cinco de la tarde. O eran sus labios abiertos frotándose en el
nacimiento del pelo, dejándote la nuca grasienta, enrojecida. No
sentías más que cierto empalagoso cosquilleo mientras engullías
aquellas tortas de impensados sabores, con tanta premura que te
atorabas al tragar si además sorbías café. Terminada la bandeja quería
limpiar la polvareda de azúcares perdidos en tu escote, diseminados
entre tus pechos; te husmeaba como animal sin pretextos; comenzaba a
roer por el pliegue del sostén, y entre los vellos largos de tus
axilas que tironeaba suave, luego bruscamente, afilando sus dientes en
zonas blandas, justificándose en el encantamiento de ese aroma dulzón
en tu piel. Sí. Hasta que descubrió la raíz del aroma y ya no hubo
cómo detener esas maneras suyas: el frenesí de su lengua en tu viscosa
maraña, el arrebatado apetito que sólo quería saciar en tu cuerpo;
quería enredar su dominio ahí y decía, y susurraba, gimiendo entre tus
piernas, o pedía, suplicando contigo entre las suyas, que murmuraras
siquiera una sílaba de aprobación. Le mirabas algo sorprendida, o
fingías asombro mientras intentabas extraer el azúcar que aún tenías
atrapada bajo las uñas. Preferías hincar los dientes en tu propia
lengua a emitir un solo ruido. O te divertías diciéndole al oído
palabras en absoluto acarameladas: que te dejara, que estabas
satisfecha, que mañana con café y más pasteles espolvoreados.
Repasabas tu dedo sobre la bandeja vacía y te lo llevabas pegajoso a
la boca sonriente. No le era posible resistirse a ti (afirmas que
decía, y lo dices con una mirada perturbadora). Qué podías hacer,
sentias una fatiga espantosa previo a su llegada, salivabas al oír el
timbre, al escuchar su taconeo por las escalas. Te abalanzabas
buscando los manjares bajo la cubierta de papel, mientras comenzaba a
quitarte la ropa, a morderte apenas rasguñando tu piel, enterrándote
los dientes como uñas. Y mamaba tus pezones hasta sangrarte (te
tironeas el escote; las marcas son profundas). A su manera te habrá
abierto, de la manera que sólo le es posible te penetró la tarde ésa,
la del jueves. Ni siquiera te molestaste en simular, ni siquiera, y
eso producía resultados sorprendentes: que le miraras directamente a
los ojos en resistencia, que le negaras lo que fantaseaba más allá de
tu cuerpo, más que lo más oculto de tus sueños. Esto producía en ti
una dolorosa complacencia (te cito, textual): dolorosa, y sí, bastante
placentera. Pero algo imprevisto sucedería antes del anochecer: quiso
besarte, meterse dentro de tu boca. Y ahí sintió un aroma que no era
exactamente dulce sino acre; tu saliva le supo de una aspereza
insoportable. ¿Qué era ese olor? (¿Qué era?, ¿qué?) Sonreíste
solamente y apretaste los labios. Entonces, usando los dedos para
taparte la nariz te obliga a respirar separando los dientes; usa los
ulgares como cuña. No alcanzas a gritar, no sientes nada aún. Sólo un
fluido caliente, borbotones que manan, que te ahogan pese a que tragas
y escupes y trags. Te ha desgarrado la lengua, se ha comido un trozo
de ella y sangras y sangras, y no lloras, y la boca se te llena, y
tragas, y sientes el metálico sabor de tu plasma. No has querido que
vuelva a ti (te justificas exhibiendo el paladar. Y dices que): no
quieres que vuelva a saborearte aunque tengas jarabe la sangre;
dulcísima. Te defiendes a golpes, a patadas cuando comienza a
acariciar tus nalgas por debajo de la falda. De nada sirve. Es peor
incluso. Atrapa tus pies, le encantan tus furiosos alaridos y quejas;
tus amenazas carecen de convicción porque te toca y estás entera
mojada y un vaho caliente de algodón de azúcar emana de ti (has dicho
que dijo, y con sólo mencionarlo el olor que describes parece
desprenderse de tu piel y disolverse en el espeso aire de esta
habitación). Se te pega al cuerpo atenazando tus brazos, y gesticulas
como si gritaras cuando te tapa la boca y te chupa, y te chupa: cómo
te lame (insistes, y te muerdes el labio inferior); cómo lo hace hasta
llenarte de sales. Es necesario huir (aseguras) mientras cierra los
ojos y parece fallecer. Es por eso: te pones su satinada camiseta
larga de mangas, de cuello pronunciado, sus pantalones de cintura
ancha y cinturón de cuero; le robas sus zapatos de tacón, que calzan a
la perfección si te pones medias, pero se las dejas, y te vas por la
calle, por las aceras rotas al bar de la esquina a sorber un amaretto.
Pero no; la noche de ayer, este jueves precisamente, no quieres tomar
nada: te sientas frente a una mesa entre tantas y con los dedos
procuras darle forma a esa disparatada cabellera tuya. Estás ahí,
dolorida y sin apetencias. Ahí, distante. Estás solitaria como quien
espera: a que se duerma sobre el piso, o encima del cubrecama, o entre
las sábanas de crea floreada. Esperarás en el bar hasta que tus
heridas cierren, hasta que las mordeduras ya no supuren ese líquido
transparente y pegajoso: no deben oler a miel cuando vuelvas atrás, al
departamento, cuando te desnudes sin prisa frente al espejo,
acariciando cada marca, cada trozo de piel arrancada, cada cardenal, e
intentes tranquilizar tus temores, dormirte apegando tu cuerpo
sudoroso al suyo. Pero es una noche temprana, todavía, la de este
jueves. El bar está vacío y enrollas en el índice una mecha, un mechón
de tu pelo, y te muerdes los labios para que nadie vea cómo tiemblan,
y contraes con fuerza: sientes deseos de orinar, palpitas todavía y
aprietas las piernas pero el gomoso fluido escurre. Escurre espeso y
piensas en volver atrás, inmediatamente, antes de que se seque. No
debes permitir que se cristalice, que se vuelva polvo árido esa
pasión. Sería a costa de tu lengua (asientes de arriba abajo). Cómo
duele. Quizá si pudieras evitar que volviera a cercenarte otro pedazo.
Por primera vez lo piensas: por vez primera y no será ésa la última
(fantaseas). Y mientras fantaseas la garzona se acerca blandiendo la
libreta y una pregunta, qué vas a ordenar, en un habla que apenas
comprendes. La contemplas, ves cómo se lleva el lapicero a la boca y
succiona la punta sin dejar de mirarte fija, la partidura de tu
escote; inquisitivamente el fondo de tus ojos. Sostienes su mirada y
se te levanta la ceja. Le señalas con tu índice de uña roída lo que
han pedido esas chicas en la otra mesa, en la mesa cuadrada de la
esquina opuesta. Allá: el mechero impregando en alcohol rosa, la llama
que calienta el agua dentro de la bola transparente sobre el mantel,
el mantel en le que pronto descubres los pliegues de dos pares de
codos, los vellos de esos brazos frágiles midiendo sus fuerzas; oyes
risas los puños rígidamente unidos apenas vibran hacia un lado y otro;
oyes más risotadas, chasquidos, carcajeos estridentes, y las chicas
sueltan el nudo de sus dedos, y esos dedos son una tarántula que
asciende el brazo de la otra, que le sujeta el codo a su presa
cercándola. Y los minutos se han fugado ligeros mientras las
contemplas sin concitar su atención, y carraspeas en vano, y separas
las piernas impregnando el lugar de un cierto aire jazmín. Una de
ellas te mira y husmea el aire desconcertada. Es sólo un instante. Al
siguiente ya han partido. Es entonces que la garzona toca tu hombro
para prevenirte antes de poner al frente el café obola que le
has indicado: la mecha encendida bajo la bola con el líquido, que
comienza a hervir dentro, que ebulle hacia la esfera de vidrio
superior a través del tubo que las conecta, que unta el grano molido y
vuelve a calentarse, y borbotea unos segundos hasta que la mano de la
dependienta instala su dedo ornado de anillos en la llama que se
apaga; y el agua, teñida café, se desliza aromática hacia abajo
retornando a la bola de origen. Te cautivan esos dorados ahorcando las
falanges de la mujer, las piedras brillantes de colores artificiosos;
vas trepando con rigor de lupa sobre sus dedos e internando tu
curiosidad por una manga blanca, corta, por donde asoman unos pelos
pajizos casi rubios cuando levanta su brazo izquierdo y se rasca la
nuca, en son paciente, con un pecho empinado sobre tu cabeza, a punto
de rozar tu nariz según va descendiendo, muy cerca de ti, a medida que
a ti se arrima en la misma banca; tan cerca que puedes respirar de su
boca el aliento a licor añejo, y su perfumado sudor a pachulí en
cuanto vuelve su rostro encarándote; y el tintineo de sus aretes y
parafernalia colgante te ensordece unos segundos. Está rico, susurra
dulcemente en tu oído; te lo preparé con bastante azúcar, bonita. Y su
dorso acaricia el rictus inmóvil de tu gesto. Sonríe la garzona,
pregunta por la marca de tu perfume. Sonríes también mientras observas
el suave movimiento de sus manos sobre el género cuadriculado, va
introduciendo su anular humedecido en el azucarero y poniendo ese dedo
dulce sobre la herida de la lengua que le ofreces cuando te la pide;
abre, muéstramela, bonita. Subes las cejas, solamente (así como la
levantas ahora); y otra vez la garzona, más azúcar, acariciándote las
encías, frotándotela en el paladar y luego secándola entre sus labios.
Disfrutarás ese instante como quien recuerda un preciado gesto de
intimidad, sin recordar, queriendo omitir, que fue en ese mismo bar
donde conociste a quien ahora duerme ruidosamente en la habitación, en
ese mismo lugar del que saliste acompañada hace ya algunas noches. No.
No te mueves, ningún pensamiento te acomete, dejas que te embriague,
que se enfríe ese café antes de aventurarte en él porque el calor
pudiera remover la costra, hacer que lagrimees. Soplas el vapor, tomas
sólo su aroma penetrante, amargo y levemente a cacao. Soplas suave, tu
hálito le levanta la chasquilla a la garzona y ella acentúa su gesto
meloso. Te quedas sin aliento y vuelves a aspirar. Se miran. Acerca su
boca y aspira ese aire que guardabas para ti. Entonces deseas con
violencia un bizcocho rociado de blanco para soplar esos azúcares en
su dirección, antes de probar el manjar oculto entre ambas capas.
Aquella apetencia persiste, persiste, te devora la imaginación hasta
que un tenue sonido, un sonido ahogado te interrumpe. Porque esa
madrugada aún nocturna ya no es la noche de ese jueves, aunque sea
como si la fuera, y la tetera que tienes sobre el fuego ahora escupe
su vapor hirviendo por la boquilla, a segundos de pitar. Cierras la
llave del gas en la cocina y nuevamente todo es silencio. Silencio y
unas palabras, unas sílabas perturbadas que salen de la boca dormida
en la habitación, que no cesan de colarse entre sus labios. Tu cuchara
revuelve, la artificiosa poción se licua dentro de la taza. Tomas un
sorbo hirviendo, reprimes la lágrima. El trago caliente se va
apoderando de tus sensaciones; es un contrapunto para tus plantas
frías sobre el flexit. Te deslizas por fuera de su habitación camino a
la sala. Aún duele, arde todavía; pero ya arrellanada en el sillón una
agradable tibieza se extiende hacia la punta de tus pies, de tus dedos
inflamados en el borde de las uñas porque se ha excitado comenzando
por tus pies, excusándose en tu dulzura para atarte a la cabecera de
la cama (quizá eso te gustaba y sin embargo lo niegas: aseguras que
no, que no,) para sentarte sobre ti y enfurecerse porque quizá dónde
has andado, seguramente en el bar aquel de la esquina, tomando quizá
qué; con quién; porque hueles intensamente a algo que al principio no
reconoce y le asquea porque es amargo (sonríes y añades: no sé cuántas
tazas me tomé con ella) y entonces te besa, más bien penetra tus
labios con su lengua rígida y busca la tuya y la encuentra partida
para apropiarse de otro trozo (¿otro más?). Muerde con precisión.
Duele, no gritas. Aún tienes lengua pero sabes guardar silencio. La
lengua aún sangra y sientes el gusto metálico en las encías. Y luego,
se ha dormido. Sus dentelladas vuelven a perderse entre las sábanas.
Enredas tus nalgas en la colcha que te arropa sin adormecer tu
pensamiento, que gira en torno a sí mismo provocado por el utensilio
manco. Observas el ojo del oscuro remolino y por un momento sientes
vértigo. Te estremece, te inquieta el incesante silabeo dentro de la
habitación: nuevamente carraspea consonantes absurdas, de durmiente.
Si su brazo se extiende hacia el lado frío de la cama, buscándote, es
posible que despierte y diga tu nombre. No es posible un desdeño, te
requiere, ya conoces ese devenir que se repite y repite cada vez (me
miras manteniendo la cabeza baja y reiteras con certeza: es lo mismo
siempre). Ha murmurado tu nombre otra vez, o algo que se le parece,
pero que así, en la vigilia, jamás podrá articular. (La vigilia, qué
duda cabe). Ha abierto los ojos y no te ha visto. Se despereza. Te
llama. Incoherencias solamente. (Incoherencias, murmuras ante mí con
dificultad, pidiéndome, exigiendo que apunte también esto.) Y te
llevas la mano a la boca, sacas la lengua y la bates en el aire como
un pez descabezado. Te llama, otra vez, con esa voz de infante
clamando a su madre. Te confunde en ese murmullo neutro incapaz de
tilde; contestas con un susurro, casi una aspereza en la madrugada que
aún no clarea. Qué haces... (pareciera que te susurra). Soplas la nube
que se cierne sobre la taza, esperando que se disuelva en el aire
frío. ¿Qué hora, es...? (¿sería ésa su pregunta?) Falta todavía para
las siete, tal vez unos quince minutos; duérmete, le ordenas con el
pensamiento. Dormita que vuelvas a la cama y tú respondes con una
negativa imperceptible. Tiemblas, pensar en su voz filosa tras el
lóbulo de las orejas te paraliza (eso dices y te secas la nuca con la
palma de la mano). El silencio te cela otra vez. El silencio esposa el
efímero lapso del raconto que intentas cronológico (aunque, me parece,
te confundes); el silencio te abre los labios y sabes que antes que
ejercitar tu lengua preferirias otro golpe, tu mente divaga en la
medida de los puñetes, que hables, que se lo digas de una vez qué es
eso que has ingerido y que amarga tu dulzura; otro, y te engrifas. Y
ese jarabe clara de huevo se acumula pese a ti misma aumentando como
levadura bajo un paño de palabras calientes. Qué es eso que te amarga,
repite, mientras te distraes pensando en las palabras precisas de la
mesera anoche, hace sólo algunas horas. Repasas las hebras colorinas
de esa sentencia, bonita, que ahora peinas con una taza entremanos.
Trenzas los sucesos intentando explicarlos: que se acercó la garzona
con su roja melena y sus labios extravagantes la noche del jueves y
pensaste: ésta va a preguntarme qué quiero, lo de siempre, y luego va
a pedir que pague la cuenta con un dinero que no tengo. Pero cuando
legó la hora de retirar las tazas, el par de cucharas y los demás
implementos, cubrió tu boca con la mano y dijo, pago yo, bonita, si me
dejas descubrirte, mirarte la vida, en el grano de este café
portugués. Asi, intrigante, te sentenció mientras repasaba su anular
por encima de la oreja reciente, del labio inferior todo machucado.
Accediste con un toque de cabeza y ella empinó la taza sin discreción
en tu boca haciéndote beber todo el líquido, hasta lo más espeso,
hasta trapicarte. Es en ese momento (estás segura): exige que te
voltees la esfera transparente para que el residuo húmedo caiga sobre
el palto. Empieza a hablarte de las zonas oscuras, con la palma sobre
tu muslo; de los problemas que se dibujan sobre lo blanco y te
entrelazas a su vaivén; y de ciertas áreas claras y de otras menos
tranquilas. Cierras los ojos, dejas que tu cabeza caiga hacia atrás y
entonces sientes los labios de la mujer en tu cuello; y entonces, sin
mediaciones, te ves en otro lugar, en ese que se supone tu casa, tu
albergue, y piensas en quien duerme en la cama de la habitación.
Despertará. Querrá encontrarte ahí: sientes la boca seca y sudas frío,
sudas extremadamente y brota la melaza empapando tu calzón. Intentas
irte, más bien simulas un intento por levantarte de la mesa, y la
garzona te coge con fuerza, sin mirarte a los ojos, oliscando el aire
sin interrumpir la inmisericorde monotonía de su lectura. Y tú dejas
que te hable charlatana y juntas las piernas lo más fuerte que puedes
porque palpitas. Es el café (el café éste me pone así, te justificas,
y el azucar: las cuatro, las cinco colmadas que diluiste dentro de la
taza); es el café lo que genera esa sensación en ti, esa ansiedad, ese
temblor en los labios cuando miras los de la mujer hablando de algo
que se ha vuelto cotidiano. ganas de que te genere una herida, otra
costra, pero callas, Y ella continúa: lo primero que veo aquí es.
Dice; se queda en una pausa y te introduce su uña anular entre los
dedos. Y lo segundo: a ver, deja. Dice, haciendo girar el plato. Sí,
lo veo clarito, hay un triángulo alargado. (Cómo una lengua, piensas).
Hay uno, no: dos triángulos; no, ninguna estrella: pero, quizá; ésta
eres tú, al centro del plato; ¿te ves, bonita? Y tú asientes,
divertida por un momento. Hay tres aquí, aparte de ti; besas una boca
pensando en otra que tiene dientes, quijada de animal, ¿qué es?, ¿una
perra? Esto te hace reír, deberás apretarte los labios entre índice y
pulgar para evitar el ardor. Ella vuelve a tomarte la mano. Te
percatas de sus ojos grises concentrados en el grano: No estoy segura,
no lo veo bien en este desparramo; es como si corriera sangre aquí
corre mucha. Gira el plato otro poco y el molido se escurre fuera.
Calla unos minutos para agregar que la persona ésa a la que vuelves de
noche tiene las manos pequeñas, las manos blancas. Declara, con el
ceño fruncido, comenzando a jugar con los anillos. Blancas, le
repites, emitiendo una voz gutural que te sorprende: Blancas, claro
que las tiene blancas las manos. Ella no hace caso de ti, sigue
rodando los anillos alrededor de los dedos. Me refiero a que no están
manchadas... Te extraña aquella necesidad de aclaración. Por un
instante pensaste que quizá lo sabía que no jugaba a la seducción,
solamente, la garzona, sino que era de verdad avezada en predicciones.
Las sucesivas tazas del café preparado en la bola de vidrio quizá nada
tuvieran de casuales. Quizá. Y aún estás dándole vueltas a sus
palabras, como al plato. Esos detalles que ahora calzan: la perfecta
descripción de la carne desgarrada; los gruesos goterones de sangre
que caen al suelo; el dulce resbalón del retroceso. Esos detalles que
anticipaba esa noche de jueves, antes de sentir tu olor, o de comenzar
a mencionarlo con insistencia, cuando la dueña del local, desde la
cocina, les grita que ya, que debes irte, porque es hora de cerrar. Se
despide con un ligero mordisqueo en tu cuello y se te escapa un gemido
complaciente; entonces eres tú quien sujeta su muñeca y le indicas que
espere, que aún no acabas el café, que no puede irse así, sin más.
Bonita, asiente la garzona en retirada, algo nerviosa. Bonita.
Intentas seguirla hacia la caja, pero se te enredan los pies buscando
los zapatos debajo de la mesa y quieres pedirle que se detenga, pero
te muestra la lengua entre los labios y se chupa el dedo; cuida la
lengua, bonita, que peligra, y se lleva las manos a las orejas como si
no pudiera soportar el bullicio que ha disminuido perceptiblemente.
Cuando te levantas ella ha partido pero intuyes que volverás a verla,
que esta sesión no fue la última: te has quedado deseando otra
relajante taza de café, ella se ha quedado con la intención de tu
aroma. Le dejas una nota manuscrita apenas sujeta bajo el azucarero,
sabiendo que te ha visto escribirla, que volverá por ella. La dueña ya
voltea las sillas sobre las mesas y fija su mirada en ti. Debes
partir, antes de que se acerque demasiado y te huela (insistes en
aquello espiando mi semblante). Sí, debes irte ya. Volverás atrás por
las mismas aceras faltas de reparación, vuelves sintiendo a cada paso
que los insectos buscan tu piel húmeda y se adhieren a ella. Y sonríes
en celo mientras avanzas por entre los autos hacia tu guarida: ¿tienes
una perra? (¿una perra, ha dicho?). Has entrado segundos después de
introducir la clave de números en la puerta de acceso; has subido al
primer piso. No hay nadie en casa, o bien, crees que se ha ido. Botas
la bandeja ya vacía de pasteles tras dudarlo un segundo y te tiendes
bajo las sábanas, y pese a la luz encendida y a la cafeína te duermes.
Sueñas, y en el sueño no estás sola: viene la garzona y te muestra las
manos, sin anillos, porque no es la garzona ni se le parece siquiera,
está diciendo que no puede abrirlas, no logra estirar los dedos: la
costra de sangre se lo impide; en el sueño viene para recibir un
abrazo, un consuelo, con el maquillaje corrido, metiendo sus manos
bajo tu ropa, manoseándote la cintura, y hacia abajo, y entre tus
nalgas que de pronto es una zona blanda como miel en una tarde de
verano. Y ahora eres tú la que no puede dormir. Abres los ojos,
excitada ( se me caen los lentes al suelo y no los recojo) y te
encuentras con su cuerpo ahí: sobre tu cuerpo, lamiéndote, lamiéndote
otra vez, y sujetando con una cuerda tus manos, y (dices: lo juras, lo
juras) que tienes miedo cuando te muestra los dientes pequeños y
separados como los de leche, o los de loba, en una enorme sonrisa
(hablas aceleradamente, estás inquieta, perturbada como ahora también
yo), esa enorme sonrisa, otra vez, esos dientes perfectamente blancos.
Las manos blancas, le señalas al recordar la frase pero hablándole
entre dientes. Se mira los dorsos, las palmas meticulosamente sin
comprender; te cerca con ellas, las pone alrededor de tu cuello y te
huele, inspira, inhala profundo acumulando en sus pulmones una rabia
tremenda que pronto bota en un soplido que suena a mascada. Intentaste
zafarte sin emitir un sólo grito hasta que empiezas a rugir y a
decirle (¿qué?), a gritarle amenazas (¿cuáles?: eres incapaz de
responder). Y en eso estaban. En eso, sí, cuando queriendo taparte la
nariz se acercó lo justo como para que abrieras y le mostraras la
tarasca con la que agarrarías su oreja; esa oreja que entre los
dientes ibas a masticar con gusto. En eso estaban. Gritó llevándose la
mano a la zona empapada. Gritaba y te trepaste encima, pero gritaba,
gritaba, con el camisón enredándose en su cintura. Gritaba aún más
fuerte que al acabar, y eso no dejaba de complacerte. O sería que el
exceso de cafeína te aceleraba el pulso, te impedía pensar, entender
incluso, mientras anudabas sus piernas y sus muñecas y sus alaridos a
la cabecera; o también, cómo saberlo, sería que esos azucarados cafés
te hicieron quedarte fija en la enorme mancha rojo pardo sobre la
almohada, y pensando en abejas, y en los golosos moscardones.
Limpiaste con papel higiénico la borra que ya chorreaba entre tus
piernas y las suyas y te sentaste, exhausta, a blandir la cuchara
dentro de la taza que aún humeaba caliente cuando escuchaste el
timbre. Sería la garzona que había seguido las instrucciones de tu
nota, o sencillamente la estela almibarada de tu cuerpo, pensaste.
Quizá lo fuera (crees haber estado segura de que era ella quien
tocaba). Te sorprendió el hombre de lentes que empujó la puerta apenas
la abriste, y te tomó las muñecas con fuerza (no será necesario que me
identifique, ¿verdad?). Y ya no se oyó el timbre sino que escuchaste,
escucharon (aún escuchamos), un inquietante silabeo, un susurro
indefinible ahí dentro, a algunos metros. Le dedicaste una sonrisa
triste (otra vez tu tristeza) y le ofreciste a ese sujeto un café
caliente (¿quieres uno?, vas a necesitarlo, me aseguras). Separaste
las piernas, y dejaste que fluyera tu inquietante dulzura mientras
extendías dócilmente, casi tierna, hacia él tus manos, sin ocultar los
dedos de la izquierda que aún retenían ese pedazo de pequeña oreja
despedazada y ajena. Te sentaste a su lado y sacudiste tu cabellera,
insistiendo en que debías prepararle un café (me quedan riquísimos,
aseveras); pero él equilibró sus lentes sobre el puente de la nariz y
abrió lentamente su cartapacio mientras decidía qué responder. Qué
responder, qué daño podría provocarle uno. Titubeaba, se detuvo antes
de comenzar sus meticulosas anotaciones, quitándose el chaquetón, el
chaqué, separando el ojal que le suda el cuello, soltando su corbata y
buscando la pequeña llave de las esposas en el bolsillo, agitado por
tu olor, por tu enigmática sonrisa. Y entonces, como los demás antes
que él, dice que sí, dice, sin saber por qué, anticipándose a toda
coincidencia, que ha traído una docena de empolvados, y que quiere un
café, o quizá varios, uno tras otro antes de que se enfríe, pero sólo
si lo preparas muy azucarado, bonita, y obola)
LINA MERUANE
Nació en Santiago
en 1970. Periodista. Ha ejercido como redactora, comentarista
de libros y, actualmente, está a cargo de las páginas
culturales de la revista Caras. Ha publicado relatos en
revistas nacionales y extranjeras, así como en las antologías
Salidas de Madre (1996) y Relatos & Resacas
(1997). Próximamente publicará su libro de cuentos De
artillería y su novela Póstuma.
en Voces de
Eros Mondadori Noviembre de
1997
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