La primera vez que
lo besé, me sentí como en un sueño, rodeada de flores y gente que me
sonreía, fue hermoso, nunca me había sentido así. El era perfecto,
además me regalaba Rosas Amarillas.
Muchas veces decía
cosas sin sentido, que le gustaba la pobreza porque lo trataban como
gente, que los ricos eran infelices porque los trataban como a
jarrones de porcelana china. Mis amigos comentaban, casi todos lo
creían estúpido, pero para mí era todo, joven y sabio, hermoso,
audaz.
La primera vez que
quise entregarme no tuvo valor para tocarme siquiera, estábamos solos
en medio de una habitación suntuosa y él encendió las velas, acomodó
los almohadones y me invitó a sentarme en el suave colchón que había
ocupado toda mi atención, entonces me sentí pequeña entre tanto
espacio. Me había desvestido y esperaba sus caricias, me dio una copa
y se sentó a mi lado.
Brindemos – dijo –
a salud de los que critican.
Puso luego su copa
sobre la mesa de noche, tomó la mía y la situó junto a la suya, estaba
tensa.
He sentido tus
manos ¿por qué tiemblan?
No sé, los nervios supongo –
contesté.
Puso mis manos
entre las suyas y las acarició.
Tienes las manos
ásperas – me dijo.
No es por mi gusto – respondí - ¿Te gustan las
mujeres con las manos ásperas?
Sí – sonrió.
¿Por qué?
Son más
dulces, más honradas, más hermosas.
¿Así como las madres? Todas las
madres son hermosas.
No todas, la mía no lo es – dijo, Tiene el
pelo desgreñado, siempre anda con la saya retorcida y apenas sabe
hablar, pero es dulce, demuestra el amor a su forma, tiene las manos
ásperas de tanto demostrarlo.
Mi madre no – dije – mi madre juega
todo el tiempo en un campo lleno de rosas amarillas, viste de blanco y
suelta su cabello rubio y el viento la mece, tiene los labios finos y
las manos suaves, yo la veo cada noche en mis sueños.
¿Y tú tienes
las manos ásperas en su lugar? – dijo a la par que acariciaba mi
cabello.
Bajé la cabeza, me
avergoncé de todo lo que había dicho, él tomó mis manos y las
besó.
Son hermosas –
dijo – jamás te avergüences de tus manos porque cada grieta es parte
de tu vida, de tu valor, de tus penas y yo me arrodillo ante
ellas.
Fue esa la primera
vez que me sentí hermosa, acaricié su cabello gris, le atusé el bigote
y le quité los espejuelos.
Tienes sólo veinte
años y eres tanta mujer – exclamó.
Fue ese el final
de mis penas, de todos los prejuicios. Veía su cabeza gris acercarse y
era como si se me abrieran las puertas del paraíso. Salía a caminar de
su mano orgullosa y en la otra, un ramo de rosas amarillas, no me
importó más sentirme agotada, acabada, porque no me sentí más
así.
Llenó mi vida de
risas, de ensueños y me juró mirándome a los ojos, y entre nosotros
unas rosas amarillas, que jamás me sentiría sola otra vez, me lo juró
y le creí.
Pero maldita la
vida, que se complace en destruir a los pocos que hemos sido felices,
tanto que me enalteció, tanto que me derrumbó luego. Después de tantos
años, cuando más parecía que me amaba se alejó y me pidió que no lo
acompañara. Ahora está aquí, frío y gris, tan lejano de mi vida, con
sus ojos azules perdidos en una tristeza inmensa,
Ahora lo cargan,
se lo llevan y yo me quedo, lo miro andar por los aires, entre los
brazos de tanta gente, y luego alguien dice algo, se escucha un
murmullo, el ruido seco de una soga que roza con la tierra, y me mira
mientras se va oscureciendo, con sus ojos me dice que me ama y sobre
su pecho se asoman los vivaces pétalos de rosas amarillas y en mi
mejilla una lágrima, sobre mi cara un velo, sobre mi corazón una
sombra, una pena y en mi mano un ramo de eternas rosas amarillas que
le dicen adiós.