Ana
Karenina
Por
Marcelo Mellado
Artes y Letras de El Mercurio,
Domingo 6 de Agosto de 2006
Leo
unos episodios de Ana Karenina, el insomnio me impone los clásicos. Me
entusiasmo con un baile aristocrático, pleno de miradas y encajes, valses
y mazurcas; me encanto con la escena, y no por su contenido "psicológico",
sino por la voluntad, narrativa, de intervenir éticamente la historia,
la del relato y la otra. También me fasciné con un personaje, Levin,
un aristócrata rural que además de sus labores productivas, escribe
un tratado de economía agraria. Levin hace un paseo por el campo luego
de volver de Moscú, victimado por un amor no correspondido, que mitiga
su dolor con sus rasgos paradisiacos. El relato se interna en varios aspectos
técnicos propios de las labores agropecuarias, que estarían en la
base de su utopía.
El género novela es tributario del discurso
amoroso o es la 'escenificción' de un quiebre afectivo en que un sujeto
sufre por una distancia dolorosa con ese objeto de amor que no quiere estar para
él. Yo tuve una experiencia rural escritural en que partí tolstoianamente
y terminé en la más flaubertiana, a lo Bouvard y Pecuchet. Al parecer
correspondió a un error de lectura, nuestra ruralidad no es la del exilio
salvífico, sino un campo de citas y batallas entre civilización
y barbarie, o entre dos barbaries, para ser más exactos: la agroindustria
y las parcelas de agrado.
El narrador omnipotente tolstoiano, como corrector
moral, nunca tan arrogante como el narrador nihilista contemporáneo, será
el paradigma de una historia que pretendo escribir sobre la batalla de Placilla.
Para ello, me recomendó mi editor, debo leer detalladamente los relatos
de batallas de La Guerra y la Paz. Las almohadas del insomnio serán
el campo de citas de una ficción trágica.