Polaroids
Por
Álvaro Bisama
Revista
de Libros de El Mercurio, Viernes 25 de Marzo de 2005.
La foto los presenta a los dos y es conmovedora u horrible: Borges
y la Bombal se miran de frente. Data del 77. Jorge Luis Borges es
una especie de ciego que da palos de ciego —se cuadra con los militares
argentinos, recibe una medalla de Pinochet— y María Luisa Bombal
está vieja y cansada. Ambos parecen versiones de cera derretida
de sí mismos: él es una caricatura; ella luce deteriorada
y a años luz de esa aura de femme fatale o flapper
perfecta y atemporal. Y sorprende verlos así, inconscientes
de que alguien les hace un retrato, monstruosos en cierta forma.
La Bombal ha vuelto a Chile, ha retornado a Viña. Carga con
una especie de síndrome de Bartleby, de un silencio acompañado
de ciertos hechos de sangre. Borges ya es Borges, o más bien
se ha adaptado a la idea de ser lo que se espera de Borges: se equivocará
siempre en política, cerrará los ojos —con una ceguera
"amarillo patito" como apuntaría alguna vez RodrigoFresán—
y sostendrá el bastón y estará María Kodama—la
versión boom de Yoko Ono— a su lado, observando desde alguna
parte. Pero eso es el backstage. En la foto, María Luisa
le toma la mano a "Georgie" y es imposible saber de qué
hablan.
Para quien contempla la imagen es inevitable no mirar la cara de ella
con asombro. La Bombal parece salida de un cuadro de Goya, de una
pesadilla. Mientras él permanece impertérrito, es como
si ella — la mandíbula tensa, los ojos salidos, la cabeza emergiendo
del cuerpo estirada, como una tortuga que busca el sol— estuviera
a punto de quebrarse, de gritar, de saltar de un décimo piso
o prenderse fuego. Ya lo ha hecho antes: ha dejado de publicar, y
ha transformado su propia vida en una novela perfecta que otros contarán
como una leyenda o un murmullo. Ya no le importa nada. O le importan
pocas cosas. Y en la foto se nota. Ambos son sombras que hablan entre
sí. Fantasmas.
Hay algo de esotérico en la foto, que recuerda vagamente a
la luz proyectada por el ectoplasma. A lo mejor, tiene que ver con
que luego de la foto se aproxima el fin, el futuro. La Bombal se transformará
en una sombra escurridiza, incluso para sus biógrafos. Borges
jamás ganará el Nobel. Ella se encerrará en Viña
y la provincia, en alguno de esos caserones altos e imposibles —casi
extintos, por cierto— pero que son su propia versión del infierno.
O de la fuerza de gravedad de la que ha querido escapar siempre. Y
esa fuerza de gravedad la retendrá ahí hasta la muerte,
convertida en sus años finales en una especie de estrella enana
blanca que destella a veces en las páginas sociales rodeada
de hagiógrafos menores. Borges devendrá en una especie
de mito contradictorio pero también en una casa —o un palacio
o un laberinto— donde habitarán las letras latinoamericanas.
Habrá que olvidarlo para aprenderlo de nuevo.
La foto de ambos permanecerá ahí, perdida o reflotada
según la ocasión. Nunca será una postal. Se convertirá
en lo que se convierten las mejores polaroids: la clase de fotos que
nos sacan cuando no pensamos sacarnos una foto, los recuerdos de los
momentos muertos o del tiempo perdido, la memoria de lo que preferiríamos
omitir, no recordar jamás, inventar de nuevo.