Por Víctor
Montoya
He pensado varias
veces en el significado cabal de este cuadro de Edvard Munch,
el pintor noruego que nació diez años después que Vincent van Gogh y
veinte años antes que Franz Kafka. Lo he mirado de arriba a abajo, de
izquierda a derecha, de anverso a reverso, y no he encontrado más que
una profunda melancolía hecha a brochazos y una rara sensación de que
su personaje, de espaldas al espectador, huye hacia un rumbo
desconocido, sin revelarnos su rostro ni su nombre.
Desconozco las
circunstancias en que se pintó este cuadro y las razones que motivaron
a su autor a plasmarlo en este lienzo, conservado en una colección
privada de Bergen. Sin embargo, de entrada, debo confesarles que me
bastó mirarlo una sola vez para comprender que este cuadro
expresionista, que refleja la conciencia atormentada del hombre
contemporáneo, es la radiografía de mi mundo interno, pues, desde que
tengo uso de razón, no recuerdo otra cosa que la melancolía y la
soledad que marcó mi vida; más todavía, cuando contemplo detenidamente
los detalles de este cuadro, donde el espectador siente el hálito
desgarrador de una tragedia nacida del mismo hecho de existir, me
reconozco en ese hombre solitario, sombrero alto y abrigo negro, que
avanza en dirección opuesta a los demás, como un pez extraño que nada
contra la corriente, desafiando a las fuerzas naturales y
desobedeciendo los dictados de la razón.
Así como este
personaje, que eligió el camino de la soledad en medio de una aureola
de misterio que envuelve su vida —y que lo acompañará hasta la
sepultura—, me he sentido varias veces, hasta que me hice escritor de
cuentos tristes, consciente de que la soledad, más que ser una especie
de enfermedad letal, es una suerte de libertad, aunque esta afirmación
le extrañe a más de uno.
Soy perfectamente
capaz de pasarme días enteros solo, encerrado en un cuarto y entregado
a la satisfacción que me proporciona la lectura ininterrumpida o a la
simple manía de escribir, por la sencilla razón de que la soledad,
elegida voluntariamente, es también un modo de existir y disfrutar de
la felicidad, puesto que el silencio, como el sosiego, constituye un
elemento indispensable en el proceso creativo, sobre todo, si uno se
siente incapaz de escribir en medio del mundanal bullicio y el ajetreo
desmedido de la gente.
Tantas veces he
mirado este cuadro, donde desfilan los arquetipos de la angustia y la
desolación humana, tantas veces me he encontrado conmigo mismo y con
esa soledad que parece un círculo imposible de cuadrar o una metáfora
imposible de descifrar. Y, aunque a ratos me he preguntado el porqué
de esta inclinación hacia el silencio y la marginación, llegué siempre
a la misma conclusión: creo que tuve una infancia muy triste, muy
hermética. Hasta los 12 años fui de una timidez patológica y mi
adolescencia estuvo poblada de pesadillas y alucinaciones
desbordantes. De ahí que gran parte de mi obra refleja tragedia, pues
casi todos mis personajes están condenados a la muerte. Ninguno
sobrevive como los héroes de la literatura clásica, donde el
personaje, luego de vencer los obstáculos que le plantea la vida real
o la ficticia, viven felices por el resto de sus días. En mi
literatura, por el contrario, no hay príncipes ni bellas durmientes,
sino una serie de personajes atormentados que nos miran y sonríen
desde otro lado de la vida. Tal vez por eso, mis textos son una suerte
de delirio o un grito que se alza desde el fondo del alma. No
obstante, como todo escritor cuya literatura está motivada por una
necesidad interior irresistible, sigo construyendo puentes
imaginarios
por donde transitan los personajes reales y ficticios que pueblan mi
vida, y que, una vez fermentados en los sueños, se aparecen
fantasmagóricamente entre las líneas de todo cuanto escribo.
Debo afirmar, sin
resquicios para la duda, que mi infancia determinó el curso de mi
vocación literaria, mi dislexia en la lectura y la escritura inicial
y, por supuesto, mi carácter hosco y huidizo, pues aun teniendo
inclinaciones políticas y pasiones sencillas como la gente corriente,
he sido uno de esos seres que van por el mundo huyendo del mundo, con
una timidez hasta extremos inimaginables. Con el transcurso del
tiempo, me convertí en un experto en el arte de huir de los demás,
aquejado por una fobia a las aglomeraciones públicas y al avispero de
voces. Quizás por eso, los escritores y artistas que viven recluidos
en la soledad me seducen apenas entro en contacto con sus obras, como
con este cuadro de Edvard Munch, quien, aferrado a otro tiempo y
lugar, parece recordarme que uno es profeta de la soledad en su
soledad.
Por suerte, en el
largo túnel del silencio, me sentí acompañado por las obras de Borges,
Onetti, Pessoa, Rulfo, Joyce, Kafka, Proust, Beckett, Saenz y por
tantos otros que eligieron vivir en un mundo hecho de imágenes y
palabras, donde la soledad heterónoma, además de alcanzar una
dimensión metafísica, revela los misterios de la vida, de la muerte y,
por qué no, del amor, puesto que tanto sus vidas como su obras exaltan
los laberintos sin salida, por donde vagan esos seres complejos que,
desde un principio, están destinados a vivir entre las brumas del
misterio y la marginalidad. Me estoy refiriendo a esos autores que,
incluso al final de sus vidas, se enfrentan solos a la muerte, y que,
alejados de las falsas adulaciones, prefieren que hasta su entierro
sea un acto absolutamente privado, sin grandes ceremonias ni discursos
a su memoria.
Con todo, este
cuadro de Edvard Munch, que representa la periferia en el
centro, me devuelve la confianza de que a veces vale la pena
avanzar contra la corriente.