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PRESENTACIÓN
Vendramin de Ismael Gavilán [1]
Por Marcelo Rioseco
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I
Resulta increíble, y hasta fascinante, que en un libro como Vendramin el discurso de la alta cultura esté asociado a cierta visión trágica del arte o, en otras palabras, al fracaso de la representación estética. La asociación no es nueva si se piensa en la historia del arte. Lo inusual aquí es que esta asociación haya sido hecha en 2012 (el año en que mayoritariamente fue escrito este libro) por un poeta viñamarino. Y que el resultado de ello, más aún, se publique en Chile, un país donde la idea de la alta cultura parece diluirse con una espantosa rapidez. ¿Cómo entender entonces este libro que se escapa por todas partes de los moldes establecidos por gran parte de la poesía chilena contemporánea? ¿Es la alta cultura asociada como tragedia decadente, posiblemente romántica y, por lo tanto, crítica de su tiempo y, a su vez, esteticista y autodestructiva, lo que hace este libro tan singular? Sí y no. Sí, porque los temas de Vendramin parecen haber salido casi de circulación en el mundo de la literatura chilena: el arte como algo inútil y maravilloso. Esa piedra solar, refulgente y oscura, pareciera no tener hoy espacio en el mundo moderno. Y no porque la explicación (si es que la hay) de este inusual libro tenga algo más que ver con Ismael, algo que no está en su libro. Bueno, está, pero indirectamente. Ismael Gavilán es un poeta de la generación de los 90. Es mi generación. Y si Armando Roa no dice lo contrario, también es su generación. Algunos de los poetas de esta generación se caracterizaron -en contra, diría, casi conscientemente- por desarrollar escrituras donde prevaleciera un cuidado con la palabra y en que el estilo fue una preocupación. El lenguaje se podía deconstruir, claro. Y muchos poetas así lo hicieron, pero la poesía del feísmo de los 80, la poesía callejera, forzadamente marginal y, a veces, convenientemente política, saturó un camino que en los 90, poetas como Ismael Gavilán, se saltaron con bastante falta de remordimiento y con conocimiento de causa. Para poetas como él, la palabra poética es la palabra poética y no un signo de opresión de la hegemonía dominante.
Esta poesía iría entonces por la vereda de enfrente.
¿Y cómo sé esto? O, mejor dicho, ¿cómo se ve esto? Bueno, basta ponerle atención al título de este libro: Vendramin, el cual es el nombre de una rica y aristócrata familia veneciana del siglo XV que poseyó un palacio en Venecia donde Richard Wagner murió a finales del siglo XIX cuando el palacio se arrendaba en esa época como hotel. Vendramin es así una extraña metáfora: puede ser visto como la torre de marfil del Modernismo, especialmente si pensamos en cómo entró en Hispanoamérica la influencia europea, pero al mismo tiempo, como una tumba, un lugar exquisito que también es el lugar de la muerte. Vendramin sería el archi-símbolo, el epicentro ordenador de este libro que podría verse también como una construcción arquitectónica cuidadosamente pensada. ¿Y cómo decora el autor su propio Vendramin? Ismael estuvo cerca de las influencias de la Neovanguardia (la cual, por cierto, nació en Valparaíso). Todos estuvimos cerca. La generación del 80 fue la generación de la posmodernidad, de la Neovanguardia, de La Nueva Novela y por tanto fueron ellos los que comenzaron intensamente a usar la cita, la intertextualidad (velada o profusa), la referencia erudita y la referencia apócrifa, estrategias textuales de las cuales Vendramin se nutre de una manera natural y hasta espontánea. En este libro, citar es realmente escribir. Vemos en estos poemas referencias a Ovidio, a anónimos poetas de la antología palatina, al cine de Luchino Visconti, a escritores, filósofos y ensayistas chilenos, a músicos como el pianista Glenn Gould, a escritores de la talla de Thomas Mann. Entre otras muchas referencias a pintores y poetas, unos son más conocidos que otros, unos más secretos que otros, debiera decir.
Este mundo poblado de los símbolos del arte podría ser mirado con sospecha. Alguien diría: ah, se trata de poesía culta, erudita, pedante. Claro, en Chile no se necesita permiso de la Municipalidad para decir desaciertos como éstos. Pero yo veo –leo- aquí algo muy distinto, y es que me arriesgaría a decir que Vendramin propone lo que propone porque fue escrito por un poeta desesperado, no por un poeta suicida (o quién sabe), sino por alguien que se desespera ante la realidad y el caos del mundo y cuyo único refugio no puede ser sino el mundo simbólico del arte. O sea, la reflexión por sobre el arte en sí, la poesía como objeto del poema. Vendramin es una guía de lecturas y una ruta espiritual, pues ambas cosas -en un verdadero lector- van casi siempre juntas. Poesía de la cultura sí, pero no poesía culta, poesía de la reflexión y la meditación, sin duda. Pero, por sobre todo, poesía vital. Y digo esto a menos que haya alguien en esta sala que piense que la vida es más intensa que el arte. Por supuesto, esto es una provocación, pero es que para mí, Vendramin, sólo pudo haber sido escrito por un poeta que es un obseso del arte, un apasionado de las formas y el pensamiento. “Solo quienes realmente aman la literatura se enorgullecen de sus citas”, dirá Vila Matas.
Vuelvo al libro con algunos ejemplos, algunas sugerencias desde mi propia lectura para señalar elementos muy puntuales. Uno de ellos es éste: quizás todo el libro se encuentre secretamente contenido en los cinco primeros versos de este mismo texto. En el comienzo de Vendramin, Ismael escribe:
A esta hora en que el silencio de las aguas
refleja su luz en las piedras transparentes,
el esplendor de cuerpos antiguos
se convierte en fugacidad del movimiento
llevando la floración de una lejana belleza.
Si ponemos atención a estos versos, la pregunta aquí es por el esplendor de esos cuerpos antiguos cuyo fugaz movimiento -quizás no sea éste más que el movimiento de la lectura o, debiera decir más apropiadamente, el de la meditación- arrastra el emerger de una lejana belleza. Apenas termino de escribir la palabra “meditación” y siento que se necesita una aclaración. Los poemas que componen este libro podrían ser vistos no como poemas. Creo que, a pesar de todo, esa categoría -“poemas”- limita o confunde lo que en este libro se encuentra. Me atrevería a llamar a estos textos “meditaciones”, “ejercicios meditativos”. No sería arriesgado tomar prestado el acertado título de Armando Roa “ejercicios de filiación” como una metáfora para entender una cierta manera de escribir. En Vendramin encontramos largos fraseos, un pensamiento inteligentemente insinuado, en los cuales emerge una voz reflexiva, meditativa que parece recordarnos algo que hasta hace poco parecía vital: la experiencia del arte y ¿por qué no?: la experiencia de la cultura también. Vendramin, así, aparece como un breve, pero denso ejercicio meditativo sobre -como mencioné antes- ciertas obras y algunos personajes del arte. La escritura de este libro, como es de esperar, sigue esa obstinación a la que ya nos tiene acostumbrados su autor: la de la preocupación por el lenguaje.
Como buen poeta moderno que es, Ismael Gavilán también hace de su escritura una reflexión sobre la misma escritura, esto es, sobre la poesía. Y debiera decir sobre la poesía ejercida en este mismo texto. Así al final del poema “Vendramin” -y no es casualidad que este poema sea el primero del libro-, se pregunta:
¿Es entonces este puñado de palabras una interpretación
que proponemos de estas imágenes?
¿o es el poema sólo un desesperado esfuerzo de coherencia
para aplacar el vacío de un cortinaje de máscaras?
El vacío como la última forma de la poesía era una idea que también preocupaba a Octavio Paz. ¿Qué hay detrás de todas las formas que asume la poesía? ¿El intento desesperado de encontrar una línea de coherencia, un sentido final que pueda combatir de alguna manera el “vacío de un cortinaje de máscaras”?
Ismael Gavilán también se atreve en Vendramin con cinco elegías: una para el poeta chileno Eduardo Anguita, otra para el escritor y ensayista Martín Cerda, y tres más dedicadas a: Ennio Monteldo, Ximena Rivera y el filósofo y escritor chileno Clarence Finlayson. Ronda, por cierto, la muerte en las páginas de Vendramin. Pero no es la muerte en sí lo que nos importa, sino la memoria. Por ello la elegía es el género donde el poeta lamenta lo perdido.
Si revisamos los poemas de este libro más en profundidad nos encontraremos más allá de las cinco elegías mencionadas, con apuntes, arabescos, variaciones, citas y reflexiones, como si este libro hubiese sido pensado como un gran borrador, una página de la memoria para ejercitar -y con esto quiero subrayar el carácter infinito de este ejercicio- una meditación profundamente poética sobre el arte que en estos formatos encuentra su mejor expresión.
Elocuente es el poema: “Apuntes para una breve historia del arte” donde encontramos la siguiente estrofa:
Movimientos desapasionados en el límite de la experiencia,
anuncios que podrían ser la antesala del fracaso
o la aspiración a decir lo inefable ante un auditorio desierto.
En verdad, ningún poder taumatúrgico,
apenas la recolección de objetos,
la intuición fragmentaria de una sensibilidad enfermiza,
apenas el vacío de signos y palabras,
de colores que simplemente son
pero que, salvo su propia precariedad, jamás designan algo.
El poeta aquí duda -muy en la línea de Enrique Lihn- sobre la efectividad de este oficio, intuye el fracaso, el lugar de la representación podría estar vacío, el arte no cambia nada, las palabras son palabras, los colores son simplemente eso, colores; el arte es precariedad, desconcierto y, probablemente, fracaso. El arte no es otra cosa que un espejo vacío mirándose a sí mismo en “la pesadilla de un espacio en blanco”. Así Vendramin, como la serpiente que se muerde a la cola, vuelve a la pregunta inicial: “¿es el poema sólo un desesperado esfuerzo de coherencia / para aplacar el vacío de un cortinaje de máscaras?”
II
A modo de coda
Sin duda que la poesía puede ser muchas cosas distintas. Eso lo sabe bien, Ismael Gavilán. Por eso su apuesta es más arriesgada. No quiere estar a la moda, no le interesa liderar una generación, exhibe una natural desconfianza hacia el poder y, sobre todo, hacia los grupos de poder. No tiene talento para esas cosas y, creo, las evita como Superman a la criptonita. Lo de Ismael es la poesía, me diría alguien que lo conoce mucho. Lo dudo. Lo de Ismael podría ser más bien la totalidad del arte y el conocimiento. Creo que por ahí va la cosa. Pero él no es un coleccionista, es más bien un explorador, un alpinista que no busca escalar montañas para llegar a una cumbre sino para respirar un mejor aire. Pero, detrás de este proyecto -si acaso así pudiéramos llamar a esta escritura poética- hay algo que no funciona. O que si funciona, es en negativo, y es esa incomodidad con el mundo que a veces se le escapa al autor, ese desajuste vital, orgánico, intelectual y espiritual que lo lleva a un libro como éste a esa fascinación por cierta forma del abismo que encuentra en la sensibilidad finisecular, la poesía como proyecto total y grandioso (a la manera como la entendía el romanticismo). Hay desencanto en el mundo de Vendramin, quizás cansancio. El arte como sufrimiento es un tópico que emerge en varios de los poemas de este libro. No es raro encontrar una referencia a Nietzsche, como no es raro que una obra perfecta como Muerte en Venecia, o una ejecución perfecta como eran las de Gleen Gould, aparezcan en los poemas de Ismael. Intuyo que esa antigua y perdida belleza, el poderoso mundo de los símbolos del arte, viene a ordenar un mundo regido por el desencanto, un mundo vaciado de sentido.
Si bien es cierto que Vendramin habla de la imposibilidad del arte, de la encrucijada de la poesía, de la decadencia de la estética, debo insistir, es una escritura de una extraña vitalidad, pues lo cierto es que para representar la tensión de un mundo así hay que tener una energía rabiosamente significativa como la que Ismael Gavilán exhibe en este libro.
Texto leído en la presentación de Vendramin de Ismael Gavilán, en Sala Estravagario de La Chascona, el 15 de julio de 2014.