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La poesía hoy

Marcelo Pellegrini

 

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“La historia de la poesía moderna es la de una desmesura”, dijo Octavio Paz al comienzo de su ensayo “Los signos en rotación”, incluido como epílogo a la segunda edición (1967) de su libro El arco y la lira.[1] De muchas formas y con distintas caras, la desmesura de la que habla Paz ha encarnado en la poesía occidental bajo un denominador común que podríamos resumir de la siguiente manera: el intento de reconciliar poesía e historia, dos fuerzas que conviven dentro del poema y que luchan por imponerse la una sobre la otra bajo la tutela de una discrepancia mayor que, a su vez, podríamos formular así: la problemática relación —ni inocente ni transparente y llena de argumentos que pensados a fondo nos trasladan al ámbito de la filosofía— entre el lenguaje y la realidad. Esas disputas espistemológicas han hecho creer a los poetas que la poesía es un arte utilitario; de ahí pasamos al establecimiento de una inevitable cruza entre poesía y política, que en el caso de algunos poetas se traduce en una atracción —al parecer también inevitable y hasta irresistible— por el pensamiento revolucionario. Continúa Paz: “La gesta de la poesía de Occidente, desde el romanticismo alemán, ha sido la de sus rupturas y reconciliaciones con el movimiento revolucionario. En un momento o en otro, todos nuestros grandes poetas han creído que en la sociedad revolucionaria, comunista o libertaria, el poema cesaría de ser ese núcleo de contradicciones que al mismo tiempo niega y afirma la historia. En la nueva sociedad la poesía sería al fin práctica”.[2] Los ejemplos en ese sentido abundan: Hölderlin y su admiración por Napoleón Bonaparte; Wordsworth y su entusiasmo por la revolución francesa; el fascismo de Pound; el comunismo de Neruda y Aragon. En ocasiones, el encandilamiento de la poesía como arma que dará por fin con la elusiva realidad enmudece ante el fracaso de su empresa; para eso basta contemplar los silencios de Rimbaud, Lautréamont y Mallarmé.

Cambiando lo que hay que cambiar, la poesía chilena de las últimas dos décadas, es decir, aquella escrita durante los veintitantos años que han pasado desde el retorno de la democracia en nuestro país, ha sufrido este problema de una manera paradójica: la demanda de lo real no viene desde el interior de su práctica, sino desde los discursos aledaños a ella, principalmente el de la crítica, de una manera que no se veía desde la década del sesenta, cuando las ideologías de lo inmediato que florecían a lo largo y ancho del discurso comunitario iban a culminar en el gobierno de la Unidad Popular, con Salvador Allende como su figura más destacada y, por qué no decirlo, trágica. Esa exigencia obedece, sin duda, al deseo de hacer de la poesía un discurso sobre la realidad más que sobre la imaginación, y más sobre la historia que sobre el lenguaje; esto plantea una serie de problemas que no me propongo solucionar aquí, aunque desearía, al menos, ponerlos sobre la mesa de discusión. Para ello, me concentraré en la primera de esas dos décadas, la de los años noventa, y en el destino que la poesía que recibió ese marbete numérico-generacional ha corrido a manos de aquella demanda.

Muchas veces se repitió durante esa década una fórmula que en su engañosa brevedad cubría a lo largo y a lo ancho las pretensiones de ese reclamo: que la poesía de los noventa no da cuenta de la realidad. No veo en esto sino una variación —más pobre y ciertamente mucho menos interesante— de la desmesura descrita por Octavio Paz. La fórmula esgrimida en Chile hace veinte años continuaba señalando, además, que los poetas de los noventa optaron por darle la espalda a la historia, decidiendo en el camino taparse ojos, oídos y boca ante la realidad de un Chile post dictatorial que debía procesar la sangrienta herencia de la dictadura. Creo que esa crítica (hecha por académicos y por poetas de la generación inmediatamente posterior, la llamada “novísima” o “del dos mil”) adolece de una tremenda ceguera y sordera, porque si hay alguien que debe establecer las supuestas relaciones entre la poesía y la realidad es, precisamente, la crítica; ésta, a mi juicio, nunca ha realizado la tarea de establecer esas conexiones. Esa carencia no debe extrañarnos, porque en Chile la verdadera crítica literaria no existe; hablo de una crítica no académica que circule más allá de las cofradías universitarias, que tenga una presencia pública en revistas y suplementos literarios que lleguen a lectores no especializados, y que sirva de plataforma para una discusión  mayor.[3] No hay en Chile un discurso comunitario que reflexione sobre la producción cultural del país y la engarce, por ejemplo, con el discurso político, que entre nosotros es desde hace mucho insustancial hasta el miedo. Me dirán que existen las revistas en línea, los blogs y demás publicaciones electrónicas, pero mi experiencia con la mayoría de esos medios—y sé que la de muchos— ha sido decepcionante; es digno de alabar el esfuerzo de quienes se dan el trabajo de mantener esos sitios funcionando, pero abundan en ellos juicios sumarios sobre algún libro repletos de frases inanes como “este es el mejor libro de poesía publicado en Chile en los últimos años”, o “la poesía es una radical exploración del lenguaje”. ¿Quién puede tomarse en serio esas frases para el bronce, un bronce, por lo demás, opaco y descuidado? Por cierto que hay excepciones, pero éstas, como siempre, confirman la regla. El problema, sin embargo, viene de más atrás, y tiene que ver con una inveterada costumbre nacional: la de buscar en todos los ámbitos de la cultura la voz, la poesía, la forma de escribir. Podríamos llamar a esta costumbre la adoración de lo único y unívoco que, como todo ídolo, no deja espacio para nada ni nadie más. “Compromiso social y/o político”, “cuenta de la realidad”, “asumir la historia” son algunos de los nombres que ese fetiche recibió a partir de los noventa y que se repiten, con variaciones, hasta hoy. ¿Cómo salir de ese impasse, de esa verdadera trampa o mordaza impuesta por los cultores de la univocidad? La respuesta a esta pregunta nos llevará por un largo y sinuoso camino que creo vale la pena recorrer.

Hace poco más de veinte años, Sergio Mansilla, un poeta que hoy en día parece haber sido casi completamente olvidado, leyó ante dos audiencias distintas (en dos congresos de escritores, uno en Valdivia y otro en Santiago, organizados entre fines 1989 y comienzos de 1990 respectivamente) un texto que lleva por título “Literatura para la democracia, democracia para la literatura (Notas y contranotas para una poética)”[4]; esas páginas no han perdido en absoluto su vigencia y merecen ser leídas hoy con la mayor atención. Las reflexiones de Mansilla, extremadamente ricas en sugerencias, son una especie de respuesta adelantada a los problemas que he venido describiendo apuradamente hasta ahora. Me quedo con las que son a mi juicio las más importantes; por ejemplo, al hablar de su generación, que él describe como “la que se formó bajo la mirada vigilante de los guardianes armados del autoritarismo” (Mansilla: 90) el poeta dice que, ante la terrible realidad histórica que él y sus compañeros de ruta estaban viviendo, no tenían, en apariencia, más alternativa que “escribir visceralmente” en contra o a favor de la dictadura. Esa es la “encrucijada”, como la llama Mansilla, en la que el autoritarismo los puso. Si leemos con cuidado esas declaraciones, podemos concluir que se trata de la misma demanda teórico-práctica hecha a la poesía de los noventa por parte de sus delatores. La respuesta de Mansilla es de una claridad meridiana: “Afortunadamente, en la poesía chilena hay suficiente imaginación acumulada, lo que nos resguardó de transformarnos en unos versificadores lacrimosos, enrabiados, revolcados en la altisonancia de una poesía política contingente ineficaz. El triunfo más grande de la dictadura sobre los poetas jóvenes hubiera sido reducirnos a un conjunto de jóvenes airados escribiendo por reacción a los sucesos de la historia” (Mansilla: 90-91). En consecuencia, la búsqueda discursiva de esa poesía debió ir, a juicio de Mansilla, por los caminos más diversos, aquellos que ayudaran a romper el círculo vicioso del compromiso panfletario. A pesar de ser una larga cita, vale la pena leer lo que señala este autor al respecto:

La historia nos ha enseñado que no vale la pena insistir en retóricas gastadas, por ejemplo, la prédica edificante de contenido político-social o los discursos emblemáticos altamente ideologizados. Pero a todos nos ronda (y nos rondará por mucho tiempo) el fantasma del golpe del 73, sus consecuencias, y la exigencia moral de referirlo, de desmitificar su discurso inflado y vacuo. Entonces ha sido necesario explorar diversas líneas discursivas, aventurarse en diversos lenguajes para descubrir y reinventar la realidad, para descubrir y reinventar la poesía que hay en las palabras y las cosas. Por ejemplo, la incorporación del pasado histórico como desmitificación de ese pasado y a la vez como denuncia del presente y utopía del futuro. También la apelación al mito como código textual; la referencia testimonial personal-colectiva; la recreación de las experiencias personales potenciadas simbólicamente como alegorías desmitificadoras; la intertextualidad generadora de un diálogo textual polisémico; la inclusión del discurso antropológico como vehículo articulador del mundo poético; la incorporación del kitsch como procedimiento generador de una “neoantipoesía”; la utilización de textos provenientes de la semiótica o de la filosofía del discurso, los cuales al unírselos en un nuevo contexto adquieren insospechadas connotaciones poéticas, etc. En síntesis, una variedad de discursos líricos que hablan de una riqueza estética considerable (Mansilla: 91)

Aquí es necesario señalar lo siguiente: Mansilla habla de las reacciones que la escritura poética de su tiempo tuvo a partir de la formación de su discurso imaginario durante la dictadura. La poesía de los noventa, en cambio, comenzó a acumular su reserva imaginaria inmediatamente después de Pinochet. Hay ahí, por supuesto, una diferencia fundamental. Pero lo que sí puede aplicarse punto por punto a ambos casos es la exigencia de una respuesta a la realidad político-social por parte de la poesía; así, tanto la generación de Mansilla como la de los noventa han tenido que lidiar con el legado de la dictadura desde frentes distintos, marcados, por un lado, por la plenitud de los poderes del militarismo, y, por otro, con su legado. Y hasta es posible decir, incluso, que las estrategias que describe Mansilla (la exploración de “diversas líneas discursivas”, como él señala) son similares a las que la poesía de los noventa tuvo que esgrimir como respuesta a la realidad contingente. La posible solución que Mansilla propone para la serie de problemas que describe no puede más que sonar seductora para cualquiera que tenga la aspiración de que la literatura (y en particular la poesía) se desenvuelva en Chile en un ámbito más abierto que el de la adoración de lo único:

La diversidad es uno de los síntomas más claros de libertad. Pero la diversidad es también conflictividad: conflictividad estética, conflictividad ética, tanto en la creación misma como en su difusión. Desde la hoja-volante hasta el libro en edición de lujo. Todo es necesario; todas las vías son válidas. Desde el recital en el sindicato o en la calle hasta el recital o la conferencia en academias o universidades. Y no pidamos livianamente que todos los poetas escriban para el pueblo o vayan a sectores populares, dando a esta petición un sentido de exigencia político-cultural caracterizada por el tópico del deber ser. Cualquier poeta que asume con seriedad su trabajo escribe desde lo que es, no desde lo que debiera ser, aunque el ser, y en particular el ser poeta, implica siempre una desgarradora dialéctica entre lo actual y lo posible (Mansilla: 95)

Queda claro, entonces: lo que está en juego es nuestra posibilidad de ser libres. Una poesía más diversa es una poesía más libre, y, por lo tanto, es un lenguaje más libre, lo que hace a la sociedad que lo produce más libre. No hay, a mi juicio, consecuencias más importantes y cruciales. Las coincidencias entre las reflexiones de Mansilla y la situación de la poesía de los noventa en el discurso de sus críticos no puede sino evidenciar una cosa: que las demandas internas o externas sobre la realidad no son nada nuevo, y se repiten cíclicamente. En ese sentido, los poetas de los noventa estaban siendo colocados en un frente de batalla tan antiguo como el de las guerras púnicas. Por otro lado, el problema de fondo que sugerí páginas atrás (el culto a la forma única de hacer y decir que se impone por sobre todas las demás) tampoco es nuevo, al menos en la parca tradición cultural chilena.

La respuesta personal que esbozaré a continuación, me temo, tampoco será nada nueva, pero al menos quiero articularla para, en lo posible, dejar sentadas las bases de un posible debate futuro sobre la poesía y su posición en la sociedad; adelanto que ese debate deberá, necesariamente, ser medio ciego: irá a tientas por el terreno que pise, lejos de las certezas y los juicios sumarios. Nada hay más nocivo en el debate sobre la cultura que semejantes certezas inamovibles, aunque en ocasiones el tono con que se emiten las opiniones puede ser perentorio y, así, logran parecerse a la ortodoxia (una tensión y conflicto, como se puede ver, con los que tenemos que estar dispuestos a convivir al entrar en estas discusiones). Mi posición como poeta perteneciente a la generación de los noventa también tendrá influencia en lo que digo, aunque me niego a asumir una autoridad inmediata respecto al problema, abriendo así la posibilidad de que esté parcial o completamente equivocado. Agrego, por último, que mi experiencia al escribir el libro Confróntese con la sospecha: ensayos críticos sobre poesía chilena de los 90 (Santiago: Editorial Universitaria, 2006) me ha dado cierta perspectiva, digamos, histórica, respecto de lo que significó ese muy variado grupo de escritores. Ese libro no fue nada exhaustivo (nunca quiso serlo) y jamás lo planteé como el texto crítico definitivo o definitorio de esa generación; algo, sin embargo, recogeré de esa labor.

Durante los noventa y el dos mil ya no tuvimos que pelear contra la dictadura, sino contra su peor legado: la ausencia de la palabra perdón, que nunca fue articulada por los responsables de las miles de muertes perpetradas. Razón suficiente, creo yo, para pararse en medio de la calle y alzar la voz contra ellos y contra los que, ya en democracia, obtuvieron el poder luego de venir de pelear por la justicia ya sea desde el exilio o desde el silenciamiento al interior del país, pero que a la primera oportunidad se transformaron en gobernantes corruptos y oportunistas. ¿Tiene la poesía la responsabilidad de denunciar aquello? La respuesta es sí y no: sí si el o la poeta quiere hacerlo, no si no lo desea. Así de simple, así de complejo. Cualquier poema, desde el más hermético al más mimético, es articulado en un espacio que yace entre lo público y lo privado, un interregno en donde las fuerzas de la vida íntima y la vida en sociedad pugnan entre sí. En ese sentido, todo poema da cuenta de lo real. En donde hemos fallado, insisto, es en la habilidad de dilucidar esos espacios y esas pugnas, tarea, otra vez, de una crítica que, al no estar constituida como tal, jamás ha realizado. Toda obra de arte es contingente en el sentido rortyano del término, es decir, está constituida por un elemento (el lenguaje) que se desgasta y cambia con el tiempo y con sus tratos con lo real. Bien lo dijo el poeta mexicano José Gorostiza: “Porque la poesía —no la increada, no, la que ya se contaminó de vida— ha de morir también. La matan los instrumentos mismos que le dieron forma: la palabra, el estilo, el gusto, la escuela. Nada envejece tan pronto, salvo una flor, como puede envejecer una poesía. El poeta la hará durar un día más o un día menos, según su habilidad para sustraerla a la acción del tiempo”.[5] Así las cosas, ¿por qué empobrecer más al poema, pidiéndole que se desvanezca en una rendición de cuentas en la que quizás no quiere participar? Ahí radica, a mi juicio, la desmesura, no en la poesía y sus fallidos intentos por ser un arte práctico, como dice Octavio Paz, sino en la crítica que le pide cosas que no necesariamente quiere. En la medida en que la poesía, como todo arte verbal genuino, quiera ser una exploración del lenguaje y su relación con el mundo, sobrevivirá a todos los intentos de ponerle el corsé del compromiso.

Si tuviéramos que hacer un poco de historia —necesariamente resumida, por cierto— para explicar los fundamentos del desencuentro entre los noventa y sus críticos, tendríamos que decir dos cosas: primero, que una vez llegada la democracia, la poesía tuvo que sumirse en un necesario solipsismo para replantear su misma naturaleza frente a los hechos históricos de los que estaba siendo testigo. En muchos sentidos, esa autoexploración tuvo un carácter ontológico, porque supuso un examen profundo de sus condiciones de posibilidad. Una vez pasado el largo invierno de la dictadura, la poesía no tenía por qué asumir un rol político; aunque me consta que ningún poeta de esa generación creyó a ojos cerrados en las promesas de la muy imperfecta democracia que se instauró en Chile, en ese momento era necesario recuperar un lenguaje gastado por el sofocante discurso de la derecha más fascista que haya gobernado nuestro país. Una de las formas más visibles de esa tarea de saneamiento fue el rescate de la mejor tradición surrealista que floreció entre nosotros; la relectura de Rosamel del Valle que llevó a cabo Leonardo Sanhueza y la recuperación de la figura de Eduardo Anguita hecha por Ismael Gavilán destacan como dos de los mejores ejemplos. Había que beber de esas fuentes para establecer un campo de operaciones con más aire, menos opresivo e imaginativamente más satisfactorio. No veo, por lo demás, un gesto más político que ese. En segundo lugar, tengo la impresión de que la exigencia de un realismo crítico-político por parte de las generaciones más jóvenes tiene que ver con una especie de vuelta al lenguaje coloquial, hecho que quizás sea una respuesta al lenguaje más contemplativo de los noventa. Con esas dos fuerzas en pugna, tenemos el terreno preparado para un gigantesco mal entendido. Nada malo hay en ello, porque, después de todo, la cultura se hace discutiendo; sin embargo, y precisamente por la falta de una crítica verdadera en nuestro país, la discusión ha sido en ocasiones acompañada por la maledicencia e, incluso, el mal gusto.

Si hay algo que los noventa nos enseñaron es que la poesía puede ser una redención privada sin darle la espalda a la historia; ahí tenemos como prueba la obra de, entre otros, Andrés Anwandter, David Preiss, Javier Bello, Cristián Gómez, David Bustos, Ismael Gavilán, Alejandra del Río, Andrés Ajens, Gustavo Barrera y Germán Carrasco. Sobre todo, nos enseñaron que uno de los bienes más peligrosos para los poetas no es el lenguaje, como decía Hölderlin, sino el deseo de usar ese lenguaje para hablar en nombre de todos, como sucedió con algunos autores más jóvenes a propósito de las protestas estudiantiles del año 2011, movimiento calificado falsamente de revolución (en realidad fue una rebelión). En algunos artículos los vi queriendo asumir una voz colectiva, criticando un “sistema” (el capitalismo) del que han sido beneficiarios en más de una ocasión. En esa verdadera búsqueda de la performatividad cívica del lenguaje culminó su vieja aspiración generacional de ser protagonistas de la historia; tan marginados se han sentido al inicio del nuevo milenio, tan sepultados en las catacumbas de la modernidad, tan impotentes ante la sordera de los poderosos, que piden a gritos hacer una poesía que intervenga en la realidad, y exigen lo mismo a los otros, porque, al parecer, no hay otra forma de hacer poesía. Y dio la sensación, al menos por un momento, de que eran escuchados, de que sus palabras, por fin, tenían eco en una comunidad que los sobrepasaba y a la que, al mismo tiempo, representaban. En esos quince minutos de fama política culminaron las aspiraciones que durante la primera década del siglo XXI incubaron los sacerdotes del compromiso, los profetas de la realidad y los teólogos de la historia, quienes, en ocasiones, pensaron que ser poeta era por fin acceder al corazón de los hechos, haciendo de la poesía un arte práctico. Casi nada de aquello permaneció, porque esos poetas olvidaron algo fundamental: que la poesía sabe más que el poeta, y que no podemos hacerla hablar porque ella nos habla y nos crea, y no al revés.

Pero volvemos a lo mismo, a las discusiones bizantinas acerca de para qué es lo que realmente sirve la poesía, si es que sirve. “La poesía no sirve para nada, me dicen”, ha señalado una y otra vez Elicura Chihuailaf, poeta que sabe unas cuántas cosas sobre marginaciones, silenciamientos y compromiso político con su comunidad. Por eso mismo digo que no le pidamos nada a la poesía, salvo que pueda decirnos y/o escribirnos de todos los modos posibles; no le pidamos nada, salvo que nos diga, casi en sordina, “lo único verdadero: / que respiramos y dejamos de respirar” (Teillier); no le pidamos nada y no le ayudemos a querer decir nada, porque ella puede sobrevivir sola.

Julio 2012

 

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NOTAS


[1] Paz, Octavio: El arco y la lira. México: Fondo de Cultura Económica, 1967, p. 253

[2] Ibid., p. 254, subrayado en el original.

[3] Para evitar confusiones y redundancias, hablaré a lo largo de este texto de una “crítica” pero no en el sentido que acabo de definir, sino en el de “la gente que critica” esto o aquello.

[4] Publicado en Paginadura. Revista de Crítica y Literatura 2 (Valdivia, Segundo Semestre, 1994) pp. 89-102.

[5] José Gorostiza: “Notas sobre poesía”, en Poesía. México, DF: Fondo de Cultura Económica, 1985, pp. 23-24.




 

 

 

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