Antes
de alférez
Por
Marcelo Munch
Se cuenta que doña Catalina de Erauso desperdigó maldiciones
por toda parte. Que nada sobre la faz de la tierra podía contener
su iracundo carácter, ni la fortaleza de su espíritu.
Que nadie se podía interponer a sus propios deseos, ni las
enormes murallas del convento San Sebastián de las monjas dominicas
de su ciudad natal, ni las largas faldas con las que fue obligada
a vestir y que ella misma terminó por desechar.
Pasó a ser entonces por el ímpetu de sus movimientos
desde San Lúcar de Barraneda hacia América Latina,
y luego por las orillas de Panamá, Paita y Lima, don Pedro
de Orive, Francisco de Loyola, Alonso Díaz Ramírez de
Guzmán, y Antonio de Erauso. Doña Catalina de Erauso
entonces supo de mundo, pero el mundo ya no más supo mucho
de ella.
Desde pequeña su contextura rompía todas las reglas
habidas y por haber, y como hija de familia distinguida católica
apostólica romana de un tal don Miguel de Erauso nada menos
y de doña María Pérez de Gallárraga y
Arce Dios la tenga en su santa gloria, verter votos dentro del convento
era tan bien visto como ser desposada por el hijo del comendador dado
que el Diablo o quizás qué diablos fue lo que metió
la cola, doña Catalina no resultó agraciada, ni graciosa,
ni agradecida, por tanto, al convento las maletas, o el baúl,
en este arcano caso. Sin embargo al cumplir 15 años doña
Catalina escaló la tapia, vivió tres días en
el bosque comiendo frutas y bichos, se vistió de hombre, y
el convento nunca más supo de sus pasos. Sus notorios rasgos
poco femeninos, su elevada estatura y la hosquedad de sus facciones,
ya saltaban a la vista, por la que la idea de permanecer como hombre
resultó providencial, amén de la evidente desventaja
por parte de las damas para las aventuras.
Así afirman los archivos que ya a corta edad se embarcó
como mozalbete a las américas, y ya en 1619 viajó a
Chile formando parte de las tropas que ese año partieron desde
Lima a luchar en la Guerra de Arauco, distinguiéndose en varias
acciones militares por su valentía y audacia. Sin embargo,
el carácter inquieto de su espíritu obedecía
a razones que los archivos históricos no han podido corroborar.
Sus ansias pendencieras la obligaron a alejarse del Reino de Chile
llevándola a Tucumán primero, el Cuzco, Huamanga, y
luego, después de innumerables duelos, riñas y crímenes,
después de haber sido condenada a muerte, ser prófuga
de la ley por años, y herida casi mortalmente lo que la llevó
a admitir ante un sacerdote su verdadero sexo y nombre, años
más tarde recaló en Europa, España, Italia, y
luego Roma buscando la indulgencia del Papa Urbano VIII, quien la
autorizó a continuar vistiendo ropajes masculinos, siempre
y cuando dejara para el olvido sus correrías camorreras y criminales.
Veinticinco años después la nostalgia por sus américas
aún seguía latente en su pecho, por lo que volvió
a embarcarse, esta vez como hombre, hombre de paz con rumbo a México,
para así dedicarse al transporte y morir en 1650, cristianamente,
lejos del mundanal ruido, en el pueblo de Quitlaxtla, cercano a la
ciudad de Puebla, bajo su viejo hábito masculino y el nombre
de Antonio.
Lo que salta a la luz de este extraño personaje que mucho tiempo
se comportó como peligroso pendenciero sin entrañas
ni misericordia, que hizo gala de una conducta despiadada y cruel,
no es sólo la posibilidad de conjeturas que deslinda su enigmática
figura, más cuando tal vez finalmente sólo se tratase
de un desadaptado, o desadaptada, una personalidad desquiciada y neurótica
a quien los años, o incluso la fe, le llevaran a la reflexión
a tal punto que incluso escribiera sus propias memorias, lo que salta
es que no haya mayor análisis al respecto, y lo poco que hay,
no tiene la repercusión ni a corto ni a largo plazo de otros
que bien digámoslo con sus letras, aparecen hasta en la sopa.
Sabemos a ciencia cierta de innumerables personajes y personajillos,
muchos de ellos sin mayor relevancia que la de haber sido alcanzados
por extrañas circunstancias geográfico-temporales, pero
que sus vidas como tales, no resultan más que intrascendentes
y peones de limitado perfil, incluso peor, sendos parásitos
que se apropian descaradamente de los hechos como si fueran suyos
cuando no han hecho nada más que ocultarse bajo la mesa invocando
clemencia, pero en este caso, de Catalina Arauso, 1592(1585) -1650,
bien poco sabemos.
Tal vez demasiada verdad junta no nos gusta. Tal vez preferimos compartir
penurias y tomar partido públicamente con el buenito de la
película.