Reedición "La oscura vida radiante":
Novela casi desconocida de Manuel Rojas
Por Ignacio Valente
Revista de Libros de El Mercurio.
Domingo 25 de mayo de 2008
Ambientado en los años de cesantía del salitre, el último libro de una tetralogía fluye con soltura y posee buen oficio, pero no llega a la sustancia e intensidad de "Hijo de ladrón".
Con Hijo de Ladrón (1951), Manuel Rojas inició una tetralogía, que siguió con Mejor que el vino (1958) y Sombras en el muro (1958). Pero la cuarta novela, La oscura vida radiante (1971), por curiosas circunstancias editoriales, permaneció casi desconocida, y hoy es publicada como por primera vez. Su protagonista es el de siempre, ese Aniceto Hevia vagabundo, sin oficio (aunque al final de este relato aprende el de obrero gráfico), autodidacta, un poquillo letrado, y anárquico/anarquista, más por personalidad que por ideología. Su libertad no es liberal ni libertina; consiste sobre todo en una voluntaria ausencia de vínculos (familiares, sociales, de cualquier especie).
Lo primero que uno se pregunta es la calidad de esta novela en relación a la más célebre del autor. Digamos que el relato fluye con su habitual soltura, y que está escrito (parcialmente) en ese estilo fluvial o "retahíla" que procede lejanamente de Joyce, y que popularizó Cortázar en nuestro vecindario. Posee una cierta madurez formal, un buen oficio, pero, sin ser en absoluto desdeñable, no llega a la substancia y la intensidad de Hijo de ladrón, aunque por tantos conceptos -temáticos y verbales- se le asemeje y la continúe.
En efecto, y como de costumbre, sus innumerables personajes aparecen y desaparecen tras un protagonismo fugaz (pero no insignificante). De pronto Aniceto interactúa con Pancho, Cristián, Alberto-Ramón, que unas páginas más adelante se han esfumado, mientras que en su lugar se materializan Guillermo, Antonio, Manuel, y así varias veces, como si todos ellos tuvieran vidas intercambiables, dentro de un mundo común: la picaresca de la marginalidad, la cultura de la pobreza casi extrema. Como Aniceto, todos ellos van y vienen: son nómadas puros, pero urbanos; y, también como Aniceto, carecen de motivos para existir: simplemente están, han sido echados al mundo, y tener semejantes es no mucho más que tener cómplices, sobre todo en la ardua búsqueda de un plato de comida. Así el hilo social y el existencial se entretejen exitosamente.
En conjunto, estos personajes configuran un inventario del Chile popular, el de los conventillos de mala muerte, de Arica a Magallanes. La novela es una interesante galería de retratos de pocas pinceladas, casi de esbozos. No recuerdo otra narración con personajes tan numerosos como transitorios.
Esta original estructura narrativa, sin embargo, paga el alto precio de lo inorgánico y desarmado. Como los personajes, también los episodios son casi intercambiables. Los hay de toda especie: logrados, no logrados; más rápidos, más morosos; con cierto peso humano o con muy poco. Pero todos ellos se suceden sin mayor conexión ni unidad argumental, dentro de un conjunto invertebrado de anécdotas. El suspenso, salvo excepciones, es escaso. El lector puede saltarse diez o cincuenta páginas sin mayores consecuencias. Es cierto que algo parecido ocurre con novelas de la altura de Cien años de soledad, obra extrañamente pareja y lineal, que permite transitar de un Aureliano Buendía a otro muchas páginas después y casi sin solución de continuidad. Pero en La oscura vida radiante, esta homogeneidad no es, decididamente, una virtud, porque no tiene un núcleo central, ya una dinastía, ya un Macondo, ya una columna vertebral del tipo que sea.
La cuestión social ocupa en esta novela un lugar importante, y se plantea en los términos típicos de la izquierda de mediados del siglo XX: ricos y pobres, explotados y explotadores, no en tono de denuncia temática, pero sí con fuerza. En todo caso, lo más original -pues la acción transcurre en los años de la cesantía del salitre- es la fauna humana de libertarios y anarquistas de la época. Pero la abundancia de consideraciones políticas no siempre enriquece el relato; a veces lo demora. Y el mucho pintoresquismo de la escritura, que no es fácil ni barato, sino muy auténtico, a ratos resulta excesivo. En suma, esta novela posee un valor en sí, y tiene un lugar bien ganado dentro de nuestra narrativa, pero cuartas partes nunca fueron buenas -casi nunca-, y el Manuel Rojas novelista seguirá quedando sobre todo por su ya clásico Hijo de ladrón.
La oscura vida radiante
Manuel Rojas
Editorial LOM, Santiago, 2007, 386 páginas,
NOVELA