Cuando las dictaduras militares latinoamericanas
asolaban sus países, los lectores buscamos desenfrenadamente libros que,
de algún modo, fuesen análogos al ”Tirano Banderas” del escritor español
don Ramón María del Valle-Inclán, quien, estando de viaje por México,
fue impactado por los movimientos insurgentes y sus poblaciones
fascinantes, cuyas gentes y giros idiomáticos se reflejan en su
producción literaria, con una deformación grotesca de la realidad social
y la personalidad humana.
La historia de América Latina es, contrariamente a lo que muchos se
imaginan, la historia de las dictaduras civiles y militares, que
asaltaron el poder desde los primeros decenios del Siglo XIX: Manuel
Rosas, en Argentina; Mariano Melgarejo, en Bolivia; José Gaspar
Rodríguez de Francia, en Paraguay; Porfirio Díaz, en México; Rafael
Leónidas Trujillo, en la República Dominicana…, cuyos dichos y hechos
-casi siempre deplorables-, que no conocen límites excluyentes entre la
realidad y la fantasía, aparecen expuestos en las obras de los
novelistas contemporáneos: en “Yo el Supremo”, de Augusto Roa Bastos;
“El recurso del Método”, de Alejo Carpentier; “El señor Presidente”, de
Miguel Angel Asturias; “Oficio de difuntos”, de Arturo Uslar Pietri; “El
dictador suicida”, de Augusto Céspedes”; “La fiesta del Chivo”, de Mario
Vargas Llosa, “La tempestad y la sombra”, de Néstor Taboada Terán y en
“El otoño del Patriarca”, de Gabriel García Márquez, quien confesó haber
leído durante diez años la biografía de varios dictadores, antes de
escribir su novela, en la cual recrea a un dictador con los pedacitos de
los dictadores latinoamericanos.
Ahora bien, escribir sobre dictadores es siempre un desafío contra el
tiempo y la memoria, porque la vida de un dictador no sólo pesa en la
mano y la conciencia, sino que, además, constituye la metáfora más
perfecta del poder absoluto, donde el hombre se enfrenta en soledad a la
grandeza y la miseria, a la gloria y la derrota. En cualquier caso, en
nuestras repúblicas, que vivieron a caballo entre la tiranía y la
anarquía desde las guerras de la independencia, el dictador es un tema
constante en la literatura, debido a que estas figuras, que se proyectan
como sombras sobre la historia de los pueblos, están inmersos en la
identidad latinoamericana, en la memoria colectiva y, por lo tanto, en
el texto y contexto de las obras de ficción, donde los personajes cobran
autonomía con respecto a las figuras históricas que las inspiraron, como
es el caso de la novela “Yo el Supremo”, cuyo protagonista, arrancado de
la realidad, es el Doctor Rodríguez de Francia, Dictador Perpetuo del
Paraguay.
De otro lado, en mi condición de escritor proveniente de un país que
experimentó dictaduras arropado en las banderas de la libertad, debo
confesar que leer la biografía de los dictadores es un acto más simple
que escribir sobre ellos, puesto que la lectura, aun siendo un acto que
requiere tiempo y paciencia, es siempre un modo de distraer la mente,
sobre todo, cuando la vida del dictador está salpicada de anécdotas que
a uno le deparan la satisfacción que muy raras veces se encuentran en
otras lecturas. Es decir, aunque no todos los dictadores acaban sus días
como en “El otoño del Patriarca”, envejecido y desolado en un palacio
lleno de vacas, tienen, al menos, la ocurrencia de haber forjado un
mundo personal lleno de asombro y maravilla, en medio de un reguero de
muertos, desaparecidos, hambrientos y analfabetos.
Considero también que, durante el acto de escribir, resulta tan
difícil -acaso imposible- hablar con voz de dictador como encarnar a un
ser omnipresente aferrado al poder absoluto. No obstante, este tema
sigue siendo caldo de cultivo para quienes están dispuestos a llevar la
realidad histórica al límite de la ficción y la personalidad del
dictador al nivel del mito imperecedero, aun a riesgo de convertirlo en
figura emblemática de un grupúsculo de partidarios fanáticos, pues el
discurso literario de la novela, así esté basado en la biografía de un
personaje histórico concreto, se distancia del género documental tanto
por el estilo como por el tratamiento del tema.
Con todo, a los escritores latinoamericanos sólo nos queda reconocer
que, como bien dice García Márquez, la realidad es mejor escritor que
nosotros. “Nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de
imitarla lo mejor que nos sea posible”. En efecto, la realidad es la
realidad, que a menudo supera a la ficción, y la vida de un dictador,
además de ser un golpe a la lógica y la razón, como en el caso de
Pinochet, Videla o Stroessner, es la demostración de lo que le ocurre al
hombre cuando sus relaciones no pueden desarrollarse de manera natural;
cuando, para sustituir a la unidad familiar o a la fe religiosa, sólo es
posible la adhesión al poder, encarnado en un personaje que se mueve
entre la luz y las tinieblas, entre el sueño y la pesadilla, entre la
realidad y la fantasía.