1. El autor y
la obra
El autor es su
obra. A través de ella refleja su vida, lo que piensa y lo que siente.
Cada uno de sus personajes es un fantasma que le brota desde el fondo
del alma. El escritor, además de esconderse detrás de lo que escribe,
está diseminado entre los personajes de su obra; ellos cargan a
cuestas los pedacitos del autor, ellos son los portavoces de su fuero
interno y ellos realizan las aventuras que concibe en la imaginación,
aunque ninguno acabe siendo su retrato más perfecto. Basta leer una
obra literaria para identificar al autor que se refugia detrás de las
páginas impresas, pues los personajes literarios, como las obras de
arte, son simples medios que canalizan los pensamientos y sentimientos
de su creador.
La literatura, aun
sin llegar a ser demasiado intimista, está revestida de la
personalidad secreta del autor, quien habla con la voz prestada de sus
personajes; de otro modo, el escritor estaría condenado a sobrevivir
con toda la carga emocional e intelectual que le pesa en la vida y la
conciencia. La literatura, en el fondo, es una suerte de válvula que
permite airear los sueños y las pesadillas.
No es casual que
el escritor, que crea una obra en sus instantes de mayor lucidez
intelectual, obedezca a impulsos interiores y a la necesidad de
expresarse mediante la palabra escrita, pues el mismo hecho de
escribir constituye un acto que se desata desde la intimidad, con la
esperanza de hacer ecos en el pensamiento y el corazón de quienes se
identifican —consciente o inconscientemente— con las sensaciones y
experiencias que le transmite el autor. Además, si la literatura es
una forma de conocimiento, entonces debe tratarse de conocer al autor
a través de su obra, penetrando en sus tinieblas, descubriendo sus
sueños y fantasías. Ésta es la fuerza de la literatura, la fuerza de
la ilusión, la fuerza del sueño. Ya que si el hombre es todavía capaz
de alimentar sus ilusiones, si es todavía capaz de soñar, entonces es
un hombre libre.
2. Las
preferencias
De entrada, y sin
perder fuerza ni autoridad moral, debo manifestar que no creo en los
autores que escriben con trivialidad e indiferencia; por el contrario,
prefiero la literatura que está escrita con pasión y hasta con
dramatismo, y prefiero a los artesanos de la palabra escrita que crean
sus obras impulsados por una necesidad vital; algunas veces, por
subvertir el orden establecido por los poderes de dominación y, otras,
porque no les queda más remedio que escribir para sobrevivir a su
propia realidad.
No creo en la
literatura por la literatura, en eso de que es lo mismo escribir sobre
el filamento de un foco que escribir sobre las grandes pasiones
humanas. Tampoco creo en los escritores a sueldo, en quienes se
someten a los dictados de una corriente de moda y actúan como peones
de la industria editorial, que convierte al escritor en un “slogan de
marketing” para satisfacer la demanda de los consumidores y amasar
jugosas ganancias a nombre de la literatura; prefiero a los autores
que escriben sobre los temas que les dicta el corazón y en la
literatura de quienes tienen un compromiso con su realidad y su
tiempo.
3. Persecución
y censura
Sé que la
literatura es una forma artística que puede transgredir las normas
establecidas en una sociedad desigual y competitiva, quizás por eso,
las clases dominantes han intentado reducirla a un mero “estetismo”,
pues temen que se convierta en un instrumento tan reivindicativo como
es el púlpito o la tribuna parlamentaria. De ahí que las instituciones
del Estado, casi en todas las épocas y lugares, han perseguido a los
escritores que se han declarado partidarios de las fuerzas del cambio;
sobre ellos se han dictado censuras y condenas de muerte, aunque la
historia ha demostrado que las grandes creaciones literarias
pertenecen, frecuentemente, a los sujetos que fueron rechazados por su
actitud contestataria. No obstante, las grandes obras de nuestra
civilización, que empezaron como obras marginales o subversivas, se
han convertido, con el transcurso del tiempo, en el vivo testimonio de
un pasado oscurantista y retrógrado, que censuraba la fantasía y la
libertad de expresión del artista.
Asimismo, los
poderes de dominación tienden a acallar a los escritores rebeldes y a
cuantos se identifican con la causa de los desposeídos. La prensa
burguesa se empeña, una y otra vez, en desconocer su existencia y en
quebrantarles la cerviz. Los escritores que se niegan a ser escribanos
de los dueños del poder, corren el riesgo de ser silenciados y, en
consecuencia, marginados del debate y de las corrientes avaladas no
sólo por las instituciones culturales, sino también por los regímenes
de turno, que convierten a los escritores en una suerte de lacayos al
servicio de sus intereses, anulando de este modo su independencia de
crítica contra quienes, amparados por la ley del más fuerte y la
impunidad, cometen atropellos de lesa humanidad.
4. El
compromiso social
Estoy consciente
de que la literatura no cambia el curso de la historia ni la conducta
esencial del ser humano, ya que de poseer esta virtud, el mundo sería
un paraíso y el hombre habría dejado de ser el lobo del hombre. Sin
embargo, así la literatura no tenga el poder de transformar las bases
estructurales de una sociedad decadente ni la conducta —casi siempre—
desastrosa de la gente, al menos nos permite testimoniar las
vicisitudes de nuestro medio y nuestro tiempo.
El escritor, como
cualquier otro ciudadano preocupado por los acontecimientos políticos
que sacuden los cimientos de la sociedad en que vivimos, no está
eximido de asumir un compromiso social, sobre todo, cuando se vive en
un mundo de vertiginosas transformaciones. El escritor no es ajeno a
su realidad desde el instante en que intenta describir o explicar lo
que sucede en su entorno y, por decir de otra manera, desde el
instante en que trata de convertir en palabras todo lo que ve, oye o
siente.
El escritor,
impulsado por su gran sensibilidad social, es un individuo capaz de
inclinarse instintivamente hacia las grandes causas humanas y ser
consciente de las injusticias, y por mucho que viva como Don Quijote
—el caballero de la triste figura, el loco soñador que luchaba contra
los molinos de viento en defensa de sus nobles ideales— no abandona
sus convicciones de justicia y libertad: libertad política frente a
las tiranías, libertad de crítica frente al fanatismo de cualquier
secta política o religiosa, libertad moral y exaltación de los
derechos del corazón frente a los prejuicios sociales, sexuales y
raciales, libertad de creación frente a los preceptos esquemáticos del
pasado y el presente.
En la actualidad
se discute con calor si es legítimo o no que el artista, como tal, se
inhiba de tomar partido en las contiendas políticas e ideológicas. Los
llamados defensores de “el arte por el arte” se enfrentan a los
paladines del “arte comprometido”, arguyendo que el arte está al
margen de la problemática social, sin considerar que el escritor, aun
sin llegar a ser un personaje importante e influyente en la vida de la
sociedad, es un individuo cuya obra está ligada a una época y a un
contexto determinados. Por eso mismo, no existe escritor que esté
enteramente desvinculado del acontecer sociopolítico de su tiempo y de
su medio.
A lo largo del
siglo XX han fracasado varias corrientes ideológicas y alternativas de
gobierno. Empero, no entiendo por qué el fracaso de ciertas ideologías
totalitarias tenga que ser un obstáculo para asumir un compromiso con
el destino de los desposeídos y, en concreto, de los pueblos que
requieren del concurso de quienes se consideran “trabajadores de la
cultura”.
En lo que a mí
respecta, no tengo ningún motivo, ni interno ni externo, para
renunciar a mis principios ideológicos ni dejar de sentirme un
escritor comprometido con la causa de los marginados. Yo escucho el
eco de mi conciencia y sigo los pasos de mi corazón, pues a estas
alturas de la historia no es lo mismo ser que no ser. Es decir,
prefiero tomar partido por quienes están abajo y hacer que mi
literatura, aun no siendo tan magnífica como la de Homero, Cervantes o
Shakespeare, sea un modesto aporte en el ámbito social, un modo de
comunicar mis pensamientos y sentimientos al mayor número de lectores.
Sé que no es tarea fácil, pero tampoco imposible.
5. Entre la
soledad y el romanticismo
Creo que desde muy
joven me sentí atraído intuitivamente por la vida de los personajes
que son distintos a los demás. No es extraño que sienta un respeto
profundo por la personalidad de Greta Garbo, quien vivió y murió
rodeada por una aureola de misterio que constituyó la constante de su
vida. “La Divina” nos enseñó que el silencio, a veces, tiene más
palabras que el discurso sobre el silencio; más todavía, siempre me
imaginé que los escritores solitarios son diferentes a los demás,
incluso en su forma de hablar, caminar, sentarse y beberse una copa de
trago, ya que tanto el estilo de sus vidas como sus obras exaltan la
soledad y el laberinto sin salidas, donde habitan los seres destinados
a vivir entre las brumas del olvido, alejados de una sociedad hecha a
golpes de espectáculo y publicidad.
Admiro a los
escritores periféricos que, además de poseer el coraje de quitarse los
chalecos de fuerza que les impone su entorno social, toman el camino
de la soledad, quizás porque les resulta más cómodo o, simple y
llanamente, porque padecen de la “fobia de ágora”, pues incluso al
final de sus vidas deciden enfrentarse a la muerte como caballeros
solitarios, y, aunque algunos de ellos no dejan ni siquiera un
testamento para la posteridad, prefieren que hasta su entierro sea un
acto absolutamente privado, sin discursos ni ceremonias a su
memoria.
Cómo no admirar la
vida y obra, entre otros, de Kafka, Joyce, Vallejo, Pessoa, Onetti,
Rulfo y Saenz, si fueron seres que escribían al margen de los dictados
literarios de su época y hasta poseían una personalidad distinta a la
de sus contemporáneos. No cabe duda, eran seres que vivían
obsesionados por el silencio y el olvido; eran tímidos, introvertidos
y muy poco dados a la espectacularidad. Y, sin embargo, nunca los
consideré seres “asociales”; por el contrario, los imaginaba
solitarios y solidarios a la vez, ya que el hecho de llevar una vida
retraída y dedicada al quehacer literario no implica estar
incapacitado para interpretar el dilema del hombre moderno: la
elección entre la libertad y la esclavitud, la tristeza y la alegría,
el odio y el amor, el deseo y el deber.
No es casual que,
en mis horas de soledad y silencio, me identifique con el espíritu
romántico del siglo XIX, con esa suerte de tristeza, melancolía,
ansiedad y nostalgia, entre otras cosas, porque no estoy de acuerdo
con una sociedad injusta y competitiva, cuya rigidez y
convencionalismos hacen que resulte, si acaso no imposible, difícil
vivir inmerso en ella; mas no por esto el escritor deja de ser un
hombre intrépido cuya vida es, unas veces, una constante lucha con el
mundo que le rodea y, otras, con la realidad conmovedora de su mundo
interior.
En cualquier caso,
no tengo nada que reprocharles ni cuestionarles a los escritores
románticos; por el contrario, admiro su gran desprendimiento de amor y
rebeldía, ese desasosiego constante que expresa la fuerza de su
tristeza y su hondo sentimiento de soledad, como en el caso de Keats,
Bécquer y Lord Byron, éste último, un romántico por excelencia, cuya
personalidad rebelde e impetuosa influyó decisivamente en los
escritores modernos; primero, porque su obra expresa lo que sentía su
corazón —casi siempre emocionado por el soplo del amor— y, segundo,
porque su vida era el reflejo de su forma de combatir contra todo lo
que se tiene por verdad inmutable en el terreno de la creación
artística.
Sé de sobra que el
romanticismo es una actitud ante la vida, un modo de ser y de actuar
en la sociedad, no sólo porque este tipo de escritor sea un hombre
solitario y silencioso al que arrastra un destino fatal, sino también
porque en la profundidad de su personalidad, como en el de sus
personajes literarios, se esconde un hombre generoso y tierno, que
sueña en el amor y la libertad, aunque la tristeza y decepción lo
llevan a buscar el aislamiento y la soledad, donde la naturaleza, en
el mejor de los casos, resulta ser su única amiga y confidente. Por
eso mismo, siendo la soledad una de las piedras de toque de esta
corriente literaria, no es raro que el romántico vea reflejada la
melancolía de su espíritu a la hora del ocaso, en la hojarasca del
otoño, en la desolación de la luna y en los cielos constelados de la
noche. Ya se sabe que unos sucumbieron en el campo de batalla, otros
en duelo, algunos se suicidaron y unos pocos enloquecieron. Pero
ninguno se arrepintió de lo que hizo. Cada cual asumió con
responsabilidad sus actos, quizás porque vivían enamorados de la
muerte y creían en la paz de la soledad y los
sepulcros.
6. La libertad
de creación
Rechazo las
escuelas literarias, las reglas a las que debe someterse la obra
literaria, y propugno el vuelo libre de la fantasía, dejando que las
ideas se desplieguen contra toda clase de tiranía personal o
literaria; más todavía, si la crítica del arte y la literatura están
sujetas a los lineamientos trazados por las superestructuras del
poder. Ya manifesté que prefiero a los escritores que escriben a
espaldas de las corrientes literarias de moda y los dictados de una
casa editorial. Estoy convencido de que el verdadero escritor no
escribe tanto sobre los temas que le solicitan, sino sobre los temas
que eligen a su escritor. De modo que todo artesano de la palabra
escrita, cuya fantasía no puede estar sometida a las normas dictadas
por las modas literarias, debe darle rienda suelta a su capacidad
creativa, ejerciendo su vocación con absoluta libertad, lejos de las
cadenas políticas o religiosas que intentan atar sus pensamientos y
sentimientos. El escritor, sin obedecer a normas ajenas a su
personalidad, debe escribir a partir de su propia convicción y
cosmovisión, sin que por esto se sienta el ombligo del
mundo.
El escritor es
libre de manipular con los recursos de la imaginación y el lenguaje.
En este contexto, y sin necesidad de cuestionar los postulados del
“realismo social”, es tan literatura lo que hace Uslar Pietri, quien
se siente particularmente atraídos por la figura del dictador, que las
novelas del llamado “realismo mágico” de García Márquez o cualquiera
de las obras experimentales de Julio Cortázar. De ahí que la
afirmación de que un escritor que separa su vida de su obra sea un mal
escritor, apenas es una verdad a medias, pues la literatura es un
territorio libre, donde todos tienen la opción de exponer a los
santo-demonios de su imaginación; eso sí, sin dejar de obedecer los
dictados del corazón, que, al fin y al cabo, es el único juez capaz de
decidir lo que está bien y lo que está mal.
Estoy convencido
de que el verdadero escritor, sin dejar de preocuparse por los
problemas que aquejan a la colectividad, es un ser que habla en
primera persona, no tanto por egocentrismo —o egolatría— como por
exponer a trasluz las razones y sinrazones de su fuero interno, sin
que por esto se levanten barreras entre la expresión íntima del autor
y la expresión del sentimiento colectivo.
Ahora bien, si a
esta forma de escribir se denomina “intimista”, entonces qué se dirá
de los escritores como Dostoievski, Kafka, Proust o Joyce, cuyas obras
son consideradas cumbres en la literatura universal. Pienso,
sinceramente, que sin esa vivencia personal, sin ese testimonio
existencial, no hubiese sido posible la existencia de estos
escritores, cuya lucidez intelectual los llevo a reflejar, mejor que
nadie, la realidad conmovedora de su medio y su tiempo.