El 6 de mayo se cumplió un nuevo aniversario de la muerte de
María Luisa Bombal, quizás la más intensa
de las escritoras chilenas contemporáneas. “De qué me
sirve ser autora de La amortajada cuando mi desesperación es
tan grande”, dijo
alguna vez la trágica enamorada de un piloto que escapaba de
ella y de los balazos que un día la escritora le descerrajó
en los pasillos del Hotel Crillón.
En una entrevista publicada en 1939, María Luisa Bombal admite:
“Cada uno lleva en el fondo de su alma una tragedia que se empeña
en ocultar al mundo”. Y luego zanja: “La tragedia que degenera en
violencia no es tragedia. Es un simple hecho de policía”. Tragedia
o hecho de policía, la ruina de los afectos será un
motivo primordial en la vida y la obra de la autora chilena. También
lo serán el abandono, el misterio de la existencia y la muerte:
tópicos universales escudriñados por la escritora a
partir de ciertos episodios biográficos que asomarán
con frecuencia. Personajes como la mujer anónima en La última
niebla (1935), Brígida en El árbol (1939)
y, sobre todo, Ana María en La amortajada (1938) traducirán
cautelosamente determinados fragmentos de la arrebatada existencia
de la Bombal.
QUERÍA MORIR, TE LO JURO
Es 1931 y la pálida muchacha de flequillo recto que cruza
el Atlántico mira todo con curiosidad. Con veinte años,
un metro 62 de estatura y menos de cincuenta kilos de peso, María
Luisa Bombal llega a Valparaíso a bordo del trasatlántico
“Reina del Pacífico”. Desde la cubierta divisa a su madre,
la viuda Blanca Anthes; a sus hermanas menores, las mellizas Blanca
y Loreto; y a Eulogio Sánchez, piloto, fundador de la Milicia
Republicana y amigo de la familia. “Tal vez amaba en ti ese patético
comienzo de destrucción. Nunca hermosura alguna me conmovió
tanto como esa tuya en decadencia”, dirá la protagonista de
La amortajada años después. Pero entonces la muchacha
que viene de París, donde ha pasado los últimos años
estudiando literatura en La Sorbonne, no prevé ningún
comienzo de destrucción. Ninguna hermosura en decadencia.
Algo en aquel hombre la conmueve y de inmediato surge la relación
afectiva. Sin embargo, una mañana Sánchez confiesa que
es casado y, aunque está separado de hecho, asegura que eso
dificulta su vínculo. María Luisa suele esperarlo en
su casa de calle Catedral como una novia clandestina, pero no quiere
dejarse vencer por el desánimo e intenta distraerse. Por esos
días nace su amistad con Pablo Neruda, quien la apoda “Abeja
de fuego”. Con él y otros amigos se reúne frecuentemente
en los cafés Venezia y Mozart. Aunque este nuevo eje va acercándola
a su incipiente oficio, la presencia (la ausencia, más bien)
de Sánchez es un ruido en su mente. María Luisa parece
vivir dos mundos: la algarabía del circuito literario y el
embotamiento de un amor no correspondido.
El derrumbe de la relación se impone veinte meses más
tarde: una noche el hombre invita a María Luisa y Loreto Bombal
a cenar en su casa. Al llegar, la escritora se excusa para ir al baño,
pero a mitad de camino se detiene en el escritorio. Ella sabe que
su amante tiene armas, y eso es precisamente lo que busca. En un cajón
encuentra una pistola y sin pensarlo apunta a su cabeza y luego al
pecho. Otra vez la cabeza y el pecho, la cabeza y el pecho, hasta
que el fogonazo estalla y la pólvora baña con una brisa
caliente su hombro izquierdo. El relato de La amortajada recreará
luego parte de su testimonio: “Saqué el arma de la manga de
mi abrigo, la palpé, recelosa, como a una pequeña bestia
aturdida que puede retorcerse y morder. Con infinitas precauciones
me la apoyé contra la sien, contra el corazón. Luego,
bruscamente, disparé contra un árbol. Fue un chasquido,
un insignificante chasquido como el que descarga una sábana
azotada por el viento (...) ¡Ay, no, nunca tendría ese
valor! Y sin embargo quería morir, quería morir, te
lo juro”.
A partir de entonces, María Luisa empieza a programar el olvido.
En septiembre de 1933 deposita sus manuscritos en una maleta y parte
a Buenos Aires, donde la espera el recién asumido cónsul
de Chile: su amigo Pablo Neruda. Poco a poco se va dejando cautivar
por lo más granado del mundo cultural porteño. Así
aparecen Federico García Lorca, Oliverio Girondo, Alfonsina
Storni, Victoria Ocampo y su querido Georgie (Jorge Luis Borges).
Entre escrituras y festejos, una noche conoce al escenógrafo
y pintor Jorge Larco, a quien vislumbra de inmediato como una especie
de cómplice artístico. Él, a su vez, se fascina
con la sensibilidad de la joven chilena.
A los 24 años María Luisa publica su primera novela,
La última niebla, y es celebrada por la crítica como
una de las voces más audaces y talentosas de la escritura femenina
contemporánea. El libro -que trata de una mujer embriagada
durante años por la pasión de algo que no sabe si fue
un sueño, un espejismo o un encuentro real- anuncia los tópicos
principales que encauzarán toda su narrativa: la precariedad
de la existencia, el difuso límite entre la vida y la muerte
y las tragedias minúsculas que, como ella misma dirá
más tarde, “cada uno lleva en el fondo de su alma”.
AZORÍN: UNA LATA
Tras La última niebla, la autora no para de escribir. Aunque
su refugio emotivo más rotundo está en las letras, la
relación con Jorge Larco se fortalece. O eso cree ella. Con
la vista torcida -y acaso cegada por el recuerdo de Eulogio Sánchez-
no recae en que esa pasión es imposible. Según admitirá
ella más adelante, el pintor es homosexual. Como sea, deciden
casarse. Y así se encuentran un día en su departamento
de calle Juncal mirándose sin saber qué decirse, agotados
tempranamente de esa unión fraternal. Poco tiempo antes, como
augurando su propia historia, María Luisa ha escrito en su
primera novela: “Noche a noche, Daniel se duerme a mi lado, indiferente
como un hermano. Lo abrigo con indulgencia porque hace años,
toda una larga noche, he vivido del calor de otro hombre”.
La ruptura con Larco se precipita y ella vuelve a la pieza solitaria.
En el muro tiene una foto de Neruda, quien ha sido designado cónsul
en Barcelona. A veces observa el reverso de la fotografía y
se anima con las palabras del poeta: “María Luisa adorada,
abeja de fuego, te beso en el corazón”. Aunque pasa la mayor
parte del día escribiendo, no abandona la vida social. Su amistad
con Borges es quizás el ancla más visible con el mundo
exterior. La madre del autor de El Aleph, Leonor Acevedo, la invita
a comer todas las semanas. Ahí, en casa de Borges, ocurre un
episodio de aguda complicidad que relatará en una entrevista
publicada años más tarde en María Luisa (Andrés
Bello, 1984), biografía escrita por Ágata Gligo:
“Estábamos comiendo una noche doña Leonor, Norah Borges,
su marido Guillermo de Torre, Jorge Luis y yo”, rememora. “Guillermo,
con su acento español, empezó a decir que los escritores
latinoamericanos no saben castellano, que no hay escritores en Latinoamérica,
etc. Esto delante de Georgie, que ya había publicado gran parte
de su obra poética, y delante de mí. La señora
Leonor y Norah se levantaron de la mesa, un poco avergonzadas; pero
Guillermo, no contento con lo que había dicho, fue a buscar
un libro de Azorín y empezó a leerlo en voz alta, para
enseñarnos lo que era el castellano. Al poco rato, preocupado
porque doña Leonor y Norah no volvían, se levantó
él también. Georgie y yo seguimos hojeando Azorín.
Este libro es una lata, dije yo. Es mucho mejor lo nuestro. Jorge
Luis me contestó: Tienes razón. Corrijámoslo.
Y empezamos. Poníamos los signos que se usan para la corrección
de las pruebas de galera, por ejemplo, cambiar adjetivo con sustantivo,
suprimir, invertir orden, etc. Le pusimos también notas marginales
como mal gusto, repetido, y tachamos párrafos enteros, escribiendo
otros en reemplazo. Georgie dictaba, y era yo la que escribía,
obediente (…) Al día siguiente, doña Leonor me llamó
temprano para decirme que no le abriera a Guillermo, que quería
matarme: el libro le había sido dedicado por el propio Azorín”.
Aunque María Luisa admite ser lenta, no deja pasar un día
sin escribir. Así lo hace hasta que en 1938 nace La amortajada,
su segunda novela. Con la misma prosa delicada que mostrara en La
última niebla, la novelista relata acá la historia de
una mujer que durante su propio velorio revisa su existencia, mientras
observa el comportamiento de los vivos que la visitan. La crítica
definitivamente la consagra. En su columna literaria de La Nación,
Alone cataloga a la autora como “una princesa de las letras”. Y el
propio Borges en Buenos Aires dictamina: “Libro de triste magia, deliberadamente
suranée, libro de oculta organización eficaz, libro
que no olvidará nunca nuestra América”.
Eufórica con sus nuevos textos, al poco tiempo comienza una
nueva relación afectiva. En Carlos Magnini, médico culto
y adinerado, ella busca tranquilidad; no pasión. Pero de inmediato
afloran los celos provocados por el fantasma de Eulogio Sánchez.
“¡Oh, la tortura del primer amor, de la primera desilusión!
¡Cuánto se lucha por el pasado en lugar de olvidarlo!”,
ha escrito en La amortajada. Magnini ofrece financiarle un nuevo viaje
a Chile. Es sólo un modo de apaciguar la irritación,
argumenta. Y ahí está la escritora, con dos novelas
y diez años después de aquel día en el “Reina
del Pacífico”, en la losa de un aeropuerto.
YO DISPARÉ, YO LO MATÉ
Una mañana, en Santiago, el matutino la golpea: es una fotografía
de Eulogio Sánchez y señora en las páginas sociales.
El piloto regresa al país luego de unos años de residencia
en Estados Unidos. “No. No lo odia. Pero tampoco lo ama. Y he aquí
que al dejar de amarlo y odiarlo siente deshacerse el último
nudo de su estructura vital. Nada le importa ya”, ha diagnosticado
en su ficción. María Luisa intenta no afectarse y llama
a Magnini a Buenos Aires. No alcanza a emitir ni una palabra; él
se adelanta: “Me casé hace quince días. Que le vaya
muy bien allá y en la vida”. Y enseguida cuelga.
La traición de Carlos Magnini y la fotografía de Eulogio
Sánchez se cruzan en un mismo vértigo. Es como una de
esas tragedias que, según dice ella misma, “cada uno lleva
en el fondo de su alma y se empeña en ocultar al mundo”. María
Luisa da con el número telefónico de Sánchez,
indaga su ruta cotidiana con suma exactitud y planifica. Elige el
céntrico Hotel Crillon como punto estratégico. El día
escogido, 27 de enero de 1941, ordena que le suban un cointreau a
su habitación. En su garganta se atasca el aire pesado. La
ventana del Crillon anuncia el movimiento callejero como si fuera
la pantalla de un cine. Y en medio de la tarde lo ve: Sánchez
camina moviendo las caderas igual que una marioneta. De golpe, la
autora de La amortajada se encuentra tras él con sus brazos
horizontales apuntándolo, pensando en matar así su mala
suerte. Luego sólo escucha el ruido seco que provocan sus tres
disparos. Sánchez cae frente a ella. “¡Yo disparé,
soy la única culpable, yo lo maté”, grita orgullosamente.
Pero su exactitud con la pistola no es la misma que con las palabras,
y Eulogio Sánchez sólo está herido.
Tras cuatro meses de reclusión, la escritora queda en libertad.
Se considera que ha actuado privada de sus facultades mentales. “De
qué me sirve ser autora de La amortajada cuando mi desesperación
es tan grande. Nunca tuve tino en el amor. Ése es un hecho.
Al enamorarme perdía un amigo y lo reemplazaba por una tragedia”,
se lamentará en una entrevista concedida a Hans Ehrmann en
1962. Con la tragedia a cuestas, sigue escribiendo. Más tarde
se traslada a Estados Unidos, se casa con el conde Fal de Saint Phalle,
sufre de alcoholismo, no deja de escribir. Saint Phalle muere a fines
de 1969 y poco después ella regresa a Chile.
Es probable que al enterarse del fallecimiento de Eulogio Sánchez
en un accidente aéreo sintiera una especie de alivio. Pero
ya era tarde: a María Luisa Bombal, como a la protagonista
anónima de La última niebla, se le ha ido la
vida buscando un amor que acaso no haya sido más que un sueño
o un espejismo. A pesar de la grandeza de su obra, la autora no ha
podido ni podrá escapar nunca a la sentencia que uno de sus
personajes fijó tempranamente, como firmando un pacto con la
tragedia: “¿Por qué, por qué la naturaleza de
la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje
de su vida?”. El 6 de mayo de 1980, un coma hepático la fulmina
y muere sola, a las tres de la madrugada, en una pieza del Hospital
del Salvador.