Fragmentos
de "HOTEL LIMA"
De:
Miguel Ildefonso
Tres
fragmentos breves de la novela inédita, o híbrido literario, del
poeta y narrador Miguel Ildefonso (Lima, 1970), que escribiera entre 1994
y 1996, y que presentamos acompañados de tres fotografías realizadas
este año (por la fotógrafa Dalia E.) a aquel viejo edificio limeño
donde vivió el pintor Víctor Humareda (1920-1986), cuya leyenda
sirve de inspiración para desarrollar estas historias que conforman "el"
Hotel Lima.
En
la avenida anaranjada llamada 28 de Julio estaba el Hotel Lima, de cuatro pisos,
que de noche era de color azul como un lóbrego cisne. Ella me preguntó
cómo íbamos a entrar allí, le dije que conocía al
portero. El gran Hotel donde había vivido el pintor Víctor Humareda
ahora estaba vacío, nadie entraba y sólo lo habitaba un cuidador
que ya me conocía porque yo solía ir a preguntarle por el pintor
puneño, hasta me había dejado entrar a su estudio muchas veces.
Para mí ese Hotel era como una catedral, donde aun podía respirar
el olor de aquellas pinturas dionisiacas, por cuyos pasajes recorría lentamente
hasta inmutarme ante esa voluminosa y a la vez pequeña habitación
color verde olivo del pintor, excesiva para todo lo que estaba alrededor, donde
habitaban aun sus fantasmas, sus demonios enlutados y aquellas máscaras
moradas que iban en procesión entre edificios en llamas. Toqué la
puerta y Mario Sierra, el guardián, abrió. Pueden entrar, dijo,
pero no deben hacer mucho ruido, adentro cada sonido repercute en todo el edificio.
Beatriz se aferró a mi brazo izquierdo y fuimos directamente hacia la habitación
del pintor. Atrás dejábamos al cuidador. Ella tenía temor,
pero le dije que no había por qué temer. Nos besamos al llegar al
segundo piso, el guardián, que nos estaba mirando desde abajo se fue a
su cuarto junto al patio interior. Entramos a la habitación 283, por la
ventana miramos el fondo oscuro de la ciudad, los techos, las cúpulas de
Barrios Altos, las estrellas picando los insomnios. Beatriz se puso cómoda
en la cama, ven, me llamó, y abrazándome me pedía que no
dejara que la lleven los arlequines, "allá están los toreros,
las viejas", repetía alucinada. Aquella noche era la primera vez que
entraba al Hotel acompañado; mientras ella deliraba, yo miraba la luna
que había aparecido de pronto en la ventana, era la primera vez que la
veía allí, pálida, sin decirme nada, era como si imaginara
que yo deseaba tanto que apareciera. ¿Pero por qué?
Toda
la ciudad era una mujer que me conducía al Hotel Lima. Al decir toda, uno
se debe imaginar una serie de fragmentos, trozos de cemento regados en el desierto,
articulados por puentes, avenidas congestionadas y cerros. Esa noche, iba hacia
el Centro con el microbús de la línea 55. El desvencijado Hotel
siempre estaba vacío, la oscuridad que ostentaba en su interior no era
de la noche, provenía de algo más oscuro. Treinta y tres arcos falsos
en sus tres fachadas levantaban de esquina a esquina a aquel monstruo de cuatro
pisos color verde olivo, antes plomo. Para entonces había leído
algunos escritos del pintor Víctor Humareda en un artículo periodístico
y en un par de libros que trataban de su vida y obra. No sabía qué
era más fuerte, si la fosforescencia de sus cuadros o la oscuridad del
Hotel Lima adonde el pintor se había refugiado hasta su muerte. La alegría
que circundaba al decaimiento de esos colores, combinados magistralmente, era
la esencia de aquellas escenas obsesivamente cargadas de realidad. Aquel Hotel
abandonado en medio de La Parada de pronto se aparecía como una visión
transgresora; había que estar ebrio para su contemplación; había
que llegar hasta el filo de un abismo para desentrañar sus secretos. Cualquiera
de esos cuadros era la coherencia de todo lo absurdo que lo rodeaba. Era el absurdo
de toda la coherencia de su abandono. Y mientras más me detenía
a observar los cuadros y el Hotel, mi cabeza estallaba cada vez más fuerte
dejando volar a los monstruos.
En
mi alucinación había entrado al Hotel, pero en vez de subir, bajaba
por una especie de laberinto, guiado por la música que provenía
de sus entrañas. Ya adentro de la oscuridad total, en un salón grande,
comencé a bailar con la música estridente que había allí.
Estaba en una discoteca, me di cuenta que no tenía nada en los bolsillos
de mi saco. Poco a poco fueron apareciendo unos espectros que también bailaban
solos. De aquellas fosforescentes tinieblas apareció entonces una chica
vestida toda de negro y se puso a bailar conmigo. Pero la música invitaba
a otra cosa, a estar solo, a masturbarse, a arrojarse por una ventana. Ella me
estaba hablando, hablándole a mi boca, de pronto le colocó algo
a mi lengua. Yo entré por sus ojos y por su tráquea me deslicé
como si algo me empujara a traspasar su palidez. Luego otra vez reconocí
que estaba en el Hotel Lima, empecé a buscar la salida, al final del pasadizo
se hallaba Humareda bailando con Marilyn. Me iba acercando a ellos en una especie
de travelling, cuando inusitadamente Marilyn volteó y allí, conmigo,
cara a cara, encontré el rostro de Laura. En realidad lo que había
ocurrido era lo siguiente: Laura me pidió que la saque de la discoteca.
Afuera estaba garuando, caminamos lo más rápido hasta llegar a la
entrada de un edificio. Aquí vivo, me dijo; después me empezó
a besar desesperadamente. El portero encendió la luz. Corrimos. Esta vez
nos detuvimos en un jardín; bajo un árbol nos tendimos, la garúa
había cesado. Empecé a acariciarle sus cabellos mojados; desabotoné
su blusa negra, desabroché su sostén. Edificios tras casonas antiguas
y postes moribundos eran testigos mudos de nuestro primer encuentro. Un perro
como salido del infierno empezó a ladrar, pero al poco rato se calló.